¡Hola, a todos!
La contemplación de esta estampa me indujo a hacer la siguiente semblanza sobre "el devenir" de nuestro, en mi caso añorado, pueblo.
Alicuando recorro el pueblo de arriba abajo, al igual que lo hace el Reguero que viene de la Toñada y pasa a su lado lamiéndolo hasta que llega a la Ermita, la cual cruza para perderse en el Esla.
Como fiel y perpetuo testigo del devenir del lugar, el cual crece en una breve depresión del terreno a modo de mortera, quizá propiciada por aquel al horadar la meseta por la fuerza erosiva de sus aguas, podría contarnos su historia, la cual obviamente conoce pues durante mucho tiempo, desde el nacimiento del mismo, pueblo y rivera han sido compañeros de viaje.
Si así lo hiciera, en su relato, sin duda nos contaría que hoy en sus riberas todo es duro y áspero: tapias olvidadas, maltratadas por el tiempo, derruidas, sin bardas, suplidos los tramos desaparecidos de las mismas con maltrechas y desproporcionadas estacas, en las que se afianzan alambres de espino, si no completamente descuidados y abandonados a su suerte; árboles frutales semidesnudos, algunos ya completamente muertos, con sus atalayas constituidas por los restos de ramas secas y negras, las cuales destacan directamente sobre el tronco o sobre una leve masa verde que aún mantienen, en el caso de los más afortunados; tierra inculta en la que espontáneamente brotan todo tipo de hierbas silvestres, mil variedades de cardos y un sinfín de arbustos espinosos; un caserío viejo y recio, decentemente mantenido y conservado, que también presenta sus vanos alternando con algunas, ¡pocas!, nuevas construcciones y casas remozadas; en las laderas de la mortera cuevas hondas y desaprovechadas; las huertas ¡ay! han trastrocado su destino...
No se refleja en el ambiente la condición campesina, estricta, apegada a la tierra; tampoco trascienden ni se advierten en las cocinas los aromas de la matanza por San Martín;
son imperceptibles en la cantina, ¿...?, los murmullos o las señas que en silencio suelen hacerse los parroquianos con cierta sorna cazurra en sus miradas...
Sí se intuye, ¡en casi todo!, la preponderancia del descuido y el abandono sobre la ilusión, el cuidado y el aprovechamiento por parte de los hombres.
También nos hablaría, con más placer sin duda, de aquello que sólo pueden disfrutar los afortunados que moran en el lugar o que asiduamente lo visitan: la tranquilidad que, colmando la mortera y derramandose por sus bordes, se expande por el entorno, lo convierte todo en un remanso de paz, ¡balsámico!, idóneo para el deleite personal dejando pasar plácidamente el tiempo sumidos en un dulce abandono y pasear por el alto la Cuesta el Río o por las riberas del Astura percibiendo el tranquilo deslizarse de sus aguas con mansedumbre, ¡sin estrépito!, y el susurro sordo de los chopos, cuyas cuerdas hace vibrar la suave brisa que, a su vez, tanto agrado nos produce su disfrute.
Con mirada retrospectiva, aludiendo al primer tercio del siglo pasado, el Reguero podría decirnos que -en aquellos tiempos- todo en Ardón giraba en torno a la labranza y la ganadería y que su aprovechamiento era próspero porque los hombres eran tan de la tierra como el mismo surco...
Ante el contraste tan acusado entre los dos momentos descritos anteriormente yo, que jamás perderé la esperanza en que el reloj de péndulo siga emitiendo su tic tac eternamente, me voy a limitar a trasladar unas palabras de D. Sabino Ordás, un ardonés de pro: -" ¡Que hermoso podría ser este lugar con que la mano del hombre le diese sólo una caricia!" (1)
(1) "Las cenizas del fénix", pág. 65 Ed. de Juan Pablo Aparicio y otros.
Un cordial saludo para todos.
Un paisano de sabino Ordás.
La contemplación de esta estampa me indujo a hacer la siguiente semblanza sobre "el devenir" de nuestro, en mi caso añorado, pueblo.
Alicuando recorro el pueblo de arriba abajo, al igual que lo hace el Reguero que viene de la Toñada y pasa a su lado lamiéndolo hasta que llega a la Ermita, la cual cruza para perderse en el Esla.
Como fiel y perpetuo testigo del devenir del lugar, el cual crece en una breve depresión del terreno a modo de mortera, quizá propiciada por aquel al horadar la meseta por la fuerza erosiva de sus aguas, podría contarnos su historia, la cual obviamente conoce pues durante mucho tiempo, desde el nacimiento del mismo, pueblo y rivera han sido compañeros de viaje.
Si así lo hiciera, en su relato, sin duda nos contaría que hoy en sus riberas todo es duro y áspero: tapias olvidadas, maltratadas por el tiempo, derruidas, sin bardas, suplidos los tramos desaparecidos de las mismas con maltrechas y desproporcionadas estacas, en las que se afianzan alambres de espino, si no completamente descuidados y abandonados a su suerte; árboles frutales semidesnudos, algunos ya completamente muertos, con sus atalayas constituidas por los restos de ramas secas y negras, las cuales destacan directamente sobre el tronco o sobre una leve masa verde que aún mantienen, en el caso de los más afortunados; tierra inculta en la que espontáneamente brotan todo tipo de hierbas silvestres, mil variedades de cardos y un sinfín de arbustos espinosos; un caserío viejo y recio, decentemente mantenido y conservado, que también presenta sus vanos alternando con algunas, ¡pocas!, nuevas construcciones y casas remozadas; en las laderas de la mortera cuevas hondas y desaprovechadas; las huertas ¡ay! han trastrocado su destino...
No se refleja en el ambiente la condición campesina, estricta, apegada a la tierra; tampoco trascienden ni se advierten en las cocinas los aromas de la matanza por San Martín;
son imperceptibles en la cantina, ¿...?, los murmullos o las señas que en silencio suelen hacerse los parroquianos con cierta sorna cazurra en sus miradas...
Sí se intuye, ¡en casi todo!, la preponderancia del descuido y el abandono sobre la ilusión, el cuidado y el aprovechamiento por parte de los hombres.
También nos hablaría, con más placer sin duda, de aquello que sólo pueden disfrutar los afortunados que moran en el lugar o que asiduamente lo visitan: la tranquilidad que, colmando la mortera y derramandose por sus bordes, se expande por el entorno, lo convierte todo en un remanso de paz, ¡balsámico!, idóneo para el deleite personal dejando pasar plácidamente el tiempo sumidos en un dulce abandono y pasear por el alto la Cuesta el Río o por las riberas del Astura percibiendo el tranquilo deslizarse de sus aguas con mansedumbre, ¡sin estrépito!, y el susurro sordo de los chopos, cuyas cuerdas hace vibrar la suave brisa que, a su vez, tanto agrado nos produce su disfrute.
Con mirada retrospectiva, aludiendo al primer tercio del siglo pasado, el Reguero podría decirnos que -en aquellos tiempos- todo en Ardón giraba en torno a la labranza y la ganadería y que su aprovechamiento era próspero porque los hombres eran tan de la tierra como el mismo surco...
Ante el contraste tan acusado entre los dos momentos descritos anteriormente yo, que jamás perderé la esperanza en que el reloj de péndulo siga emitiendo su tic tac eternamente, me voy a limitar a trasladar unas palabras de D. Sabino Ordás, un ardonés de pro: -" ¡Que hermoso podría ser este lugar con que la mano del hombre le diese sólo una caricia!" (1)
(1) "Las cenizas del fénix", pág. 65 Ed. de Juan Pablo Aparicio y otros.
Un cordial saludo para todos.
Un paisano de sabino Ordás.