Que nadie se sorprenda a la lectura de este título, sobre todo si llega a oídos de un hijo de la gran China; en Bustillo, sobre todo en los tiempos a los que me remito, nunca entró un chino, y si lo hubiera hecho sería como para haberle visto como a un marciano o a un extraterrestre cualquiera, pero nunca para practicar con él ningún rito xenófobo. Lo que pasa es que en mi aldea, a ese animal de la vista baja, nunca se le llamó gorrino, cochino ni cerdo, no; era sencillamente "el chino".
*
Dada la monotonía de los días y las horas en un pueblecito que apenas merece el nombre de tal, sino más bien el de villorrio o alquería, la matanza del cerdo era uno de los mayores acontecimientos, sencillos pero muy arraigados en el alma de cada uno, que no volvería a repetirse durante el año.
Hoy, después de casi sesenta y cinco años de aquellos hechos, describir la muerte de un animal, desde que comenzaban a oirse en todo el pueblo sus horrísonos chillidos y aparecían los primeros borbotones de sangre hasta sus últimos estertores en la agonía, carece en absoluto de los alicientes que podía tener entonces. ¿Qué pasa, somos ahora más civilizados que nuestros abuelos? No, no es eso, estamos hechos de su misma pasta y tenemos sus mismas virtudes y sus mismos defectos, incrementados éstos quizá por las mal llamadas "exigencias"
de la vida moderna. Moralmente no les hemos superado en nada y desde el punto de vista ético tampoco. Se trata sencillamente de las connotaciones que la muerte de ese animal --y la de tantos otros en circunstancias similares-- tiene con uno de los grandes misterios de la vida y de la naturaleza: el misterio del dolor que yo, personalmente, aún no he logrado digerir. ¿Por qué unos seres tienen que vivir matando a otros? ¿Por qué el león sólo puede subsistir despedazando y devorando, por imperativos de su misma naturaleza, a inocentes cervatillos de la selva? ¿Por qué la vida de unos significa la muerte y el dolor de otros? La naturaleza es sabia, decimos; sí, pero o esa sabiduría es de un género que apenas se puede llamar sabiduría tal como nosotros la concebimos, o bien encierra en sí un misterios que, como todos los misterios, no hemos logrado ni lograremos descifrar nunca. Por eso, a veces, uno se ve tentado a ver la naturaleza no como una madre, sino como una vulgar madrastra.
Una vez hechas estas observaciones, ya tenemos al chino muerto sobre la banca del sacrificio. Sólo falta chamuscarlo bien para librarlo de sus pelos inútiles y de las inmundicias adheridas a su cuerpo; es como una especie de afeitado total al fuego y un aseado a fondo no para endilgarle después una mortaja, sino para que todas sus partes sin excepción sean perfectamente aprovechables.
Tras esa labor de aseo comienzan a abrir el chino en canal para poner a buen recaudo todo su interior. El ambiente se carga de olor a vísceras, se separan las tripas, que las mujeres se encargarán de ir a lavar al río para embutir en ellas el picadillo; mi tío se dirige a mí y, como quien no quiere la cosa, me dice:
--Oye, Caporal, corre, vete donde tu agüela y dila que te dé una duerna para los sesos del chino.
Yo, más por la inveterada costumbre de acatar las órdenes de los mayores sin rechistar que por plena convicción, parto corriendo y le digo a mi abuela:
--Agüela, que dice mi tío que me dé una duerna para los sesos del chino.
-- ¡Demontres! ¿Eso te ha dicho tu tío?
--Sí, claro.
--Ay, tontilón!, ¿no ves que se están mofando de ti?
-- ¿Por qué?
--Porque los chinos tienen la sesada muy pequeña, tan pequeña, tan pequeña que casi se puede meter en un pocillo de café; anda, vete a correr con los chicos a la era.
--No, que estoy esperando a que terminen de abri el chino para que me den la bochincha.
Poco después salía yo chospando y era feliz dando patadas con los demás chicos, en la era, a la vejiga del recién sacrificado. Y era feliz porque sabía de la alegría que reinaba en casa, de la actividad febril que se respiraba en ella nada más entrar por la puerta, y era feliz porque sabía que esa alegría se iba a prolongar hasta el día siguiente o el de más allá, cuando se cocerían las morcillas en la gran caldera de cobre una vez quitado el cardenillo acumulado desde el año pasado, cuando las madres de mis amigos se pasarían por casa con un puchero para recibir su ración de calducho con un poco de mondongo, cuando se embutiría el picadillo en las tripas del chino para hacer unos hermosos chorizos y sabadeños, cuando se derretería la manteca del chino y se obtendrían unos sabrosos jerejitos, en fin, yo era feliz con la felicidad que las cosas pequeñas otorgan a una infancia sin exigencias (continuará). Chindasvinto
*
Dada la monotonía de los días y las horas en un pueblecito que apenas merece el nombre de tal, sino más bien el de villorrio o alquería, la matanza del cerdo era uno de los mayores acontecimientos, sencillos pero muy arraigados en el alma de cada uno, que no volvería a repetirse durante el año.
Hoy, después de casi sesenta y cinco años de aquellos hechos, describir la muerte de un animal, desde que comenzaban a oirse en todo el pueblo sus horrísonos chillidos y aparecían los primeros borbotones de sangre hasta sus últimos estertores en la agonía, carece en absoluto de los alicientes que podía tener entonces. ¿Qué pasa, somos ahora más civilizados que nuestros abuelos? No, no es eso, estamos hechos de su misma pasta y tenemos sus mismas virtudes y sus mismos defectos, incrementados éstos quizá por las mal llamadas "exigencias"
de la vida moderna. Moralmente no les hemos superado en nada y desde el punto de vista ético tampoco. Se trata sencillamente de las connotaciones que la muerte de ese animal --y la de tantos otros en circunstancias similares-- tiene con uno de los grandes misterios de la vida y de la naturaleza: el misterio del dolor que yo, personalmente, aún no he logrado digerir. ¿Por qué unos seres tienen que vivir matando a otros? ¿Por qué el león sólo puede subsistir despedazando y devorando, por imperativos de su misma naturaleza, a inocentes cervatillos de la selva? ¿Por qué la vida de unos significa la muerte y el dolor de otros? La naturaleza es sabia, decimos; sí, pero o esa sabiduría es de un género que apenas se puede llamar sabiduría tal como nosotros la concebimos, o bien encierra en sí un misterios que, como todos los misterios, no hemos logrado ni lograremos descifrar nunca. Por eso, a veces, uno se ve tentado a ver la naturaleza no como una madre, sino como una vulgar madrastra.
Una vez hechas estas observaciones, ya tenemos al chino muerto sobre la banca del sacrificio. Sólo falta chamuscarlo bien para librarlo de sus pelos inútiles y de las inmundicias adheridas a su cuerpo; es como una especie de afeitado total al fuego y un aseado a fondo no para endilgarle después una mortaja, sino para que todas sus partes sin excepción sean perfectamente aprovechables.
Tras esa labor de aseo comienzan a abrir el chino en canal para poner a buen recaudo todo su interior. El ambiente se carga de olor a vísceras, se separan las tripas, que las mujeres se encargarán de ir a lavar al río para embutir en ellas el picadillo; mi tío se dirige a mí y, como quien no quiere la cosa, me dice:
--Oye, Caporal, corre, vete donde tu agüela y dila que te dé una duerna para los sesos del chino.
Yo, más por la inveterada costumbre de acatar las órdenes de los mayores sin rechistar que por plena convicción, parto corriendo y le digo a mi abuela:
--Agüela, que dice mi tío que me dé una duerna para los sesos del chino.
-- ¡Demontres! ¿Eso te ha dicho tu tío?
--Sí, claro.
--Ay, tontilón!, ¿no ves que se están mofando de ti?
-- ¿Por qué?
--Porque los chinos tienen la sesada muy pequeña, tan pequeña, tan pequeña que casi se puede meter en un pocillo de café; anda, vete a correr con los chicos a la era.
--No, que estoy esperando a que terminen de abri el chino para que me den la bochincha.
Poco después salía yo chospando y era feliz dando patadas con los demás chicos, en la era, a la vejiga del recién sacrificado. Y era feliz porque sabía de la alegría que reinaba en casa, de la actividad febril que se respiraba en ella nada más entrar por la puerta, y era feliz porque sabía que esa alegría se iba a prolongar hasta el día siguiente o el de más allá, cuando se cocerían las morcillas en la gran caldera de cobre una vez quitado el cardenillo acumulado desde el año pasado, cuando las madres de mis amigos se pasarían por casa con un puchero para recibir su ración de calducho con un poco de mondongo, cuando se embutiría el picadillo en las tripas del chino para hacer unos hermosos chorizos y sabadeños, cuando se derretería la manteca del chino y se obtendrían unos sabrosos jerejitos, en fin, yo era feliz con la felicidad que las cosas pequeñas otorgan a una infancia sin exigencias (continuará). Chindasvinto