Con palabras poéticas, en su libro Las Confesiones, describe San Agustín su propia conversión a Dios. Es un texto bello, conciso y entrañable. Es una plegaria de admiración y adoración. Dice así:
“ ¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
y por fuera te buscaba;
y deforme como era me lanzaba
sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo,
pero yo no estaba contigo;
me retenían lejos de ti
cosas que no existirían
si no existieran en ti.
Pero tú me llamaste y clamaste
hasta romper finalmente mi sordera.
Con tu fulgor espléndido
pusiste en fuga mi ceguera.
Tu fragancia penetró en mi respiración
y ahora suspiro por ti.
Gusté tu sabor
y por eso ahora tengo más hambre
y más sed de ese gusto.
Me tocaste
y con tu tacto
me encendiste en tu paz”.
Cuando nos encontramos lejos de Dios,
podemos afirmar como Agustín:
“Tú estabas dentro de mí y yo fuera”.
La conversión es un don, una gracia,
no una iniciativa nuestra voluntarista.
El que acaba con nuestra sordera
y nuestra ceguera es Dios mismo.
“ ¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
y por fuera te buscaba;
y deforme como era me lanzaba
sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo,
pero yo no estaba contigo;
me retenían lejos de ti
cosas que no existirían
si no existieran en ti.
Pero tú me llamaste y clamaste
hasta romper finalmente mi sordera.
Con tu fulgor espléndido
pusiste en fuga mi ceguera.
Tu fragancia penetró en mi respiración
y ahora suspiro por ti.
Gusté tu sabor
y por eso ahora tengo más hambre
y más sed de ese gusto.
Me tocaste
y con tu tacto
me encendiste en tu paz”.
Cuando nos encontramos lejos de Dios,
podemos afirmar como Agustín:
“Tú estabas dentro de mí y yo fuera”.
La conversión es un don, una gracia,
no una iniciativa nuestra voluntarista.
El que acaba con nuestra sordera
y nuestra ceguera es Dios mismo.