Cuando en el rigor del invierno burgalés caían las primeras nieves, o las segundas, o las terceras, porque a mí me da la impresión de que entonces nevaba más que ahora, las horas en la aldea seguían sin ser tristes ni aburridas. El solo hecho de tener que abrir una gran zanja en la nieve, zanja que en algunos lugares se convertía en túnel, era un motivo más de alegría y un entretenimiento del que no se podía disfrutar en el resto del año.
Quizá la opinión de los mayores, que eran los encargados de abrir esas vías de comunicación improvisadas, fuera distinta de la de los jóvenes, y era natural, porque ellos tenían que verlo bajo el punto de vista del trabajo y los jóvenes bajo el otro, muy distinto, de la diversión. Quien tenía polainas se las ponía en esos días crudos del invierno y caminaba por la nieve como un auténtico Napoleón, y quien no las tenía se las inventaba envolviéndose las piernas, juntamente con el pantalón, en unas largas tiras de tela pardusca, semejantes a la larga faja castellana, pero mucho más estrechas; los efectos eran muy parecidos: evitar que los pantalones y las piernas quedaran chorreando al contacto con la nieve.
Cuando había nevado copiosamente, una vez recuperada la calma, las posibilidades eran tantas que era difícil elegir:
-- ¿Quieres que demos una vuelta por los linares –preguntaba mi amigo Alfonso, acompañado de Silvino— y sigamos la pista a alguna perdiz? Puede ser divertido, y si además cobramos pieza…
--Sí, ¿pero cómo nos las arreglamos para coger una perdiz con lo que vuelan?
--Lo primero que hay que hacer es encontrar el rastro en la nieve. Si lo encontramos y lo seguimos hasta donde están las perdices entonces, antes de espantarlas para que vuelen, de los tres dos tenemos que ir a lugares distintos porque no sabemos hacia dónde volarán.
--Y tú crees que con eso podremos cogerlas? –preguntaba yo un poco intrigado de que a ellos les pareciera tan fácil.
--Sí, porque las perdices dan un solo volido y ya no tienen fuerzas para dar otro, y si le dan es muy pequeño.
Efectivamente, dar con el rastro de las perdices no era difícil, como tampoco lo era dar con el del raposo o, en casos más extremos y cuando la nieve había cubierto durante muchos días la tierra, incluso el rastro del lobo, que se acercaban al poblado para dar con una gallina o cualquier otro animal incauto y desprevenido que se hubiera arriesgado a salir de casa. Lo difícil era conseguir que las perdices volaran hacia donde uno de nosotros estaba apostado; por eso, esas cacerías pedestres siempre terminaban en fracaso, pero, bien miradas las cosas, a nosotros que nos quitaran lo corrido.
Una vez recuperada la calma, después de una intensa nevada, la nieve, por sí misma, ya tenía sus buenos alicientes, pero el hecho mismo de contemplar una copiosa nevada, sobre todo si venía acompañada de viento huracanado, no era menos espectacular. Cualquier elevación del terreno, cualquier linde, cualquier objeto de cierto bulto daba lugar a que detrás de él se formara un montículo de nieve que cambiaba de forma en unos instantes. Cualquier rama de árbol, cualquier esquina de una casa expuesta a la intemperie daba lugar a que el viento, soplando con fuerza, produjera aquella especie de lamento que se produce cuando el viento se cuela por las rendijas de una construcción desvencijada.
--Agüela, me voy a casa de Alfonso para jugar un rato.
--Pero hijo –decía mi abuela--, ¿no ves cómo está nevando? Mira, mira qué montones de nieve ha hecho la cellisca allí, detrás del horno. ¿Dónde vas con este tiempo? Lo mejor que podrías hacer es atizar un poco la gloria y arrebujarte bien en esa manta hasta la hora de comer.
--Pero, agüela, es que hoy todavía no hay espurrido las piernas –le decía yo en plan de protesta-- y espurrir las piernas dicen que es muy bueno.
--Sí, es bueno, pero a su debido tiempo. ¿Cómo quieres salir de casa ahora, si estás aterido de frío? Mira, si te empeñas, al menos atúsate un poco el pelo y ponte un tapabocas o, por lo menos, la anguarina de tu agüelo por la cabeza, para que no te dé una airada, porque esta cellisca es muy traicionera; y ponte este otro pantalón, porque vas hecho un Adán; ¡ah, y las almadreñas!
--Sí, agüela, y además me pondré las polainas para que no se mojen los pantalones.
Yo, lo que quería era salir de casa sin la firme oposición de mis abuelos o de mi tío; lo demás: que si la cellisca, que si las airadas, que si los pantalones mojados, en realidad, me importaba bien poco. Además, yo sabía muy bien que eso era una excusa de mi abuela, porque a ella tampoco le importaba demasiado esperar hasta eso de las ocho de la noche e ir a casa de Francisco y Manuela, con cellisca o sin ella, para, a la luz del carburo y al calor animal del ganado de la tenada, echar unas partidas al julepe.
Entre los juegos populares que entonces estaban de moda y que ignoro por qué medios llegaban a la aldea desde otros ambientes estaban el marro, los cacos, las canicas y los tres navíos entre los chicos, además de la clásica peonza o trompa, como la llamaban mis amigos, y las tabas y los alfileres entre las chicas.
De todos ellos el preferido quizá fuera el de los tres navíos porque se solía jugar por la tarde cuando la luz ya comenzaba a escasear y había que esconderse lo mejor posible. Al jugarse en grupo y ser la aldea pequeña, solíamos pedir la colaboración de las dos o tres chicas de nuestra edad, que no se mostraban demasiado reticentes a la hora de arrimar el hombro.
Por supuesto, a nadie le extrañará que fuera el juego preferido ya que, dadas las circunstancias en que había que jugarlo, siempre había la oportunidad de alargar furtivamente la mano un poco más allá de lo que hubiera sido normal a plena luz del día, y no por reparo personal, sino por temor a los posibles moros que pudiera haber en la costa.
--Ojo, Silvino, que te veo venir –decía Julia con tan mal disimulado enfado que casi era una invitación a llevar el juego por esos derroteros--, que a ti se te mueve mucho la mano: ¡ni que tuvieras perlesía!
-- ¡Hombre, Julia! –respondía Silvino-- es que te veo siempre subida en pinganitos y mi mano está muy atenta para que no te des una morrada.
Y Silvino seguía con sus juegos que a Julia le sacaban de quicio, no se sabe si por atrevidos o por inocentes y bienintencionados.
--Que no me pellisques, modorro, decía Julia.
--Bueno, bueno –replicaba Silvino resignado--, hoy te veo muy arisca.
Si a todo esto se unía el aliciente de hacerlo bajo la lluvia, el viento o la cellisca, nadie podrá decir que las largas horas del invierno en una aldea de sólo dos puñados de habitantes eran monótonas y aburridas (continuará) Chindasvinto
Quizá la opinión de los mayores, que eran los encargados de abrir esas vías de comunicación improvisadas, fuera distinta de la de los jóvenes, y era natural, porque ellos tenían que verlo bajo el punto de vista del trabajo y los jóvenes bajo el otro, muy distinto, de la diversión. Quien tenía polainas se las ponía en esos días crudos del invierno y caminaba por la nieve como un auténtico Napoleón, y quien no las tenía se las inventaba envolviéndose las piernas, juntamente con el pantalón, en unas largas tiras de tela pardusca, semejantes a la larga faja castellana, pero mucho más estrechas; los efectos eran muy parecidos: evitar que los pantalones y las piernas quedaran chorreando al contacto con la nieve.
Cuando había nevado copiosamente, una vez recuperada la calma, las posibilidades eran tantas que era difícil elegir:
-- ¿Quieres que demos una vuelta por los linares –preguntaba mi amigo Alfonso, acompañado de Silvino— y sigamos la pista a alguna perdiz? Puede ser divertido, y si además cobramos pieza…
--Sí, ¿pero cómo nos las arreglamos para coger una perdiz con lo que vuelan?
--Lo primero que hay que hacer es encontrar el rastro en la nieve. Si lo encontramos y lo seguimos hasta donde están las perdices entonces, antes de espantarlas para que vuelen, de los tres dos tenemos que ir a lugares distintos porque no sabemos hacia dónde volarán.
--Y tú crees que con eso podremos cogerlas? –preguntaba yo un poco intrigado de que a ellos les pareciera tan fácil.
--Sí, porque las perdices dan un solo volido y ya no tienen fuerzas para dar otro, y si le dan es muy pequeño.
Efectivamente, dar con el rastro de las perdices no era difícil, como tampoco lo era dar con el del raposo o, en casos más extremos y cuando la nieve había cubierto durante muchos días la tierra, incluso el rastro del lobo, que se acercaban al poblado para dar con una gallina o cualquier otro animal incauto y desprevenido que se hubiera arriesgado a salir de casa. Lo difícil era conseguir que las perdices volaran hacia donde uno de nosotros estaba apostado; por eso, esas cacerías pedestres siempre terminaban en fracaso, pero, bien miradas las cosas, a nosotros que nos quitaran lo corrido.
Una vez recuperada la calma, después de una intensa nevada, la nieve, por sí misma, ya tenía sus buenos alicientes, pero el hecho mismo de contemplar una copiosa nevada, sobre todo si venía acompañada de viento huracanado, no era menos espectacular. Cualquier elevación del terreno, cualquier linde, cualquier objeto de cierto bulto daba lugar a que detrás de él se formara un montículo de nieve que cambiaba de forma en unos instantes. Cualquier rama de árbol, cualquier esquina de una casa expuesta a la intemperie daba lugar a que el viento, soplando con fuerza, produjera aquella especie de lamento que se produce cuando el viento se cuela por las rendijas de una construcción desvencijada.
--Agüela, me voy a casa de Alfonso para jugar un rato.
--Pero hijo –decía mi abuela--, ¿no ves cómo está nevando? Mira, mira qué montones de nieve ha hecho la cellisca allí, detrás del horno. ¿Dónde vas con este tiempo? Lo mejor que podrías hacer es atizar un poco la gloria y arrebujarte bien en esa manta hasta la hora de comer.
--Pero, agüela, es que hoy todavía no hay espurrido las piernas –le decía yo en plan de protesta-- y espurrir las piernas dicen que es muy bueno.
--Sí, es bueno, pero a su debido tiempo. ¿Cómo quieres salir de casa ahora, si estás aterido de frío? Mira, si te empeñas, al menos atúsate un poco el pelo y ponte un tapabocas o, por lo menos, la anguarina de tu agüelo por la cabeza, para que no te dé una airada, porque esta cellisca es muy traicionera; y ponte este otro pantalón, porque vas hecho un Adán; ¡ah, y las almadreñas!
--Sí, agüela, y además me pondré las polainas para que no se mojen los pantalones.
Yo, lo que quería era salir de casa sin la firme oposición de mis abuelos o de mi tío; lo demás: que si la cellisca, que si las airadas, que si los pantalones mojados, en realidad, me importaba bien poco. Además, yo sabía muy bien que eso era una excusa de mi abuela, porque a ella tampoco le importaba demasiado esperar hasta eso de las ocho de la noche e ir a casa de Francisco y Manuela, con cellisca o sin ella, para, a la luz del carburo y al calor animal del ganado de la tenada, echar unas partidas al julepe.
Entre los juegos populares que entonces estaban de moda y que ignoro por qué medios llegaban a la aldea desde otros ambientes estaban el marro, los cacos, las canicas y los tres navíos entre los chicos, además de la clásica peonza o trompa, como la llamaban mis amigos, y las tabas y los alfileres entre las chicas.
De todos ellos el preferido quizá fuera el de los tres navíos porque se solía jugar por la tarde cuando la luz ya comenzaba a escasear y había que esconderse lo mejor posible. Al jugarse en grupo y ser la aldea pequeña, solíamos pedir la colaboración de las dos o tres chicas de nuestra edad, que no se mostraban demasiado reticentes a la hora de arrimar el hombro.
Por supuesto, a nadie le extrañará que fuera el juego preferido ya que, dadas las circunstancias en que había que jugarlo, siempre había la oportunidad de alargar furtivamente la mano un poco más allá de lo que hubiera sido normal a plena luz del día, y no por reparo personal, sino por temor a los posibles moros que pudiera haber en la costa.
--Ojo, Silvino, que te veo venir –decía Julia con tan mal disimulado enfado que casi era una invitación a llevar el juego por esos derroteros--, que a ti se te mueve mucho la mano: ¡ni que tuvieras perlesía!
-- ¡Hombre, Julia! –respondía Silvino-- es que te veo siempre subida en pinganitos y mi mano está muy atenta para que no te des una morrada.
Y Silvino seguía con sus juegos que a Julia le sacaban de quicio, no se sabe si por atrevidos o por inocentes y bienintencionados.
--Que no me pellisques, modorro, decía Julia.
--Bueno, bueno –replicaba Silvino resignado--, hoy te veo muy arisca.
Si a todo esto se unía el aliciente de hacerlo bajo la lluvia, el viento o la cellisca, nadie podrá decir que las largas horas del invierno en una aldea de sólo dos puñados de habitantes eran monótonas y aburridas (continuará) Chindasvinto