BUSTILLO DEL PARAMO: me alucina leer esos mensajes tan precisos de aquellos...

Ahora sí, ahora ya estaba preparado para abandonarme de lleno a mi objetivo, ahora vendrían los días de auténtico páramo, allá, por los alrededores de mi aldea. Bien conocida es de todos mis allegados mi aficción a caminar por esas alturas donde la vista se pierde en el horizonte y donde se puede decir sin ninguna sombra de duda: ancha es Castilla. Bien conocida es mi afición a perderme por esos caminos que no van a ninguna parte, caminos bien definidos unos y apenas esbozados en la hierba otros, pero todos ellos apuntando al infinito; caminos de páramo duro, recio, austero, como el alma de la Castilla antigua, caminos donde se aspira el perfume de las flores de sus orillas en primavera y el olor del rastrojo amarillento en verano, donde se huele a tierra mojada en otoño y se escucha el ulular del viento helado en los espinos solitarios, en las duras jornadas del invierno burgalés.
Estoy convencido de que esos caminos configuraron y moldearon mi alma en este pequeño reducto donde vi la luz por primera vez y, una vez moldeada, se niega a adoptar nuevas formas, al menos desde este punto de vista. ¿Soy yo un ciudadano del mundo o sólo de este rincón olvidado que me vio nacer? No lo sé; lo que sí sé es que he vuelto una y otra vez a estos páramos para ver desde el mismo borde el valle donde está enclavada mi aldea; he llegado incluso hasta sus puertas sin osar internarme en sus calles, por miedo a escuchar una vez más de las mismas piedras: tú aquí no eres más que un extraño.
Aquí es donde yo viví con mis abuelos los primeros años de adolescente, años que se pueden contar entre los más felices de mi vida, porque son los años en los que todo se ve de color de rosa, aquí es donde estuve en contacto con Eugenia, la que tantas veces me consolara y aquí es donde una y otra vez oí cómo mi tío, que acababa de llegar del frente hecho todo un guardia carabinero, me llamaba cariñosamente Caporal.
Es una pena que ese tío mío, a quien yo quería y respetaba siguiendo la tradición de mis mayores, y a quien no convencieron las dotes humanas de Eugenia y prefirió encerrar su vida entre las cuatro paredes de la Cartuja, decidiera un buen día dejar de llamarse tío mío por haber defraudado yo, en su opinión, todas sus expectativas.
Si esa renuncia hubiera estado provocada por un impulso ascético suyo o por un deseo de perfección, como aquel que renuncia al mundo y a todas sus pompas y vanidades, yo hubiera comprendido su decisión y hubiera tragado mi dolor; pero tomar esa decisión porque mi actitud iba en contra de sus ideales y de sus convicciones, me sonaba a chantaje. La convicción de mi tío y de todos los cartujos como corporación en cuestiones tan fundamentales como Dios, el alma, el más allá me parece muy respetable, por más que yo no la comparta, pero renunciar a un lazo familiar tan profundo porque yo no comulgo con esas convicciones, por más que las respete, me pareció en aquel momento, y me sigue pareciendo ahora, una ingerencia abominable.
Una pena es también, y no de las menores para mí, el que mis padres decidieran un buen día deshacerse de la heredad de mis abuelos. Sí, aquellas tierras de labranza no tenían ya ningún sentido; aquella propiedad rústica debía pasar a otras manos que la explotaran. Pero incluir en ella la propiedad urbana, el solar donde nací, fue desarraigarme con violencia de un suelo donde yo había clavado profundamente mis raíces. Por eso he andado tantas veces errante girando en torno a ese solar y por eso me da la impresión de que ahora, por falta de un trozo de tierra donde agarrarme, hasta las piedras del pueblo me miran como a un extraño.
Ésas eran las reflexiones que empapaban todo mi espíritu en el borde de aquel páramo desde donde se ve, allá a lo lejos, la aldea de mi infancia.
Pero como el mundo sigue dando vueltas alrededor del sol, yo no podía esperar allí a que la vuelta de aquel día terminara sorprendiéndome en profunda meditación; emprendí el camino de regreso, haciendo previamente un alto en el Banco de Coculina, para llegar con el tiempo suficiente de tomar un refrigerio en el
Villadiego de la plaza doblemente porticada, en el Villadiego de mis recuerdos infantiles.
Aún me quedó tiempo aquel día para hacer un alto en el camino y contemplar de cerca la escuela del pueblo que hicieron mi padre y mi tío en Villaute allá, más o menos, por el año que yo vine a este mundo. ¡Y la hicimos en una semana!, me contaba mi padre, orgulloso de su trabajo y de haber contribuido a su modo a difundir la cultura del pueblo. Hoy la disfruta un vecino de la localidad a quien el ayuntamiento se la vendió, para convertirla en hermoso merendero.
Chindasvinto

me alucina leer esos mensajes tan precisos de aquellos tiempos, que prosa tan maravillsa y sentida, son tus mensajes aunque largos breves por amenos... yo recuerdo nuchas vivencias dentro de mi con mucho cariño pero no sé expresarlas con esa maestría... eran tiempos pobres materialmente pero aquel cariño y unión los hacían divinos. He ido un dia de estos pasados par tu pueblo atrtaido por tus comentarios y lo pasé muy bién comentando vivencias con los pocos vecinos que quedan... Ahora me voy con mis hijos y esposa a Montorio, mi pueblo que hoy hace los años mi madre, por eso se llama Petra, con todos hemanos, sobrinos, tios y algún que otro primo... es de los dias mas felices del año, duele un poco que se va acercando a los ochenta pero asi pasa la vida. gracias por tus mensajes y saludos a todos del pueblo.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Hola, Emiliano, me siento muy honrado al saber que las vivencias de mi infancia te han llevado hasta aquel rinconcito del mundo donde vi la luz por primera vez (hace ya muchos, muchos años). Si hablaste con alguien de los pocos que viven habitualmente en la aldea, seguro que hablaste con Milagros, mujer risueña, vivaracha y dicharachera, la amiga preferida de mi infancia.
O sea, que viste las ruinas del horno de mi abuela ennegracidas por el humo de tantas hornadas; viste el colmenar de la huerta ... (ver texto completo)