Sin decir nada más, el anciano sacerdote se levantó de la piedra y, sin volver la vista atrás, se perdió por un estrecho camino que se adentraba en el corazón de un antiguo robledal. Mientras lo veía marchar, Aidan pensó que el viejo sacerdote todavía conservaba con orgullo la noble sabiduría de los últimos druidas. Después, tomó la decisión de no oponerse a su destino; un destino que había sido dictado por un ángel del buen Dios. Además, Aidan creyó que la máxima de Horacio con la que se había despedido el viejo sacerdote era toda una premonición: Quienes atraviesan los mares cambian de cielo pero no de alma.