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LA NUEZ DE ARRIBA: Pero todo se olvidaba a la hora del recreo. Las chicas...

El resto del mobiliario era una librería cerrada con cristales, la pizarra negra pintada en la pared, un mapa de España, un mapamundi, un crucifijo y las fotos de Franco y José Antonio. Y nuestros bancos, claro. Eran unos bancos corridos que tenían el tablero superior inclinado y con agujeros para los tinteros de porcelana y, debajo, una tabla horizontal donde dejábamos los cuadernos y los libros. También había unas perchas para colgar la ropa.

Era una escuela a la que asistíamos todos los chicos y chicas del pueblo, fuera cual fuera la edad hasta los catorce años. Nos sentábamos en los bancos por grupos según el nivel de conocimiento y el maestro nos dedicaba un rato a cada grupo. Mientras el maestro se ocupaba de un grupo, el resto se dedicaba a realizar cuentas o muestras de caligrafía en la cartilla o algún otro trabajo que nos hubiera mandado. En realidad, estábamos con media cabeza en lo que hacíamos y con la otra media atentos a lo que pasaba en el grupo con el que el maestro estaba trabajando. De forma que, además de los deberes que te ocupaban, o estabas repasando lo que ya sabias de cursos anteriores u oyendo por anticipado lo que te tocaría aprender más adelante. Podía decirse que estabas continuamente repasando lo que sabias o aprendiendo, por encima, algo de lo que el maestro te preguntaría más adelante. No era mal sistema.

Ni que decir tiene que con aquel sistema tan complejo, mantener el orden en clase era fundamental, y de ello se ocupaba el maestro con absoluta eficacia. El primer nivel conminatorio era su mirada, por encima de las gafas, después los gritos con que te afeaba tu conducta, luego un ligero coscorrón o tirón de orejas. Y si era preciso, estaba la regla con la que podía sacudirte en la palma de la mano o, si el asunto era grave, sobre las uñas de los cuatro dedos juntos y que teníamos que presentarle hacía arriba. Era muy difícil resistir con la mano quieta cuando veías descender la regla, sabiendo que el maestro te iba a clavar las uñas hasta los nudillos. Lo normal era esconderla detrás de la espalda tres o cuatro veces, hasta que las voces del maestro te dejaban fuera de toda duda que lo mejor era dejarla quieta. Después, ya solo te quedaba frotarte la mano o meter todos los dedos en la boca y chupártelos y soplar y sacudirla en el aire con fuerza.

La fuerza con la que aplicaba cada uno de los correctivos, te hacía consciente de la gravedad de la trasgresión. Si el caso lo requería, después de ser acariciado con la regla, venían los castigos que casi siempre pasaban por estar un buen rato de rodillas. O días enteros, como me pasó a mí en una ocasión según se cuenta en el post Por si acaso. Podía agravarse el castigo poniendo los brazos extendidos en cruz y, si el incidente era extremadamente grave, con un libro grueso en cada mano. El lugar para cumplir el castigo era al lado de la estufa, a la vista de todos, para que fuera lo más ejemplar posible para el resto de la clase.

A partir de la primera media hora, estar de rodillas era una tortura, por mucho entrenamiento que tuviéramos en arrodillarnos en la iglesia con tanta Misa y tanto Rosario a los que entonces asistíamos. Cuando creíamos que el maestro no nos veía, nos sentábamos sobre los talones con lo que entonces te dolían los dedos de los pies y los mismos talones. Y que decir de sujetar los libros en las palmas de las manos con los brazos extendidos. Encogíamos los brazos intentando que los codos nos llegaran al costado y poníamos los libros de canto con la mano cerrada, mientras vigilábamos al señor maestro, para estirarlos otra vez cuando creíamos que nos iba a mirar. La única ventaja de estar de rodillas era que en invierno se estaba calentito, por fuera gracias a la estufa y por dentro después de los reglazos del señor maestro.

Salvo las cartillas en las que hacíamos las muestras de caligrafía, los libros de cada grupo pasaban de un año para otro a los nuevos que accedían al nivel. Para prolongar su vida, lo que teníamos que hacer el primer día de curso con el catón o enciclopedia que te tocaba, era forrarlo en casa con papel, que solía ser de periódico. Y si el libro estaba muy deteriorado tenias que encuadernarlo. Para ello se hacia un engrudo con agua y harina con el que se pegaba una tela al lomo del libro y a las pastas. A mí me enseñaron los abuelos estas tareas de mantenimiento. Al final, no sabías si leer el libro o comértelo.

Aprendíamos a escribir en pizarras del tamaño de una hoja, hechas con piedra de pizarra negra y un marco de madera al que se sujetaba con un cordel el borrador de trapo. Se escribía con un pizarrín que podía ser de pizarra o más blando, denominado “de manteca“. Cualquiera de los dos tipos de pizarrín producía un chirrido que erizaba el pelo de los brazos. Se borraba echando saliva y frotando con el trapo. Había que aprender a producir saliva en cantidad, para lo que frotábamos la parte interior de los mofletes con la lengua hasta que nos quedaba la boca seca como un estropajo y la lengua dormida de tanto frotar. Imposible encontrar un sistema más económico, no se gastaba ni papel ni tinta, solo saliva.

Superada la etapa de la pizarra, pasábamos a escribir con un lapicero que afilábamos con cuchillas de afeitar. Finalmente, pasábamos a escribir con plumilla y tinta que fabricábamos nosotros mismos con polvos y agua, bajo la supervisión del maestro o de los mayores. La plumilla se insertaba en un palillero de madera y las había de diferentes tipos. La plumilla normal, la de pata de ganso, la de hacer letra gótica y así. Había que manejarlas con un buen juego de muñeca y controlando bien la presión, para que los rasgos fueran lo justo de gruesos. Si no eras cuidadoso, las plumillas se desgañotaban o despuntaban y rasgaban el papel y había que cambiarlas. El papel secante era imprescindible para secar la tinta antes de pasar página. Había que mojar en el tintero cada dos o tres palabras y los borrones estaban a la orden del día.

Esto hacía que el pupitre se pareciera a una pared con graffiti. Y claro, había que limpiarlo de vez en cuando. Para ello usábamos trozos de cristal de ventana con los que raspábamos la madera hasta quitar las manchas de tinta. Solíamos estar todo un día raspando. Yo aún tengo una cicatriz en un dedo, del corte que me hice con un cristal en estas operaciones de limpieza.

También corría por nuestra cuenta limpiar la escuela de vez en cuando. Para ello, primero regábamos las tablas del suelo y luego barríamos, levantando tal cantidad de polvo que se podía mascar y las narices se te taponaban.

Pero todo se olvidaba a la hora del recreo. Las chicas solían jugar a la comba y los chicos al tus. El juego del tus consistía en derribar con una piedra, un bolo puntiagudo y pequeño que se colocaba sobre una piedra plana de río, enterrada a ras de suelo en mitad del camino, junto a la casa de Corsino. Se trazaba una raya perpendicular atravesando el camino y que pasaba por el centro de la piedra. A unos diez metros se colocaba otra piedra que marcaba la posición desde la que se lanzaban las piedras para derribar el tus. A suertes se escogía al tusero o guardián del tus. Todos los demás eran tiradores. Cuando se arrojaba una piedra y no se acertaba al tus, el tirador no podía pasar más allá de la línea para recogerla. Solo cuando el tus era derribado y lanzado fuera de la base, y a la voz de “Tus en tierra, tusero de la mierda”, todos los tiradores atravesaban la línea y se iban a recoger sus piedras, intentando volver a la zona de tiro antes de que el tusero colocase de nuevo el tus sobre la base. A partir de ese momento, el jugador al que el tusero le tocase más allá de la línea se convertía en el nuevo tusero. Éramos chicos fuertes y sanos y de una puntería acreditada de tanto tirar piedras al ganado para alejarlos de las fincas donde no debían entrar. Había que ver como saltaba el tus por el aire cuando le acertábamos de lleno y las chispas que salían de nuestros pedruscos de río al rebotar en la piedra sobre la que estaba el tus. El que conseguía mandarlo más lejos era Pepe el de Isaac, un mocetón de pelo espeso, coloradete de cara y fuerte como toro pues ya trabajaba como un hombre. Cuando veía como el tus salía volando casi hasta el río impulsado por su pedrada, se le ponía una sonrisa zorruna y maliciosa viendo correr despavorido al tusero, mientras hasta los más torpes éramos capaces de rescatar nuestras piedras al otro lado de la raya. Éramos tan brutos, que el tus había que embutirlo en un bote de lata vacío para que aguantara unos días nuestros golpes.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Otro entretenimiento al que era difícil sustraerse, era capar toda boina nueva que llegaba a la escuela. Cuando llegaba a la escuela el que estrenaba boina, tenía mucho cuidado de tenerla guardada en el cabás o bien cogida con las manos. Pero siempre había un momento de descuido y alguno de nosotros, que estábamos confabulados y pendientes de la boina recién estrenada, conseguía hacerse con ella. Empezábamos a tirarnos la boina unos a otros como si fuera un platillo volante, mientras el dueño corría ... (ver texto completo)