Aquel lejano día de su encuentro con el viejo sacerdote, Aidan había vuelto a comprobar cómo la fe puede dirigir las voluntades de los hombres por caminos en apariencia intransitables. Al cabo de uno cuantos días de viaje, el grupo encontró el sendero de piedra y dirigió sus pasos en busca de unas fuentes en las que el agua era sagrada y se encargaba tanto de fundir y dar forma a los duros metales como de sanar a los hombres y animales.
El camino no fue fácil. Además, en más de una ocasión, las dudas asaltaron al grupo. Sobre todo, cuando se encontraban con cuadrillas de canteros que se dirigían a emplearse en las grandes obras que se estaban realizando a lo largo del camino de occidente. Sin embargo, Aidan fue obstinado. Ese templo que le había profetizado un viejo sacerdote era una oportunidad única. Las últimas palabras de su abuelo antes de marchar de casa para formarse en el monasterio se habían convertido en realidad:
-Aidan, recuerda siempre que la existencia del hombre no es nada sin el fuego de la luz, la vida del agua y la meditación de las palabras sabias que el buen Dios nos dicta a través de los hombres y la naturaleza.
Aidan lo sabía. Por eso, durante el camino, había ido dando vueltas a la imagen perfecta que quería dedicar al buen Dios, aquel que sus antepasados habían conocido bajo el nombre de Dagda:
-Esculpiré -se repetía constantemente Aidan- una figura sedente que sostenga con unas largas tenazas un objeto apoyado en un yunque, haciendo que otro personaje golpeé el metal con un martillo o clava, al tiempo que una enorme ave coma de ello y defeque sobre un caldero. De esta manera, podré colocar al buen Dios, bajo la forma antigua de Dagda, en el ábside, el lugar que por derecho propio le corresponde.
El camino no fue fácil. Además, en más de una ocasión, las dudas asaltaron al grupo. Sobre todo, cuando se encontraban con cuadrillas de canteros que se dirigían a emplearse en las grandes obras que se estaban realizando a lo largo del camino de occidente. Sin embargo, Aidan fue obstinado. Ese templo que le había profetizado un viejo sacerdote era una oportunidad única. Las últimas palabras de su abuelo antes de marchar de casa para formarse en el monasterio se habían convertido en realidad:
-Aidan, recuerda siempre que la existencia del hombre no es nada sin el fuego de la luz, la vida del agua y la meditación de las palabras sabias que el buen Dios nos dicta a través de los hombres y la naturaleza.
Aidan lo sabía. Por eso, durante el camino, había ido dando vueltas a la imagen perfecta que quería dedicar al buen Dios, aquel que sus antepasados habían conocido bajo el nombre de Dagda:
-Esculpiré -se repetía constantemente Aidan- una figura sedente que sostenga con unas largas tenazas un objeto apoyado en un yunque, haciendo que otro personaje golpeé el metal con un martillo o clava, al tiempo que una enorme ave coma de ello y defeque sobre un caldero. De esta manera, podré colocar al buen Dios, bajo la forma antigua de Dagda, en el ábside, el lugar que por derecho propio le corresponde.