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Pueblo y paisaje, FUENTE URBEL

VALDEAYAS, CONCHA DE LUZ
El viajero no sobe si en tiempos pasados hubo magia para bautizar parajes, pero magia casi todos los del pueblo la tienen y de modo singular algunos donde la bucólico y el mito se hermana. Tienen todo el privilegio de estar escondidos, impenetrables casi. El viajero ha tenido la fortuna de encontrar, en un pueblo yermo y torvo en casi todas las estaciones del año, cuatro o cinco rincones con este estrepitoso numen. Están en los confines o en el lindero que dicen allá en su pueblo, Santa Cruz del Tozo. Se puede ir en burro o en carro o a pie y en cualquier medio se tarda lo mismo. Es además un buen ejercicio a no dudarlo. De lo que sí hay dudas y fundadas es de si hubo en algún momento un viajero siquiera dispuesto a darle publicidad al rincón. Posiblemente le pudo el pudor y nunca quiso romper la intimidad. En el susodicho pueblo (donde hasta bien poco ha, se hacían campanas) hay cuatro puntos cardinales del placer. La Zarcera, al Norte, en la cual hay un río frío y limpio como los recién estrenados y pájaros aún ininventariados. Allí en la Zarcera oyó por vez primero el viajero la música del tiempo pasado y sólo rota por la inmensa corneta del búho de todas las noches. El maleficio lo rompió el viajero pensando que allí no es posible la muerte. Al Sur, muy hundido al Sur, está la concha más bella del Mundo que tiene un nombre todo poesía: Valdeayas. El nombre no responde a nada o mejor dicho a todo Sonoridad dulce y eso le basta. Entrar en Valdeayas es del mismo rango que entrar en un templo. Hay recogimiento en el pórtico y pasando el umbral, la vista se escapa al fondo y a los lados. Y sucede lo propio de estos casos. La lengua enmudece y el oído aturde. Hablan todas las cosas a la vez sin molestarse. Si hubiera que poner título por esa manía maldita de titularlo todo sería éste: concha de luz. Y en el fondón, agua Agua hay poca, pero tan exquisita que el viajero la ha visto tan limpia, tan de cristal enfadado que nunca le supo mejor. La luz, porque la concha la recibe toda y la reverbera y la vuelve a proyectar indefinidamente. Cuesta creerlo, pero no hay más remedio Valdeayas es en medio de un sinfín atolondrado de berezosas y espinales y montecillos, el mejor rincón que creó la naturaleza en el valle. Allí el silencio es regocijo y la calma frenesí. En el seno de la concha hay de todo: cuevecillas de raposos poco comunes; cangrejillos en su riachuelo de las más tiernas formas y colores. En las costanillas de sus tres dulces laderas aparecen bien arropadas por las piedrecillas con ángel agujereado una docena de ilagas o aliagas o ulagas —que de todo dicen por allá— más o menos estratégicamente dispuestas. En el conjunto asoman algunos que otros presumidos riscos que hacen vigilia permanente; son los centinelas de Valdeayas.
Al Este hay un terruño que la gente llama Sollama. Sollama en los años buenos es la trape del pueblo y la gente lo mima, lo patea, lo vigila con celo. Sus tierras se enfunfurruñan si no. Al Oeste —-en este pueblo también lo hay—- está la desértica Quemada. La historia al viajero no se la han contado. Debe haber un pacto secreto entre sus gentes para olvidar el asunto. Todo está estrepitosamente desierto. Sólo la retama y el respliego tiene allí dominio sin fin. Dicen, cuentan que la cosa se olvidaría mejor si la Quemada fuese de nuevo echada a la vida. La cosa, a pesar de todo, cuesta. Tiene mucha historia en sus peladas costillas.
En el pueblo —el viajero da fe— hay arrugas y felicitaciones a cientos, Debe ser la mezcla de tanto don y desgracia. Debe ser la triste historia de esa Castilla de siempre que con tan buena voz cantó Machado: «Castilla Inmortal, Castilla de la muerte».
* Hemeroteca del Diario de Burgos. Escrito por Juan José Pérez Solana
(18 de Julio de 2024)