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Impactos de las balas en la pared, LORILLA

En la lejanía el perfil de Lorilla se dibuja nítidamente: es una ruina fantasmal, un esqueleto de piedra hecho añicos. «Lorilla ya no existe», nos dicen un rato antes de avistarlo desde la pedregosa carretera que asciende y serpea hacia la nada. Reina allí el silencio, y entre los resquicios de los muros, el viento aúlla. Siempre impresiona la desolación de un pueblo abandonado. Es como adentrarse en las entrañas de un cadáver exhumado después de mucho tiempo; resulta inevitable sentir tristeza porque la imaginación tiende a evocarlo vivo, cuando en sus calles correteaban los niños camino de la escuela o en la torre de la iglesia repicaban alegres sus campanas. Lorilla es uno de los muchos pueblos deshabitados que hay en la provincia de Burgos. Pero no uno más.
Mucho antes de que su último vecino, Jesús Hidalgo, lo dejara atrás harto de tanta soledad y tanto olvido en 1973, Lorilla sufrió su primera desaparición. Sucedió hace ahora 75 años, en plena Guerra Civil Española, cuando este núcleo del páramo de La Lora, ubicado en el límite con Palencia y Cantabria, impresionante balcón natural al ubérrimo Valle de Valderredible, tuvo la mala suerte de estar situado en pleno frente del norte. En las inmediaciones de Lorilla son todavía visibles hoy los restos de búnkeres y parapetos. Sus habitantes tuvieron que huir para evitar ser víctimas del fuego cruzado de morteros y bombas. Su caserío resultó prácticamente destrozado, aunque se reconstruyó después.
Situado en lo más alto de la paramera, territorio abierto al aire, duro, inhóspito, «océano áspero y gris» en palabras de Elías Rubio, Lorilla se va arruinando poco a poco, devorada por el tiempo y la maleza. De cuando en cuando algunos curiosos suben hasta allí para contemplar el sobrecogedor paisaje de las tierras cántabras, que se extiende abajo como una promesa verde y montañosa. En este punto tan privilegiado se libró una cruenta lucha entre republicanos y sublevados en las que hubo muchas bajas. No es difícil hallar en las inmediaciones restos de metralla, granadas, balas que nunca llegaron a estallar.
Bastión de Sagardía y sus hombres, los muchos relatos que los viejos moradores de la villa hacen de ésta siempre tienen como referencia la Guerra Civil. Los pocos loriegos vivos siempre relatan anécdotas de aquellas horas terribles. En las hemerotecas de los periódicos Lorilla también aparece como punto caliente del frente del norte. Valga como ejemplo esta noticia del ABC de Sevilla (en manos de los rebeldes) de 1937: «En el frente de Santander se ocupó una importante posición cerca de Lorilla, y se alejó al enemigo de algunas otras, causándole numerosas bajas y cogiéndole algunos prisioneros, con armamento».
También el invierno, largo y terrible como en pocos lugares de la provincia, es tema recurrente cuando se habla de Lorilla, que nunca llegó a tener más de cincuenta vecinos, doce casas abiertas en total. Hay relatos estremecedores, como el cuenta Pilar Bárcena, sobre un tío carnal suyo al que una nevada de las de antes desorientó cuando transitaba no muy lejos de allí con dos caballos. El hombre y los animales murieron congelados. Hallaron sus cadáveres cuando se retiró la nieve.
El lamento de Lorilla es el silencio. Menos mal que gente como Pilar Bárcena, vecina orgullosa del pueblo, que lo ha resucitado por segunda vez confeccionando una maqueta perfecta, o Elías Rubio, escritor y etnógrafo imprescindible, han luchado por conservar su memoria. Dice Rubio en Los pueblos del silencio: «Duele que siendo la más bella balconada burgalesa (desde sus escombros pueden contemplarse nada menos que 52 pueblos de Cantabria, Palencia y Burgos) no haya en ella ojos permanentes que derramen la mirada hacia el hondón de Valderredible»