Estas vivencias no tienen otra finalidad que la de figurar como documento gráfico de la vida de un cantero de Santibáñez que trabajó para la posteridad y cuya obra perdura diseminada por las austeras tierras burgalesas; será a la vez un homenaje personal a aquel hombre cuya lucha por la vida comenzó ya cuando aún no habían terminado los años de su infancia.
Ese hombre, a quien tocó vivir una época de escased y de miseria, provocada primero por los tristes acontecimientos que presagiaban un conflicto armado entre hermanos de la misma raza, pero de diferentes ideologías, y después por las secuelas de la guerra, se hizo útil a la sociedad iniciándose en los secretos de uno de los oficios más duros de aquel entonces, pero también uno e los más bellos y honrados: dar cobijo a quien lo necesita, oficio que hoy, parte por su dureza intrínseca, pero sobre todo por los modernos adelantos en la técnica de la construcción, casi ha desaparecido.
Él, en su tiempo, fue el ingeniero que examinaba el terreno, el arquitecto que trazaba los planos, el aparejador que dirigía las obras, el simple cantero que las llevaba a cabo y, ¿por qué no?, el humilde barruco que preparaba la masa, y, a hombros, por una escalera de quita y pon, la subía a lo alto del andamio.
Yo le vi alguna vez, con los pies clavados en la tierra, balancear una pesada piedra entre las piernas, y, en un último impulso y con un supremo esfuerzo, levantarla hasta el hombro e iniciar, encorvado bajo el peso de 40 kilos, la ascensión por una escalera de banzos hasta depositarla en el andamio donde debía de ser usada; yo le vi descender las escaleras y repetir una y otra vez la misma operación hasta completar las horas de una jornada de trabajo. Yo le vi también subir en cadena los ladrillos, arrojarlos desde el suelo, uno a uno, a lo alto del andamio donde eran recibidos y depositados formando una nueva pila; cuando era necesario que subieran más arriba, la operación se repetía desde el primer piso hasta el segundo. Yo le vi subir sobre los hombros uno y otro cuezo de argamasa, sacos de cemento y yeso, pesados machones de madera y toda suerte de materiales necesarios en una obra. Yo le vi colocar enormes vigas al amparo de una rústica palanca: un montón de piedras en el suelo y un machón apoyado sobre ellas, haciendo presión sobre un extremo para que del otro se levantara la pesada viga. Yo le vi recoger con la mano y la paleta grandes pellas de yeso o de argamasa, impulsarlas con violencia hacia adelante y salir disparadas hacia el mechinal donde una viga, un jabalcón o un marco de ventana había de ser recibido y aplomado.
Ese hombre, que como recuerdo de su paso y testimonio de su esfuerzo para mantener una familia numerosa, tantas casas rurales dejó diseminadas por los pueblos de la meseta, no asistió a universidades ni academias, no recibió títulos ni diplomas, no hizo cursillos de especialización; todos sus conocimientos en el arte de la cantería, conocimientos nada despreciables, los heredó de sus mayores: su padre fue cantero (también de Santibáñez), conocido a lo largo y a lo ancho de la provincia; sus primos, de cuya competencia en el oficio hablan no sólo las gentes sencillas de los pueblos, sino los enormes mampuestos y sillares de jambajes y esquinazos, intactos e inamovibles después de 80 años, fueron canteros (también de Santibáñez); su hermano, aquel a quien la gente llabama sin ironía "el cantero de la pinta", siguió el mismo oficio, casado de por vida con el cuezo y la paleta, con la maceta y el punzón, con el martillo y la escoda. Sus sobrinos, donde ya la tradición comenzó a perderse invadida por las nuevas técnicas de la construcción, fueron canteros, y a sus hijos, donde la tradición quedó rota para siempre, los llevó el destino por otros derroteros, pero eso sí, añorando en muchos aspectos la vida de cantero de su padre (continuará). Chindasvinto
Ese hombre, a quien tocó vivir una época de escased y de miseria, provocada primero por los tristes acontecimientos que presagiaban un conflicto armado entre hermanos de la misma raza, pero de diferentes ideologías, y después por las secuelas de la guerra, se hizo útil a la sociedad iniciándose en los secretos de uno de los oficios más duros de aquel entonces, pero también uno e los más bellos y honrados: dar cobijo a quien lo necesita, oficio que hoy, parte por su dureza intrínseca, pero sobre todo por los modernos adelantos en la técnica de la construcción, casi ha desaparecido.
Él, en su tiempo, fue el ingeniero que examinaba el terreno, el arquitecto que trazaba los planos, el aparejador que dirigía las obras, el simple cantero que las llevaba a cabo y, ¿por qué no?, el humilde barruco que preparaba la masa, y, a hombros, por una escalera de quita y pon, la subía a lo alto del andamio.
Yo le vi alguna vez, con los pies clavados en la tierra, balancear una pesada piedra entre las piernas, y, en un último impulso y con un supremo esfuerzo, levantarla hasta el hombro e iniciar, encorvado bajo el peso de 40 kilos, la ascensión por una escalera de banzos hasta depositarla en el andamio donde debía de ser usada; yo le vi descender las escaleras y repetir una y otra vez la misma operación hasta completar las horas de una jornada de trabajo. Yo le vi también subir en cadena los ladrillos, arrojarlos desde el suelo, uno a uno, a lo alto del andamio donde eran recibidos y depositados formando una nueva pila; cuando era necesario que subieran más arriba, la operación se repetía desde el primer piso hasta el segundo. Yo le vi subir sobre los hombros uno y otro cuezo de argamasa, sacos de cemento y yeso, pesados machones de madera y toda suerte de materiales necesarios en una obra. Yo le vi colocar enormes vigas al amparo de una rústica palanca: un montón de piedras en el suelo y un machón apoyado sobre ellas, haciendo presión sobre un extremo para que del otro se levantara la pesada viga. Yo le vi recoger con la mano y la paleta grandes pellas de yeso o de argamasa, impulsarlas con violencia hacia adelante y salir disparadas hacia el mechinal donde una viga, un jabalcón o un marco de ventana había de ser recibido y aplomado.
Ese hombre, que como recuerdo de su paso y testimonio de su esfuerzo para mantener una familia numerosa, tantas casas rurales dejó diseminadas por los pueblos de la meseta, no asistió a universidades ni academias, no recibió títulos ni diplomas, no hizo cursillos de especialización; todos sus conocimientos en el arte de la cantería, conocimientos nada despreciables, los heredó de sus mayores: su padre fue cantero (también de Santibáñez), conocido a lo largo y a lo ancho de la provincia; sus primos, de cuya competencia en el oficio hablan no sólo las gentes sencillas de los pueblos, sino los enormes mampuestos y sillares de jambajes y esquinazos, intactos e inamovibles después de 80 años, fueron canteros (también de Santibáñez); su hermano, aquel a quien la gente llabama sin ironía "el cantero de la pinta", siguió el mismo oficio, casado de por vida con el cuezo y la paleta, con la maceta y el punzón, con el martillo y la escoda. Sus sobrinos, donde ya la tradición comenzó a perderse invadida por las nuevas técnicas de la construcción, fueron canteros, y a sus hijos, donde la tradición quedó rota para siempre, los llevó el destino por otros derroteros, pero eso sí, añorando en muchos aspectos la vida de cantero de su padre (continuará). Chindasvinto