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SANTIBAÑEZ ZARZAGUDA: Un buen día quiso el destino que el cantero de Santibáñez,...

Un buen día quiso el destino que el cantero de Santibáñez, con sus pequeños ahorros, comprara en Burgos una minúscula propiedad junto a la carretera, ignorando durante muchos años que había realizado la mejor operación de toda su vida; en ella construyó con sus propias manos aquel pequeño inmueble que fue durante bastante tiempo la morada de los suyos. En él trabajó con la ilusión redoblada de saber que lo hacía directamente para dar un cobijo holgado a su propia familia. Aquella casita fue durante años el lazo de unión de una familia que aún vivía de los recursos exclusivos del cantero de Santibáñez.
Un buen día quiso la fortuna, esa fortuna que tan esquiva le había sido en numerosas ocasiones y que tantas jugarretas le había hecho a lo largo de la vida, que los lugares por donde estaba enclavada su propiedad fuesen declarados polo de promoción industrial. La propiedad vio centuplicado su valor, comenzó la especulación y hasta la gente más sencilla vio llegado el momento de olvidar las estrecheces de antaño.
Aquella casita de reducidas dimensiones, fruto de no pocos sudores, fue reducida a escombros en muy pocas horas y reemplazada por un enorme inmueble, obra de una empresa constructora, a quien el cantero había transmitido sus derechos de propiedad.
Pero para demostrar una vez más que el cantero pisaba fuera de su terreno, la compañía constructora le dio a firmar un contrato de venta fraudulento y él, no acostumbrado a poner un solo grano de malicia en sus operaciones, lo firmó sin saber apenas a qué se comprometía.
Así fue como, tras largos años de ver rodar sus asuntos por los tribunales, y una vez solucionado todo de forma más o menos satisfactoria, el cantero de Santibáñez vio llegada la hora de su retirada. Entonces pudo comprobar que su gran oportunidad estuvo siempre en su oficio y no en la especulación; así pudo sentirse orgulloso más que del dinero amasado, del trabajo realizado.
El hombre trabajador, aquel que tuvo que luchar duramente no sólo porque era responsable de una familia, sino, sobre todo, para sentirse un hombre de provecho, para alejar de sí el fantasma de la inutilidad, no se avergüenza de ver sus manos encallecidas al contacto de las herramientas. El que en su humilde sencillez de hombre sin pretensiones piensa que él vino al mundo para trabajar, no siente envidia de quien ha logrado eludir esa ley inexorable para el común de los mortales.
El trabajo, como tantas cosas en la vida, es un arma de dos filos: es capaz de embrutecer a quien queda moralmente triturado entre sus engranajes, buscando ansiosamente la liberación de su pesado yugo, y es capaz también de ennoblecer a quien lo toma como un simple medio de poder ofrecer una alegría a los demás.
El cantero de Santibáñez perteneció al grupo de estos últimos. No sólo no trató nunca de eludir la pesada carga del trabajo, sino que la buscó afanosamente, pensando en su humildad que él no valía para otra cosa.
Y cuando los años y el esfuerzo de toda una vida cargaron sus hombros e inclinaron ligeramente su cuerpo hacia la tierra, se le veían brillar los ojos cuando podía cumplir, como en sus años mozos, los encargos de quienes iban recabando sus servicios.
Pero el hombre, y más aún quien ha dejado jirones de su vida en el oficio, ha de pagar inexorablemente su tributo. En su juventud hace frente con valentía a fríos y calores, a lluvias y humedades, a esfuerzos y contrariedades de todo género; le sucede lo que vulgarmente se llama "no tener tiempo de ponerse enfermo". Con los años, sin embargo, la vida se lo irá cobrando todo y quizá a un precio muy elevado.
Cuando el cantero de Santibáñez fue pagando poco a poco ese tributo y las fuerzas ya no eran las de su juventud, aún pudo volver la vista atrás y mirar con orgullo esas casas diseminadas por las tierras burgalesas cuyos sillares y mampuestos tanto saben de sus sudores, de sus alegrías y de sus penas. Todas sus "chapuzas" (nombre que él mismo daba a las obras de poca importancia) pregonarán por mucho tiempo que por allí pasó un maestro en albañilería que en su oficio lo era todo menos un "chapucero".
Y un buen día ese hombre se fue, se fue con los hombros un tanto cargados (las pesadas piedras algo tendrían que ver en ello) y con el cuerpo un poco inclinado hacia la tierra. Diríase que se fue algo triste, pero no, se fue pensando, sin duda, en tantas cosas útiles como puede hacer un hombre a lo largo de su vida.
A él no le fue dado saborear las mieles del éxito en muchas de sus empresas; ni siquiera pudo sentir el orgullo de ver a sus hijos sucederle en el oficio como él hiciera con su padre. Hoy ese oficio, en la modalidad que él practicara, está en trance de desaparición pero, precisamente por eso, si se vio privado del orgullo de ver su obra continuada, al menos tuvo motivos para estarlo, y mucho, al saberse quizá el último representante de un oficio que desaparece. (Así fue El Cantero de Santibáñez) Chindasvinto