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Castillo de los Rojas, POZA DE LA SAL

Poza (o Pozas, como dicen algunos documentos) se halla emplazada en lugar claramente ventajoso entre el páramo, productor de pastos y leña, y la llanura, rica en fruta y cereales. Su localización se explica, fundamental­mente, por hallarse junto a un filón salinero, pero tam­bién como punto de control de la escabrosa vía que une el valle de Homino con el Altotero o borde oriental del páramo de Masa. El inclinado balcón en que se levanta el caserío está protegido tanto por lo abrupto del terreno como por el castillo, inaccesible, que garantizan al pue­blo extraordinaria seguridad.

En época prerromana ya hubo población en Poza, aunque con emplazamiento distinto al actual. Posiblemente fue ciudad autrigona fronteriza con los turmogos. Numerosísimos restos romanos, bien conocidos, nos ha­blan de una floreciente colonia romana llamada Flavia Augusta o mejor Salionca. En Poza se cruzaban algunas calzadas de importancia secundaria.

A mediados del s. X ya aparece la villa repoblada y en manos de Fernán González. Muy a principios del XI era centro de un pequeño alfoz formando parte, como toda la Bureba, del reino navarro. En 1048 dominaba en Poza Sancho López, quien tras la derrota de Atapuerca no se retira, pues todavía en 1507 aparece como tenente por el rey navarro. El pueblo hizo, pues, durante unos años, de frontera con Castilla. En 1082 era tenente “comes Gun­disalus in Castella, et Tetilia et Cadreggas, et in Poça…” y quince años después lo era Gómez González. Durante las luchas civiles castellano-aragonesas fue su alcaide Sancio Ihoannes por Alfonso el Batallador. El castillo de Poza formó parte de las arras concedidas por Alfonso VIII a su mujer. El rey nombraría por tenentes a García Rodríguez, en 1177, y, cuatro años después, a Pedro Gu­tiérrez.

El 28 de enero de 1298 Fernando IV hacía merced a Juan Rodríguez de Rojas “por algún daño que reçibió en nuestro servicio por cumplir justicia quel derribaron mu­chas casas fuertes y otras llanas e cortaron muchos pa­rrales y muchas viñas y huertos e quemaron aldeas e ge las robaron e derribaron molinos. Nos por le hacer emienda… damosle Poza y Pedrajas que son en la merin­dad de Bureba..” Medio siglo después Alfonso XI confirmaba la donación. Lope, hijo segundo del citado Juan, heredó Rojas y Poza por muerte violenta de su hermano a manos de Pe­dro I.

Siguió en Rojas el hijo mayor, Rui, que se repar­tió Poza con Sancho, aunque pronto cedió a éste su par­te. Sancho tuvo un hijo varón que no dejó descendencia, por lo que Poza pasó a su hija Sancha, casada con el ma­riscal Diego Fernández de Córdoba. Al morir ésta, en 1393, daba permiso a su marido para hacer mayorazgo con gravamen de apellido Rojas, cosa que hizo el mariscal en 1423. Como ya se ha dicho, en el s. XVI se le daría por nulo. Al casar Elvira de Rojas con el señor de Monzón se unirían estas dos ramas del apellido Rojas para siempre.

Las salinas del pueblo, fuente de ingresos de primer orden durante muchos siglos, atrajeron las apetencias de nobles y monasterios. Su peso en la economía y activida­des del vecindario fue aplastante.

Lentamente los Rojas fueron acaparando derechos hasta que parece ser que con Juan II pasaron por completo a esta familia. A prin­cipios del s. XVI su renta les reportaba 3.000 ducados al año. En 1564 revertían a la corona. Su valor se estimó en 89 cuentos “antes más que menos”. Tras su completa posesión es lógico que los Rojas consideraran a la cer­cana fortaleza como elemento fundamental para la defensa de tan importante fuente de ingresos.

En la cima de un inaccesible roquedo, que destaca al Oeste del pueblo, se halla incrustado el castillo de Poza “como un barco en la cumbre de una ola petrificada” (Ridruejo). Al pie del monte permanece el esqueleto de los dos cubos que flanquearon la puerta de ingreso a lo que fue un amplio patio de armas. Hubo foso, que ape­nas si se aprecia. También en el lado interno de dichos cubos existió algún tipo de edificación. La cerca se unía por el Norte a la base del castillo formando un semicírcu­lo. Por el lado opuesto, en cambio, terminaba en el acan­tilado conservándose aún buen trozo de su lienzo, así como restos de un cubo.

Por una difícil escalera tallada en la roca viva se as­ciende a lo alto. A falta del más mínimo espacio llano se construyó el castillo en un lado de la cima, por esto úni­camente tiene lienzos al Norte y Oeste formando ángulo. Su colocación en lugar muy escarpado casi no exigió obras complementarias de defensa.

Por un portillo ojival de doble y perfecto dovelaje se pasa al interior. Quedan pocos restos de la buharda que le defendió. Una vez dentro puede apreciarse un espacio irregular, cubierto de bóvedas triangulares, y un aljibe o bodega excavada en la roca. Por una puertecita de arco rebajado se ingresa en un gran sótano cubierto de bó­veda ligeramente apuntada de unos 16 metros de largo por 3,50 de ancho. Al fondo hay una escalera por la que se sube a una terraza muy amplia de 36 metros de larga por 12 metros en el lado más ancho.

Ahora puede apre­ciarse perfectamente el extraordinario tamaño de los ma­cizos cubos en los extremos opuestos de la fortaleza. Existen también dos torreoncillos apoyados en modillo­nes, uno en el ángulo del Norte y otro, más pequeño, en el punto en que tuerce el paramento mayor. No hay res­tos de almenas y parece que no existieron matacanes. Los muros sobrepasan los dos metros de grosor. Por to­das partes predomina la mampostería.

A fines del s. XVIII la fortaleza estaba en ruinas: “Poza… está situada a la raíz de un elevado Peñasco, so­bre el que tiene un Castillo y plaza de armas antiquísimo y ya mui deteriorado, nombrado el Roquero… el que en una almena redonda al costado del medio día tiene una piedra con una inscripción Romana que ya no se distin­guen sus caracteres, pero alguno, que antes la leyó dijo que contenía esta memoria (de la fundación del castillo por Augusto)”.

Su estado actual no es sólo consecuencia del abandono, sino también resultado de los efectos de la guerra de la Independencia. Allí se instalaron los france­ses y allí se defendieron, en 1813, de los ataques de los guerrilleros Longa y Mendizábal.

La esbeltez de la fortaleza, sus proporciones, la falta de elementos pesados y el empleo de materiales menu­dos contribuyen a darle cierta sensación de ligereza. Los restos actuales presentan buen aspecto. La excelente tra­bazón de la cantería y la solidez de la base, perfecta­mente adaptada a la roca, han ayudado indudablemente a su conservación.

El significativo nombre de Poza indica claramente que desde un principio nació como explotación salinera. Una riqueza tan apetecida, por necesaria, es lógico que se defendiera con todo tipo de medios.
Se ha supuesto un punto fuerte ya en tiempos roma­nos, cuyo recuerdo quizá pudiera ser el “Castellar”. Si existió no quedan vestigios. La mencionada inscripción demuestra más un aprovechamiento de materiales roma­nos que restos de un castillo construido por ellos.

Pérez de Urbel piensa que la fortaleza de Poza debió de ser levantada como elemento defensivo de la línea tra­zada tras el avance repoblador del s. IX. Está comprobado que sí existió, al menos en la segunda mitad del s. X, y que junto a ella había una pequeña aldea hoy día completa­mente desaparecida.

Del edificio románico no queda nada, pues toda la fábrica actual es gótica que bien pudiera atri­buirse a principios del s. XIV levantada por los Rojas tras la donación de Poza. Algunos detalles arquitectónicos indican obras posteriores, próximas al s. XVI. En 1378 era alcalde Sancho Fernández y, en 1489, Pedro Zorrilla.

“Sobre la villa, que está murada, se halla vajo del Castillo el esqueleto de un Palacio en que vivían los SS. Marqueses de ella… fundado por el Conde Garci Fer­nández según se cree, con una ermita muy reducida de San Juan Bautista, que sin duda servía de oratorio, y en­tre ella y el Palacio un pequeño jardín: huvo allí también ermita de Sta. Cecilia.” Sólo el lienzo y torre que defen­dían la entrada al palacio se conservan regularmente por hallarse asentados directamente sobre la roca.

Los Rojas construyeron en la base del castillo un espectacular alcázar, que muestra la grandeza de su señorío, del que hoy tan solo se conservan dos cuerpos y una torre cuadrada. En 1528 sirvió de prisión a los embajadores de la Liga Clementina, por orden del Emperador Carlos V.

En el siglo XVIII tanto el alcázar como el castillo aparecían arruinados tras haber prestado a sus señores y a la Corona importantes servicios. Pero en 1808, al comenzar la Guerra de la Independencia, el castillo revivió.

Los franceses lo rehabilitaron en la medida de lo posible y se instalaron allí por la amplia perspectiva que les ofrecía sobre la zona. Tras la Guerra de Independencia el castillo aún siguió prestando servicios de vigilancia durante las guerras carlistas.