A Margarita y Juan Valencia
Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras,
bajo el toldo granate que adelanta la noche en el patio,
con las manos humedecidas en el agua perfumada de azahar
que refleja el cobre sangriento de las ánforas.
Bajo las palmas grávidas de dátiles
que se elevan en busca del beso febril de la noche de junio,
cuando junio tiene un placer para cada momento
y sólo el respirar es voluptuosidad.
Ay, cuéntame del Sur,
de esa tierra que sonríe con el carmín violento del granado en sus
labios,
blancos por el contraste con la piel oscura, dorada por el sol.
Cuéntame desde Córdoba dormida entre el mármol y el agua,
y Jerez, como un lirio de cal nacido entre las viñas,
y Málaga, caña de azúcar verde bajo un palio sofocante de estío,
hasta el cegador diamante calcinado del desierto,
donde languidecen los camellos llevando bajo la seda roja de las
gualdrapas
los frutos frescos de los oasis en sombra.
Dime el amanecer en el naranjal de troncos encalados,
cuando el sol aún no esparce la colmena furiosa de sus rayos
sobre las hojas húmedas de la calabaza.
Dime la penumbra de las bodegas,
el misterio de los claustros entre el verdor de los maceteros y las
columnas,
el balcón abierto a la noche áspera de jaras,
junto al adolescente desvelado que sueña sobre las sábanas
el abrazo de las mujeres que tienen en su cuerpo el desmayo inquieto
de las corzas
y en su cálida boca el frescor jugoso de las sandías.
Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras,
bajo el toldo granate que adelanta la noche en el patio,
con las manos humedecidas en el agua perfumada de azahar
que refleja el cobre sangriento de las ánforas.
Bajo las palmas grávidas de dátiles
que se elevan en busca del beso febril de la noche de junio,
cuando junio tiene un placer para cada momento
y sólo el respirar es voluptuosidad.
Ay, cuéntame del Sur,
de esa tierra que sonríe con el carmín violento del granado en sus
labios,
blancos por el contraste con la piel oscura, dorada por el sol.
Cuéntame desde Córdoba dormida entre el mármol y el agua,
y Jerez, como un lirio de cal nacido entre las viñas,
y Málaga, caña de azúcar verde bajo un palio sofocante de estío,
hasta el cegador diamante calcinado del desierto,
donde languidecen los camellos llevando bajo la seda roja de las
gualdrapas
los frutos frescos de los oasis en sombra.
Dime el amanecer en el naranjal de troncos encalados,
cuando el sol aún no esparce la colmena furiosa de sus rayos
sobre las hojas húmedas de la calabaza.
Dime la penumbra de las bodegas,
el misterio de los claustros entre el verdor de los maceteros y las
columnas,
el balcón abierto a la noche áspera de jaras,
junto al adolescente desvelado que sueña sobre las sábanas
el abrazo de las mujeres que tienen en su cuerpo el desmayo inquieto
de las corzas
y en su cálida boca el frescor jugoso de las sandías.