Las
ruinas del
Monasterio benedictino de
San Pedro de Arlanza se encuentran en la
sierra de las Mamblas, en el término de
Hortigüela. En un recodo del tramo encajado del Arlanza, donde la labor erosiva del
río sobre la
roca caliza ha convertido el
valle en agreste cañón, tupido de bosques de encina y sabina albar.
Según la leyenda, su origen se remonta a un modesto
santuario que surgió, aprovechando unas antiguas construcciones
romanas y visigodas, para permitir el culto de los anacoretas que vivían en las abundantes
cuevas de los alrededores.
Según se describe en varios documentos, de dudosa autenticidad, el cenobio fue fundado en el siglo X por los condes de Lara, Gonzalo Fernández y Muniadona, progenitores de Fernán González. Por este motivo, se convirtió en el monasterio más influyente de la Castilla condal gracias al apoyo de dicho personaje castellano. Siguiendo sus deseos, el conde Fernán González y su esposa doña Sancha estuvieron enterrados en el monasterio hasta su traslado a la
Colegiata de
Covarrubias en 1841.
El engrandecimiento que experimentó el señorío de Arlanza, gracias a la labor tanto de Fernán González como de sus descendientes, favoreció la construcción de una espectacular
iglesia románica en el lugar donde se encontraba el primitivo cenobio. Iniciada en el año 1080, constaba de una planta basilical con tres naves de cuatro cuerpos, sin transepto acusado, y una destacada cabecera triabsidal. Los tres
ábsides están comunicados por
arcos doblados de medio punto, y se articulan en su alzado mediante dos líneas de imposta.
En el
ábside central aparece como decoración una serie de
capiteles y una arquería ciega que cobija los vanos, recurso propio del
románico. Se piensa que, originariamente, toda la cabecera contó con una acusada elaboración visible en la presencia de
columnas dobles o
ventanas decoradas, después sustituidas por elementos más simples.
Algo posteriores, pero también de estilo románico, son la
torre de aspecto defensivo y la sala capitular. Esta última y el interior de los ábsides estaban decorados con frescos tardorrománicos que representaban animales mitológicos. A finales del siglo XV, la iglesia sufrió una reforma, en la que, al parecer, debió intervenir Simón de Colonia. Dicha actuación afectó al ábside central, que fue elevado, cubriéndose con una
bóveda de cuatro nervios reforzada al exterior mediante grandes contrafuertes.
Las otras naves también se dotaron de mayor iluminación con la apertura de vanos. Las transformaciones del primitivo recinto
medieval continuaron a lo largo del siglo XVI, modificándolo notablemente. Se introdujeron cambios en las dependencias claustrales y un nuevo refectorio, se modificó el
pórtico occidental, y probablemente se elevó la torre con el cuerpo de
campanas. En el siglo XVII, se construyó un nuevo
claustro con aires herrerianos.
Como consecuencia de la Desamortización de Mendizábal en el siglo XIX, los monjes de este monasterio se vieron obligados a abandonarlo, y el lugar quedó expuesto a todo tipo de hurtos. En 1846, se procedió a la subasta del conjunto monástico, y así pasó a manos privadas. Desde ese momento, el deterioro fue en aumento, sobre todo tras el incendio acaecido en 1894. Por esta razón, muchos de sus restos fueron trasladados a distintos
museos nacionales y extranjeros, entre ellos, la soberbia y muy decorada
portada románica de la iglesia, hoy conservada en el
Museo Arqueológico Nacional de
Madrid.
A partir de los años cincuenta del siglo XX, se abordó un decidido intento de recuperar este
monumento, pero no llegó a consolidarse. De sus nostálgicas y monumentales ruinas tan sólo quedan hoy los restos de la espectacular iglesia románica, el arranque de los gigantescos pilares que sostuvieron sus naves, los tres ábsides semicirculares, la torre, así como las dependencias monacales y los dos
claustros.
La Leyenda
Cuenta la leyenda que estando el conde Fernán González de
cacería por unos
valles angostados del condado de su padre, cuando un enorme jabalí le salió al paso. Intentando darle
caza, el conde perdió todo cuidado, yendo a caer a una
cueva donde vivía un
santo ermitaño. Este le profetizó un futuro muy brillante, tanto a él como a su
familia, viendo como ellos llevarían a Castilla hasta su independencia y hacia un próspero futuro.
Una vez se cumplieron la mayoría de los presagios del monje, el conde Fernán González decidió levantar la ermita de San Pelayo, pues así se llamaba el monje, sobre el lugar que ocupaba la cueva, después magnificó a San Pedro, levantando un monasterio en la vieja ermita.
Lo cierto es que más allá de la leyenda es que sobre el espigón rocoso, al otro lado del río puede verse una ermita dedicada a San Pelayo.