El motero, que no tenía ninguna gana de lavar los millones de platos que habría en la cocina, empieza a meter mano a la hija del lugareño, para ver si ésta dice algo, y así asegurarse de que él no lavaría. Pues la chica no decía nada de nada, le miraba, suspiraba, se movía, pero no decía nada. Entonces el tío, que de tanto sobeteo se había puesto a 100, pues se levanta de la mesa y se tira a la hija, allí, delante de todos. Y la peña que no suelta prenda, nadie dice nada, siguen comiendo tan tranquilos.
El hombre, que ve que se puede poner morado, mira a la mujer del lugareño, que era una cuarentona de buen ver, y se la tira. Y nadie dice nada. Todos callados, comiendo, sin decir ni pío.
Mientras todo esto sucedía, el cielo se fue poniendo cada vez más oscuro. El hombre, después de haberse tirado a la madre y a la hija, ve que va a llover y se levanta de la mesa, con el bote de vaselina en la mano, y el lugareño dice:
- ¡Vale! Friego yo.
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