Cuando se había producido esta breve conversación entre Aidan y Eunan ya hacía más de dos años de la aparición del grupo de extraños canteros por las fuentes del río Urbel. Nadie de esos lugares, hombres y mujeres honestos y trabajadores, había preguntado nada. Sus prácticas y forma de vida no dejaban ningún lugar para la duda. A pesar de su diferente ropa y de sus extrañas costumbres, su fe no tenía resquicios. Eran verdaderos y buenos cristianos. Los pocos pobladores de aquel magnífico paraje lo tuvieron claro desde el primer momento. Necesitaban buenos canteros y estos hombres lo eran. Los lugareños sabían que jamás podrían contar con la sabiduría de todos aquellos que habían aprendido el oficio a la sombra del gran monasterio de Silos. Sin embargo, el buen Dios, una fría mañana de primavera les había traído un grupo de hombres que, a pesar de casi no hablar, trabajaban espléndidamente la piedra. Eran extranjeros. El mar, las montañas, el sendero de piedra y la fama de sus aguas sagradas los habían conducido hasta ellos. Trabajaban bien la piedra, No importaba nada más. Querían construir una iglesia. Ellos les ayudaron. Durante esos años, nadie se quejó de nadie. No eran amigos, pero tampoco unos extraños. Esos hombres que les había traído el mar usaban pocas palabras. Las gentes buenas de Fuente Urbel también se formaban de generación en generación en el silencio, su profunda fe y el trabajo honesto.