Aún lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Yo, con seis o siete años, vivía en Bustillo del Páramo con mis abuelos maternos. Éstos me enviaban a la cama como se enviaba entonces a los niños: apenas se había puesto el sol tras la cuesta que separa Bustillo de Hormazuela. Hasta aquella habitación donde yo pasaba mis miedos a la soledad, al silencio y a la oscuridad hasta que caía vencido por el sueño, llegaba con frecuencia el amable tañido de la campana de la ermita: la ermita de Barrio Solano. Se me antojaba tan lejano y tan misterioso aquel tañido que a veces me vencía el sueño pensando en cosas trascendentes, procedentes de un cierto "más allá", pero trascendentes tan sólo en la medida en que pueden serlo para un niño de seis o siete años. El destino quiso que un buen día, yendo con mi abuelo a la fiesta de Solano (la tabernera, Heliodora, era hermana de mi padre) cuya misa se celebraba en la ermita, mi abuelo cayera fulminado por una embolia. Por eso los restos mortales de mi abuelo, el polvo del que, según dicen, estamos hechos, se unieron a la tierra del humilde cementerio de Barrio Solano y allí reposan desde hace sesenta y siete años. Por eso me embarga aún la emoción cuando vuelvo a Burgos y paso por Barrio Solano mirando embelesado la ermita de mis recuerdos infantiles. Por eso me parece tan dulce y misterioso el tañido de cualquier campana que dé la sensación de lejanía. Chindasvinto