Cuando las últimas nieves del invierno se habían derretido y los grandes barrizales de los caminos habían dejado de ser auténticos atolladeros, era una verdadera liberación poder dirigirse a los campos o subir al páramo y contemplar el horizonte por los cuatro puntos cardinales a la misma altura de la cabeza.
La inmensa bóveda del cielo en modo alguno causaba la impresión de sobrecogimiento, sino más bien de libertad y de impulso a recorrer con la imaginación hasta donde la vista llegaba a dominar. Antaño esas inmensas planicies, donde los vientos del invierno sólo permitían la supervivencia de las plantas más austeras y resistentes, estaban en buena parte cubiertas de piedras que nadie se había molestado en amontonar puesto que el terreno que quedaba libre al hacerlo, sólo iba a producir plantas raquíticas por la dureza del clima, por la dificultad que suponía su explotación, por el trabajo que exigían y lo poco que prometían y por la falta de abonos capaces de mejorar sustancialmente su calidad.
Pero las plantas endémicas, aquellas que siempre habían resistido la dureza del clima y habían superado las mayores dificultades de adaptación, esas saludaban al caminante por doquier, e incluso aparecían poco a poco aquellas que se hallaban con mayor dificultad para establecerse definitivamente en clima tan austero.
-- ¿Qué clase de planta es esa que tiene una flor tan rara y que yo nunca hay visto por ninguna otra parte del pueblo? --decía Alfonso, como quien ha hecho un descubrimiento que vale la pena tener en cuenta.
-- ¡Bah! --pontificaba Silvino, como si fuera la cosa más evidente--, eso es una cardencha.
-- ¡Hala, hala, una cardencha!, --intervenía Alfonso-- ¿tú sabes lo que es una cardencha?, es lo que la gente llama un hisopo, porque hace unas cabezas parecidas a los hisopos de los curas, sí, esos hisopos con los que te echan agua algunas veces en la iglesia sin mirar si tienes puesta la ropa de los domingos o los pantalones de pelar.
La explicación no era demasiado científica, pero tenía razón Alfonso. Yo hasta algunos años después no supe que se trataba de un ranúnculo, también llamado botón de oro, planta de la que algunas variedades incluso se cultivan en los jardines.
Pero a mí, la que más me llamaba la atención y con la que yo solía hacer pequeños manojos que olían a manzanilla seca o a té de roca, era la Perpetua. Ahora sé que vulgarmente se llama perpetua, pero entonces no lo sabía ni había quien me lo pudiera decir, porque tampoco lo sabían. Lo cierto es que no sé por qué se llama perpetua, ya que, cuando se le secan las flores y se desintegran en la misma planta, no quedan más que unas cuantas hierbas parduscas, secas y quebradizas que incluso los buenos conocedores tendrían dificultad para asegurar que se trata de una mal llamada perpetua (continuará) Chindasvinto.
La inmensa bóveda del cielo en modo alguno causaba la impresión de sobrecogimiento, sino más bien de libertad y de impulso a recorrer con la imaginación hasta donde la vista llegaba a dominar. Antaño esas inmensas planicies, donde los vientos del invierno sólo permitían la supervivencia de las plantas más austeras y resistentes, estaban en buena parte cubiertas de piedras que nadie se había molestado en amontonar puesto que el terreno que quedaba libre al hacerlo, sólo iba a producir plantas raquíticas por la dureza del clima, por la dificultad que suponía su explotación, por el trabajo que exigían y lo poco que prometían y por la falta de abonos capaces de mejorar sustancialmente su calidad.
Pero las plantas endémicas, aquellas que siempre habían resistido la dureza del clima y habían superado las mayores dificultades de adaptación, esas saludaban al caminante por doquier, e incluso aparecían poco a poco aquellas que se hallaban con mayor dificultad para establecerse definitivamente en clima tan austero.
-- ¿Qué clase de planta es esa que tiene una flor tan rara y que yo nunca hay visto por ninguna otra parte del pueblo? --decía Alfonso, como quien ha hecho un descubrimiento que vale la pena tener en cuenta.
-- ¡Bah! --pontificaba Silvino, como si fuera la cosa más evidente--, eso es una cardencha.
-- ¡Hala, hala, una cardencha!, --intervenía Alfonso-- ¿tú sabes lo que es una cardencha?, es lo que la gente llama un hisopo, porque hace unas cabezas parecidas a los hisopos de los curas, sí, esos hisopos con los que te echan agua algunas veces en la iglesia sin mirar si tienes puesta la ropa de los domingos o los pantalones de pelar.
La explicación no era demasiado científica, pero tenía razón Alfonso. Yo hasta algunos años después no supe que se trataba de un ranúnculo, también llamado botón de oro, planta de la que algunas variedades incluso se cultivan en los jardines.
Pero a mí, la que más me llamaba la atención y con la que yo solía hacer pequeños manojos que olían a manzanilla seca o a té de roca, era la Perpetua. Ahora sé que vulgarmente se llama perpetua, pero entonces no lo sabía ni había quien me lo pudiera decir, porque tampoco lo sabían. Lo cierto es que no sé por qué se llama perpetua, ya que, cuando se le secan las flores y se desintegran en la misma planta, no quedan más que unas cuantas hierbas parduscas, secas y quebradizas que incluso los buenos conocedores tendrían dificultad para asegurar que se trata de una mal llamada perpetua (continuará) Chindasvinto.