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LA NUEZ DE ARRIBA: Los huesos que no se comía el perro se guardaban y...

Hoy en día tenemos las ciudades llenas de contenedores para recuperar el papel y el vidrio, y en casa tenemos varios recipientes para separar la basura que producimos y, así, facilitar su reciclado.

En la Vegarienza de los años cincuenta del siglo veinte, nadie hablaba de reciclar, pero estaba instaurada una cultura estricta de la reutilización. En casa de mis abuelos aprendí a no despilfarrar. En aquella economía de lo escaso o de lo indispensable, no se desperdiciaba nada. Casi no se tiraba nada, todo se guardaba para ser reutilizado.

Incluso los excrementos de todos los animales se guardaban con primor. Sin el estiércol de las vacas, cerdos, gallinas y ovejas, no había cosecha. Se sacaba de las cuadras y se ponía a secar al sol, para abonar tierras y prados en el otoño. Las cáscaras de los huevos, debidamente machacadas, se les volvía a dar de comer a las gallinas como aporte de calcio, para que siguieran poniendo huevos tersos y con la cáscara bien gruesa.

Cualquier desperdicio de comida de las personas, las mondas de las patatas y otras sobras, iban a parar al cubo de la comida de los cerdos o del perro. Los cerdos eran un eslabón importante en el reaprovechamiento de los desperdicios de la casa. Incluso de los desperdicios ajenos. Si al pasar por delante de casa una caballería nos dejaba la ofrenda de sus perfectos ovoides, gritábamos “ ¡caballunas!” y alguien salía corriendo a por una lata dedicada a este menester y, ayudándose con un palito, metía los excrementos en la lata y se los llevaba a la cocina para incluirlos en el caldero de la comida de los cerdos. Alguien debió concluir que aquella obra de arte que producían caballos y burros, debía ser merecedora de una segunda digestión y allí estaban los cerdos. Todo ello nos lo devolvían en Noviembre, convertido en morcillas, chorizos, yoscos y otras formas exquisitas de concentrado de colesterol.

Los huesos que no se comía el perro se guardaban y los utilizaba la abuela, junto con desperdicios de grasa y algo de sosa cáustica, para hacer una pasta que volcaba en un bastidor de madera y que, cortada en bloques, se transformaba en un jabón áspero, pero eficaz, que las mujeres usaban para lavar la ropa en el río. Las alas de las gallinas que nos comíamos en pepitoria, provistas de todas sus plumas, se usaban como escobilla en el horno de cocer el pan para eliminar la ceniza más fina.

Se guardaban las latas vacías de conserva, que servían de recipientes para infinidad de cometidos, como los tiestos para geranios y cristalinas. Las botellas de cristal se usaban para guardar el vino o la leche para llevar las diez a los segadores. Los tarros de cristal se reutilizaban para la mermelada de ciruela o manzana que se preparaban allá por octubre o las truchas escabechadas que hacía mi madre.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
La ropa nunca eran suficientemente vieja, siempre había quien la aprovechara. Cuando dejaba de ser ropa, se convertía en trapos para limpiar y, finalmente, se cortaba en tiras que, cosiéndolas unas a otras, se usaban para confeccionar los literos que defendían los colchones de la aspereza de los somieres de lamas. No había trozo de cordel o de alambre, por pequeño que fuera, que no se guardara pues, en alguna ocasión, servirían para resolver un problema.