Aquella noche, el miedo pudo más. La suerte de cinco hombres dependió de la decisión de un hombre con fiebre. Debían separarse para siempre. Tenían que huir. Una vez más, los antiguos gessa, los tabú del clan de los MacNjil, tenían razón. No podían continuar juntos. Habían esculpido bien. Por fin, se había hecho piedra la norma que exigía la estricta observancia de una tradición milenaria que habían aprendido en tierras lejanas.
Sin embargo, todo se había complicado cuando quisieron esculpir un número indeterminado de gatos. Esta última decisión les había costado la incomprensión. Alguien los había delatado, seguramente porque ese alguien pensó que nadie en su sano juicio podía querer colocar las esculturas de unos gatos como símbolo cristológico, como animales guardianes de un templo cristiano. Sólo a ellos, a unos extranjeros. El precio de su última decisión no se hizo esperar. Mientras en la cercana cantera del templo acababan de esculpir el precioso cuerpo de un gato, un vecino comunicó a los canteros que un grupo de siete clérigos había llegado desde Burgos preguntando por ellos.
Aidan de Murlough, miembro del antiguo y respetado clan de los MacNjil, conocía lo que significaba la incomprensión de los otros. Tal vez por eso, no temía tanto el fuego de la fiebre como el desprecio con el que aquella mañana le había hablado el arcediano franco que había acudido a contemplar, hacía ya más de una semana, las obras de un remoto templo cristiano porque le habían llegado rumores de que en las fuentes del río Urbel se estaba construyendo un templo pagano.
-Maestro, -le había dicho en un latín eclesiástico perfecto-, gracias a Dios, el pueblo tendrá algo lejos de sus miradas los capiteles historiados del ábside, porque son una provocación, un canto a los cultos paganos. Pero, lo de querer esculpir gatos en la portada es la gota definitiva.
Sin embargo, todo se había complicado cuando quisieron esculpir un número indeterminado de gatos. Esta última decisión les había costado la incomprensión. Alguien los había delatado, seguramente porque ese alguien pensó que nadie en su sano juicio podía querer colocar las esculturas de unos gatos como símbolo cristológico, como animales guardianes de un templo cristiano. Sólo a ellos, a unos extranjeros. El precio de su última decisión no se hizo esperar. Mientras en la cercana cantera del templo acababan de esculpir el precioso cuerpo de un gato, un vecino comunicó a los canteros que un grupo de siete clérigos había llegado desde Burgos preguntando por ellos.
Aidan de Murlough, miembro del antiguo y respetado clan de los MacNjil, conocía lo que significaba la incomprensión de los otros. Tal vez por eso, no temía tanto el fuego de la fiebre como el desprecio con el que aquella mañana le había hablado el arcediano franco que había acudido a contemplar, hacía ya más de una semana, las obras de un remoto templo cristiano porque le habían llegado rumores de que en las fuentes del río Urbel se estaba construyendo un templo pagano.
-Maestro, -le había dicho en un latín eclesiástico perfecto-, gracias a Dios, el pueblo tendrá algo lejos de sus miradas los capiteles historiados del ábside, porque son una provocación, un canto a los cultos paganos. Pero, lo de querer esculpir gatos en la portada es la gota definitiva.