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LA NUEZ DE ARRIBA: Alphonse Lebrun de Grandehauteur, barón de Gignac,...

Alphonse Lebrun de Grandehauteur, barón de Gignac, fue toda su vida un explorador empedernido. Había viajado por los lugares más exóticos de la tierra y no había un rincón del planeta que no conociera.

Las tertulias con sus amigos siempre giraban en torno a sus viajes y les contaba una y otra vez sus aventuras cazando tiburones en Tasmania; cómo se salvó de morir de sed en el desierto del Kalahari, en Botswana, gracias a que, entre los restos de una caravana saqueada, halló tres botellas de un conocido refresco norteamericano; cómo era hacer el amor en las fuentes de agua caliente de Islandia; lo cerca que estuvo de encontrar al Abominable Hombre de las Nieves; el viaje astral que hizo a orillas del río Marañón, en la Amazonia, bebiendo yagé en compañía de un grupo nómada de reductores de cabezas........

Sus amigos conocían de memoria todas estas hazañas y sin embargo nunca supieron lo que le sucedió en la India, cuando Alphonse Lebrun de Grandehauteur fue víctima del exceso de hospitalidad de los habitantes de un poblado ribereño del lago Ghandi.

La cosa sucedió así: Alplhonse venía de Borneo, donde estuvo fisgando los hábitos sociales de los orangutanes; desembarcó en Bombay y, como quería conocer las costumbres de los sikhs, la belicosa secta religiosa, allí tomó el tren hacia el norte hasta la ciudad de Ahmedabad. Tras un corto descanso enfiló la carretera que conduce a Udaipur y de allí, hacia el este, en un carromato alquilado, llegó al poblado de Rampura, a orillas del lago Ghandi.

No tuvo ninguna dificultad para encontrar alojamiento pues los sikhs, como sucede entre casi todas las minorías étnicas, tienen un muy alto concepto de la hospitalidad.
Se sorprendió al ver que todos los hombres del poblado, incluso los más viejos, usaban larga barba, negra como el azabache, y sus ojos, negros y brilantes, destacaban sobre el rostro enmarcados en finas líneas de rímel. Sus miradas eran profundas pero las subrayaban francas sonrisas que dejaban ver unas dentaduras blanquísimas. Todos llevaban al cinto un ancho yatagán, bruñido como la plata, que lanzaba mil destellos bajo los reflejos del sol.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Las mujeres, menudas, esbeltas, de talles cimbreantes y anchas caderas, apenas dejaban ver sus rostros, pero sus ojos se fijaban con un interés no exento de coquetería en Alphonse, aquél extranjero que todo lo preguntaba, que todo lo fotografiaba, y que siempre estaba tomando notas en su libro de viaje.

Un día el francés, armado de su cámara de fotografías, una filmadora y una grabadora, que eran el equipo habitual en todos sus viajes, transitaba por una callejuela estrecha frente al lago. Tras ... (ver texto completo)