El fulgor que confieren al
Monasterio sus abades, como
San Iñigo (1.035-1.068), le convierten en punto de destino de donaciones provenientes de reyes, nobles, obispos y pequeños propietarios. Los monarcas junto a esta masa de donaciones unían la cesión de determinados derechos regalianos, con lo que la abadía pasaba a detentar prerrogativas de carácter administrativo, tributario, judicial o
militar, anteriormente exclusivas del poder real. Todo ello convertía al abad en un "señor" y al Monasterio en un "señorio".