A principios del siglo XIV la villa, que conocería momentos de especial esplendor, habría de integrarse en el señorío de la familia López de Avellaneda, que más tarde emparentaría con los Zúñiga. Felipe II, cuando corría el año 1608, la concedió como ducado a Juan de Zúñiga y Avellaneda, virrey de Cataluña y de Nápoles, pasando a depender en tiempos posteriores de la familia de los Portocarrero e integrándose, más tarde, en el patrimonio de los duques de Alba.