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BUSTILLO DEL PARAMO: Amigo Chinvasdinco: Muy interesante tus artículo sobre...

Caía un sol de justicia y mi tío, con su ritmo cansino, seguía avizorando el paisaje; yo oía a lo lejos el canto de alguna curruca o algún herrerillo, pero sobre todo el de las calandrias que te salían al paso y se elevaban a lo alto o que ya estaban allí, como clavadas en el cielo, pero batiendo las alas para mantenerse en un punto fijo. Mi tío, sin embargo, oía los ruidos más singulares, esos que sóo un oído avezado sería capaz de discernir; de todos modos, esta vez no las tenía todas consigo:
-- Me ruta algo al oído y no sabría decir de dónde demontres viene.
-- ¿No será un aeroplano --decía mi abuelo-- de esos que usan ahora hasta en las guerras?
Yo me quedaba de un aire pensando en lo de rutar, porque dos días antes, con un hambre de no te menees, le había oído a mi abuela decirme: ¡ah, pillín, cómo te rutan las tripas!
Había por entonces, a la entrada de Villadiego, unas viñas que no eran ciertamente un dechado de calidad bajo el punto de vista enológico, pero servían para obtener un buen caldo del país, al que los lugareños llamaban vino churro. Como ya habían hecho la vendimia, mi tío ayudó a mi abuela a apearse de la burra y a mí me invitó a que le acompañara en la rebusca; ya fuera por inadvertencia o por incuria del vendimiador, encontró él una cepa casi intacta, con las uvas bien maduras, de un color dorado tentador:
-- Come, come, Caporal --decía mi tío-- que esto es puro almíbar; aquí te vas a poner como el chiquillo de un esquilador.
Y sí, fueron tantas las que comí que nada tiene de extraño que por la tarde sintiera unos retortijones de vientre de esos que te hacen torcer la boca y te producen una especie de sudor frío. Yo, que las estaba pasando peor que en vendimias, me acerco a mi tío con una angustia indescriptible y le digo:
-- Tío, ¿qué hago?, no me puedo resistir más.
-- Ay, Caporal, con que tienes cagurrinas ¿eh? Mira, ¿ves aquella tapia? Vete y tiras el pantalón detrás de ella.
Una vez aliviado de las miserias del cuerpo y de la angustia del espíritu, yo ya estaba listo para seguir disfrutando de ese día de asueto, si no fuera por el sol abrasador que seguía cayendo sobre la plaza del P. Florez, donde tenía lugar el mercado semanal. El doble soportal de la plaza, que nunca dejo de admirar por mucho que lo vea, era el refugio de todos los achicharrados como yo; allí estaba la señora gorda dándose aire con su toquilla, el señor coloradote a quien se le derretían los sesos y se los iba secando con el moquero a cuadros, la jovenzuela que le pedía a su madre que, disimuladamente, le aflojara un poco el justillo porque, entre eso, la chambra y las enaguas, no había forma de respirar. La madre, aunque timorata y recatada como cualquier castellana que se precie, pensaba que, en este caso lo del disimulo bien podía pasar a un segundo plano y, actuando como quien dice a la pata la llana, dejó a la pobre muchacha medio corita, mientras la eliminaba el sofocante justillo e intentaba sacarle el refajo por las piernas y la dejaba sólo las enaguas.
Ante ese espectáculo mal disimulado, a mí se me abrieron unos ojos como platos, pero mi abuela, que siempre estaba al quite en circunstancias que, según ella, lo requerían, interpuso convenientemente su cuerpo para que "el niño" no viera cosas que no le convenían. ¡Qué pena!, fue con echar el telón en una comedia de intriga.
Privado de la contemplación de lo cotidiano, me quedaba el recurso de orientarme hacia lo trascendente, por eso, a la vista de de la estatua del P. Florez, comencé a preguntarme quién sería ese señor con capisayos de monje y qué criterio seguirían para plantar la estatua de alguien en medio de la plaza del pueblo.
La respuesta no la obtuve hasta varios años después, cuando averigüé que el P. Florez era un tipo que había nacido en Villadiego (por más que la Enciclopedia Universal Sopena le haga nacer en Valladolid) hacía más de doscientos cincuenta años, es decir, sesenta años antes de que Napoleón naciera en la isla de Corcega, que había estudiado con los agustinos, que había sido un gran predicador y que había escrito una obra en más de cincuenta volúmenes titulada "La España sagrada" (continuará) Chindasvinto

Amigo Chinvasdinco: Muy interesante tus artículo sobre Villadieo, que es el Partido Judicial de mi pueblo CASTRECIAS. Un saludo amigo. Sigue en la brecha.