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BUSTILLO DEL PARAMO: Las largas horas del invierno...

Las largas horas del invierno
Las largas horas del invierno estaban muy lejos de ser aquellas horas en las que hay que matar el tiempo de la forma que sea. No, no eran aburridas ni nada que se le parezca; yo diría más bien que eran horas de diversión, de entretenimiento y horas de aguzar el ingenio.
En aquellos atardeceres fríos, invernales, de la provincia de Burgos, mi amigo Silvino y yo habíamos observado que los gorriones aprovechaban los agujeros de las paredes de cualquier casa para protegerse del viento helado y pasar la noche de una forma más o menos cómoda. La guarida la conocíamos pero, ¿cómo poder dar caza a esos inquilinos nocturnos que se guarecían entre cuatro y seis metros de altura y hacer un día una buena merienda según reza el dicho popular de "ave que vuela, a la cazuela"? Poner una escalera resultaba demasiado lento, costoso y poco práctico; además, al colocar la escalera, el ave se daba cuenta de lo que se cocía por fuera y ponía las alas en el espacio libre. Así un día y otro hasta que mi amigo Silvino me viene una vez, alborozado, diciendo que ya había encontrado la solución:
--Sí, mira, en la cachapera de detrás de mi casa, tirada en el suelo, hay una pértiga muy larga --decía el muy avispado, como queriendo sembrar en mí la intriga.
--Bueno, pero no quedrás ensartar al gurriato en la pértiga y subir después a por él con la escalera.
--No, hombre, no, y no seas ceporro --decía mi amigo--, la cosa es mucho más sencilla: a lo largo de la punta de la pértiga atamos una criba, la ponemos sobre el augero, restregamos la criba en la pared y el gurriato, asustado, saldrá pitando y se encontrará con la criba, la bajamos poco a poco y ya tenemos pájaro.
Eso tenía todo el aspecto de ser uno de esos inventos que poco después comenzaría a publicar el TBO, pero lo cierto es que iba a dar unos resultados mejores de lo esperado, aunque no así precisamente el primer día, cosa que podía habernos llevado a abandonar una idea tan luminosa. ¿Por qué?
Pues resulta que decidimos comenzar por la casa de Alejandro, que era la que más agujeros aprovechables tenía en la pared. Al ir acercándonos a ella con una criba atada a la punta de una pértiga y con cierto miedo de que alguien nos viera de esa guisa, el gato de Alejandro estaba al pie de la pared dando unos maullidos que se oían en media aldea. Silvino, que ya se había percatado antes de que yo me diera cuenta de nada, se para y se queda titubeando.
-- ¿Qué pasa --le digo--, ¿algo no funciona?
--Sí, todo funciona, pero ese gato me saca de quicio, ¿no oyes cómo está mayando?
--Déjale que maye, nosotros a lo nuestro.
--No, porque estoy seguro de que Alejandro va a salir y nos va a pillar con las manos en la masa. ¡De qué buena gana le arrearía un cogotazo a ese imbécil de gato!
-- ¡Hombre! No saques las cosas de quicio --le decía yo, viendo peligrar nuestro primer día de caza.
Aunque todo el invento corrió el peligro de irse al garete, los días siguientes dio unos resultados bastante aceptables; el único requisito era ir deambulando con el artilugio de una pared a otra después de cada una de las intervenciones porque, al restregar la criba por la pared, los gorriones huían despavoridos como alma que lleva el diablo y todos los agujeros quedaban vacíos de inquilinos. De todos modos, esto le permitió a Silvino quedar como un inventor práctico (continuará). Chindasvinto