Cuando mis abuelos ya habían hecho las compras (unos albérchigos de la Bureba, y, a falta de las buenas cerezas del valle de Las Caderechas o de Covarrubias, unos higos de cualquier proveedor, amén de lo necesario para la labranza o el ganado, como piedralipe para las semillas, zotal para la corte del chino, el gallinero y la tenada de las ovejas), pasó mi abuelo a recogernos sospechando que estaríamos muertos de sed.
¿Qué sos parece una gaseosa fresca --nos dice, a fuer de persona generosa y comprensiva--; allí, detrás de aquella cachapera que se ve en el huerto, está la fábrica y nos la darán a mejor precio.
Hombre... --dice mi tío, como no atreviéndose a decir más.
Ni hombre ni puñetas ¡Cagüen cribas, encima de que uno hace lo que puede por tenersos contentos!.
Que no, padre --replica mi tío--, que no me ha entendido; yo quiero decir que con este calor y una sola gaseosa...
Bueno, si es por eso, almejor encontramos más de una, pero con moderación.
Mi alegría fue doble al llegar a la fábrica donde yo no pude apreciar más que una especie de lavadora que embotellaba la gaseosa: por una parte la gaseosa estaba realmente fresca y por otra, era de aquellas gaseosas que se tapaban con una bola de cristal que presionaba el gollete de la botella por dentro. Cuando empujabas con firmeza la bola de cristal para que se humdiera y poder beber así el líquido de la botella, se oía ese sschafff que produce el gas y que te invitaba a llevártelo rápidamente a la boca. Yo, aunque la sed era mucha, miraba con tanta codicia la bola de cristal como la gaseosa, porque una canica de cristal entre mis amigos tenía más valor que una docena de barro.
Pero una vez más la alegría dio paso a la decepción porque, a pesar de mis miradas, que sugerían a muchos metros de distancia que aquello me interesaba tanto como la gaseosa, la botella con su canica tuvo que quedarse allí a la espera de cualquier otro cliente menos codicioso.
Y con eso se fue acercando la hora de volver y de desandar las dos leguas de la mañana cargados con las vituallas y los achiperres de la compra. A medida que íbamos avanzando por el camino de vuelta y el sol iba ocultándose tras los oteros de Arenillas que delimitaban el horizonte, la burra, cargada con la mayor parte del peso y los demás a pie para no cargarla aún más, íbamos sintiendo la necesidad de tomarnos un respiro.
Cuando lleguemos a Fuentebuena --decía mi abuela-- nos podemos comer la merienda tumbados en la yerba.
¿Y qué tenemos de merienda? --preguntaba yo.
Hijo, hemos comprado sardinas en escabeche y de postre un albérchigo.
Conmigo no contéis --decía mi abuelo--. Yo tengo mi merienda que no necesita añadidura de esas modernas; y no en el fardillo, no, aquí, aquí --y se señalaba justo delante del hombligo. No, no se lo había comido todavía. Señalaba esa larga faja castellana que lo mismo hacía de cinturón, de refajo, de abrigo o de despensa, como en el caso de mi abuelo. Esa faja oscura que daba cuatro o cinco vueltas a la cintura, donde él guardaba celosamente un trozo de queso curado hacía ya varias cuaresmas. Eso --decía él-- y un buen tiento a la bota eran la mejor merienda para un hombre de campo.
¿Y usted, agüela, no come de ese queso que era añejo hace ya tres o cuatro años?
No, hijo, y no te mofes, porque es un queso muy bueno (lo había hecho ella); yo no lo como porque con esta dentambre que tengo no lo puedo atarazar, que si podría...
Es cierto que mi abuela tenía una dentadura mala cuando todavía no había llegado a la edad en que a uno se le puede llamar viejo, por más que un niño vea siempre a sus abuelos como gente de otra época; la higiene bucal en el medio rural estaba por entonces a años luz de lo que sería en el futuro que nos ha tocado vivir. Poco a poco las piezas de su boca iban causando una baja tras otra hasta quedar, con el tiempo, reducidas a un par de apéndices raros que destacaban como dos bayonetas clavadas en aquel campo desierto; tanto es así que unos años más tard, una de mis hijas preguntaba a su madre:
Mama, ¿por qué la abuela bis tiene cuernos en la boca?
Las risas provocadas por tan ingeniosa pregunta fueron tan colosales que tardarán en olvidarse en el círculo familiar.
Una vez puestos de nuevo en camino, cada uno iba pensando en sus cosa cuando veo que mi tío comienza a olisquear el aire en todas direcciones.
¿Qué tafeas en el aire? --le pregunta mi abuela--; haces como las ovejas en la tenada cuando acaba de dejarlas el pastor en casa; aunque, ¡demontres!, a mí también me ha llegado una tafarada como si fuera de algún perro muerto.
¿Y qué hacen las ovejas en la tenada, agüela? --le pregunto yo.
Ay, hijo, pues tafear a sus cría para saber cuál es la suya; si no, todos los corderos quedrían mamar de cualquier oveja. Sí, les distinguen por el olor. Claro que, algunas veces, como los corderos se han juntado a otra oveja o también a otros corderos, la madre se equivoca de olor y aborrece a su cría: entonces hay que amamantarles a la fuerza o darles la leche con una chupeta.
El olor que mi tío tafeaba procedía de una cárcava cerca de donde pasábamos; una pieza de caza, un conejo que había tenido la suerte, o la desgracia, de no morir cuando el cazador le disparó, pero que no pudo soportar por mucho tiempo el plomo incrustado en su cuerpo.
Pobre animal. --decía mi abuela--, tener que morir así, a los pies de un andrino, sin provecho para nadie.
Ya a la vista de la luz de algún candil en el pueblo o de algún carburo, y con el sol oculto hacía ya bastante tiempo, llegamos a la aldea con el "jersé" puesto porque, a decir de mi abuela, con el relente de la noche uno cogía friura y por eso era muy traicionero. Chindasvinto.
¿Qué sos parece una gaseosa fresca --nos dice, a fuer de persona generosa y comprensiva--; allí, detrás de aquella cachapera que se ve en el huerto, está la fábrica y nos la darán a mejor precio.
Hombre... --dice mi tío, como no atreviéndose a decir más.
Ni hombre ni puñetas ¡Cagüen cribas, encima de que uno hace lo que puede por tenersos contentos!.
Que no, padre --replica mi tío--, que no me ha entendido; yo quiero decir que con este calor y una sola gaseosa...
Bueno, si es por eso, almejor encontramos más de una, pero con moderación.
Mi alegría fue doble al llegar a la fábrica donde yo no pude apreciar más que una especie de lavadora que embotellaba la gaseosa: por una parte la gaseosa estaba realmente fresca y por otra, era de aquellas gaseosas que se tapaban con una bola de cristal que presionaba el gollete de la botella por dentro. Cuando empujabas con firmeza la bola de cristal para que se humdiera y poder beber así el líquido de la botella, se oía ese sschafff que produce el gas y que te invitaba a llevártelo rápidamente a la boca. Yo, aunque la sed era mucha, miraba con tanta codicia la bola de cristal como la gaseosa, porque una canica de cristal entre mis amigos tenía más valor que una docena de barro.
Pero una vez más la alegría dio paso a la decepción porque, a pesar de mis miradas, que sugerían a muchos metros de distancia que aquello me interesaba tanto como la gaseosa, la botella con su canica tuvo que quedarse allí a la espera de cualquier otro cliente menos codicioso.
Y con eso se fue acercando la hora de volver y de desandar las dos leguas de la mañana cargados con las vituallas y los achiperres de la compra. A medida que íbamos avanzando por el camino de vuelta y el sol iba ocultándose tras los oteros de Arenillas que delimitaban el horizonte, la burra, cargada con la mayor parte del peso y los demás a pie para no cargarla aún más, íbamos sintiendo la necesidad de tomarnos un respiro.
Cuando lleguemos a Fuentebuena --decía mi abuela-- nos podemos comer la merienda tumbados en la yerba.
¿Y qué tenemos de merienda? --preguntaba yo.
Hijo, hemos comprado sardinas en escabeche y de postre un albérchigo.
Conmigo no contéis --decía mi abuelo--. Yo tengo mi merienda que no necesita añadidura de esas modernas; y no en el fardillo, no, aquí, aquí --y se señalaba justo delante del hombligo. No, no se lo había comido todavía. Señalaba esa larga faja castellana que lo mismo hacía de cinturón, de refajo, de abrigo o de despensa, como en el caso de mi abuelo. Esa faja oscura que daba cuatro o cinco vueltas a la cintura, donde él guardaba celosamente un trozo de queso curado hacía ya varias cuaresmas. Eso --decía él-- y un buen tiento a la bota eran la mejor merienda para un hombre de campo.
¿Y usted, agüela, no come de ese queso que era añejo hace ya tres o cuatro años?
No, hijo, y no te mofes, porque es un queso muy bueno (lo había hecho ella); yo no lo como porque con esta dentambre que tengo no lo puedo atarazar, que si podría...
Es cierto que mi abuela tenía una dentadura mala cuando todavía no había llegado a la edad en que a uno se le puede llamar viejo, por más que un niño vea siempre a sus abuelos como gente de otra época; la higiene bucal en el medio rural estaba por entonces a años luz de lo que sería en el futuro que nos ha tocado vivir. Poco a poco las piezas de su boca iban causando una baja tras otra hasta quedar, con el tiempo, reducidas a un par de apéndices raros que destacaban como dos bayonetas clavadas en aquel campo desierto; tanto es así que unos años más tard, una de mis hijas preguntaba a su madre:
Mama, ¿por qué la abuela bis tiene cuernos en la boca?
Las risas provocadas por tan ingeniosa pregunta fueron tan colosales que tardarán en olvidarse en el círculo familiar.
Una vez puestos de nuevo en camino, cada uno iba pensando en sus cosa cuando veo que mi tío comienza a olisquear el aire en todas direcciones.
¿Qué tafeas en el aire? --le pregunta mi abuela--; haces como las ovejas en la tenada cuando acaba de dejarlas el pastor en casa; aunque, ¡demontres!, a mí también me ha llegado una tafarada como si fuera de algún perro muerto.
¿Y qué hacen las ovejas en la tenada, agüela? --le pregunto yo.
Ay, hijo, pues tafear a sus cría para saber cuál es la suya; si no, todos los corderos quedrían mamar de cualquier oveja. Sí, les distinguen por el olor. Claro que, algunas veces, como los corderos se han juntado a otra oveja o también a otros corderos, la madre se equivoca de olor y aborrece a su cría: entonces hay que amamantarles a la fuerza o darles la leche con una chupeta.
El olor que mi tío tafeaba procedía de una cárcava cerca de donde pasábamos; una pieza de caza, un conejo que había tenido la suerte, o la desgracia, de no morir cuando el cazador le disparó, pero que no pudo soportar por mucho tiempo el plomo incrustado en su cuerpo.
Pobre animal. --decía mi abuela--, tener que morir así, a los pies de un andrino, sin provecho para nadie.
Ya a la vista de la luz de algún candil en el pueblo o de algún carburo, y con el sol oculto hacía ya bastante tiempo, llegamos a la aldea con el "jersé" puesto porque, a decir de mi abuela, con el relente de la noche uno cogía friura y por eso era muy traicionero. Chindasvinto.
Saludos
Ahora mismo estoy como si estuviera viendo a mi abuelo Pablo Celis –de los Celis de Coculina- poniéndose la faja, que debía de tener una técnica especial, por lo larga que era, también en invierno se ponía el “tapaboquillas” que era una especie de bufanda. Algunas veces le acompañaba yo a alguno de los pueblos donde le habían llamado, porque se les había puesto malo un buey o una vaca, pues era una especie de “curandero”. Me acuerdo como si fuera hoy mismo cuando le acompañe a “La Berezosa” (Santa Coloma del Rudrón) para comprarle una cabra al pastor. que tenía una ubre que las arrastraba y la leche era para su consumo propio.
Ahora mismo estoy como si estuviera viendo a mi abuelo Pablo Celis –de los Celis de Coculina- poniéndose la faja, que debía de tener una técnica especial, por lo larga que era, también en invierno se ponía el “tapaboquillas” que era una especie de bufanda. Algunas veces le acompañaba yo a alguno de los pueblos donde le habían llamado, porque se les había puesto malo un buey o una vaca, pues era una especie de “curandero”. Me acuerdo como si fuera hoy mismo cuando le acompañe a “La Berezosa” (Santa Coloma del Rudrón) para comprarle una cabra al pastor. que tenía una ubre que las arrastraba y la leche era para su consumo propio.