Luzmaría Jiménez Faro
Madrid era...
Cuando estoy contigo
no cambio la gloria
por la dicha grande
de estar en tu historia.
Madrid era la luz y la penumbra en los años
sesenta. Era tan solamente luz su pavimiento para
aquellos zapatos primeros de tacón. Perder un poco
la ciudad ha sido perder nuestra niñez y nuestra
adolescencia. Íbamos a las Cuevas de Sésamo para
jugar al existencialismo, pero entre vaso y vaso,
jamás nos encontramos con Julietta. Las calles son
ahora como espejos oscuros que nos devuelven
imágenes que no nos pertenecen. Que extrañamos.
Pasan los autobuses y parece que nadie viaja en
ellos. Son forajidos transportando cargas de soledad.
Buscamos aquel viejo café donde entrgábamos los
sueños a la vida, y tan sólo encontramos un pulso de
rencor entre unos muros que ya no son los nuestros.
Pero uno muere y resucita tantas veces como sacude
la memoria al corazón. Y cada ausencia, cada som-
bra, tiene su propio nombre en esta geografía urba-
na.
Madrid es ahora una ciudad enorme donde el miedo,
la droga, el semen y las ratas cohabitan en la imper-
fecta noche, para luego, sin perder el zapato de cris-
tal, vestirse de fulgurantes rasos. Y en esta situación
de límite amanecemos. Y la ciudad y yo nos encon-
tramos como viejas amigas. Nos amamos con todos
los defectos. Juntas tomamos un café y seguimos
organizando fechas en la agenda común. Comenta-
mos los ya primeros brotes de los árboles que la
hacen tan hermosa en primavera y que al batir de
alas no es vuelo de palomas, sino de arcángeles que
en la ciudad habitan
Madrid era...
Cuando estoy contigo
no cambio la gloria
por la dicha grande
de estar en tu historia.
Madrid era la luz y la penumbra en los años
sesenta. Era tan solamente luz su pavimiento para
aquellos zapatos primeros de tacón. Perder un poco
la ciudad ha sido perder nuestra niñez y nuestra
adolescencia. Íbamos a las Cuevas de Sésamo para
jugar al existencialismo, pero entre vaso y vaso,
jamás nos encontramos con Julietta. Las calles son
ahora como espejos oscuros que nos devuelven
imágenes que no nos pertenecen. Que extrañamos.
Pasan los autobuses y parece que nadie viaja en
ellos. Son forajidos transportando cargas de soledad.
Buscamos aquel viejo café donde entrgábamos los
sueños a la vida, y tan sólo encontramos un pulso de
rencor entre unos muros que ya no son los nuestros.
Pero uno muere y resucita tantas veces como sacude
la memoria al corazón. Y cada ausencia, cada som-
bra, tiene su propio nombre en esta geografía urba-
na.
Madrid es ahora una ciudad enorme donde el miedo,
la droga, el semen y las ratas cohabitan en la imper-
fecta noche, para luego, sin perder el zapato de cris-
tal, vestirse de fulgurantes rasos. Y en esta situación
de límite amanecemos. Y la ciudad y yo nos encon-
tramos como viejas amigas. Nos amamos con todos
los defectos. Juntas tomamos un café y seguimos
organizando fechas en la agenda común. Comenta-
mos los ya primeros brotes de los árboles que la
hacen tan hermosa en primavera y que al batir de
alas no es vuelo de palomas, sino de arcángeles que
en la ciudad habitan