El verdadero coste del Estado de Bienestar
¿Sabe usted, querido lector, qué proporción de su renta, ganada con su esfuerzo, le es sustraída por el leviatán del Estado si sumamos todos los impuestos directos e indirectos que usted paga cada año?
El Estado de Bienestar sigue dos normas fundamentales: ocultar el nivel real de recaudación con el que esquilma al ciudadano-contribuyente y piropearse constantemente describiendo sus supuestos beneficios para la mayoría de votantes (mientras abandona a la intemperie a la minoría más desfavorecida, a la que tendría obligación grave de proteger, por carecer de interés electoral). Utilizando varios trucos, la oligarquía parasitaria (“organismo que vive a costa de otro, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo”), experta escamoteadora, logra que el nivel real de extracción coercitiva de la propiedad privada de los ciudadanos necesaria para costear el tinglado pase desapercibida.
El primer truco es no cobrar un único impuesto sino ir inventando una multitud de impuestos distintos, a ser posible cobrables por entidades administrativas diferentes (Estado, Autonomías, Ayuntamientos) y en distintos momentos del año, para mayor camuflaje. Hoy en día el ciudadano paga impuestos tres veces: por ganar dinero (impuestos directos como el IRPF), por gastarlo (impuestos indirectos como el IVA, impuesto de matriculación, o los impuestos especiales sobre hidrocarburos), y por conservar lo que le quede (IBI, Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica, Impuesto de Patrimonio, etc.). A éstos habría que añadir todo tipo de tasas e impuestos menores.
El segundo truco es la retención a cuenta. Los políticos, siempre tan arteros, pronto entendieron que ojos que no ven, corazón que no siente, y que era mucho más indoloro que el contribuyente recibiera su salario neto de impuestos que exigirle pagar después de haberle dejado saborear los frutos de su esfuerzo durante unos meses. Este truco ha sido tan exitoso que muchos contribuyentes se alegran porque su declaración de IRPF “sale a devolver”, sin tener en cuenta todo lo que Hacienda les ha sustraído previamente.
El tercer truco es clave para el Estado de Bienestar y consiste en llamar a uno de los principales impuestos “Seguridad Social”, que suena fenomenal. Mediante esta argucia se hace creer al contribuyente que de algún modo está ahorrando para su jubilación cuando, en realidad, sólo está financiando las pensiones actuales. Asimismo, se le hace creer que adquiere un derecho, o sea, que existe una obligación por parte del Estado de tener fondos suficientes para financiar su pensión futura cuando se jubile (“ ¡tenga usted la Seguridad!”). En realidad el contribuyente, incluyendo aquél que haya estado cotizando toda una vida, no tiene derecho legal alguno a percibir ni un céntimo del Estado cuando se jubile, sino que tan sólo cuenta con la vaga promesa (que yo no calificaría AAA) de un político que está de paso. Los pensionistas del futuro lo descubrirán cuando vean disminuir el poder adquisitivo de sus pensiones públicas hasta que no den más que para palomitas (ahora sin ironía, ¡tenga usted la seguridad!).
El cuarto truco se llama progresividad fiscal, que establece como norma sacrosanta la existencia de tipos de gravamen crecientes en función de la renta. Este truco resulta particularmente perverso porque se reviste engañosamente de justicia con la perogrullada de que es justo que pague más quien más tiene (o quien más gana). En realidad, ésta es precisamente la definición de proporcionalidad: con un tipo impositivo proporcional alguien que gane diez veces más que otro pagará diez veces más impuestos (la proporción es algo mayor si incluimos la justa exención de las rentas más bajas). En realidad la progresividad fiscal es la forma sibilina con la que los políticos del Estado de Bienestar aumentan brutalmente los impuestos al contribuyente medio utilizando el siempre poderoso sentimiento de la envidia. El contribuyente aceptará con mayor facilidad una subida de impuestos si cree que su vecino más rico pagará aún más: “No se me enfade, los ricos pagarán aún más”. “Oh, ya me siento mejor: súbame los impuestos, por favor”.
El último truco consiste en mantener deliberadamente desinformado al contribuyente sobre el destino de los impuestos. ¿Sabían que sólo para pagar a los casi tres millones de empleados del sector público (que, por cierto, cobran de media un 50% más que los empleados del sector privado) se requiere la suma de la totalidad de lo recaudado por IRPF y una gran parte del IVA?
Volvamos al comienzo: ¿cuánto cuesta de verdad el llamado Estado de Bienestar? Pues bien, si sumamos la recaudación de IRPF, IVA e impuestos indirectos, los tributos locales (IBI, IVTM, etc.) y las contribuciones a la Seguridad Social, deduciendo lo que aportan al erario público las clases pasivas y los empleados públicos (sometidos a la misma fiscalidad aberrante) para obtener sólo su coste neto, y dividimos la cantidad resultante entre la suma de salarios y demás rentas de los trabajadores del sector privado que sostienen a duras penas todo el tinglado, ¿cuál es el tipo impositivo medio que paga cada trabajador para financiar el Estado de Bienestar? Agárrense: de media, cada trabajador español paga cerca del 65% de su salario en impuestos. O sea: de cada 100 euros que usted gana cada año con su esfuerzo, querido lector, el Estado se lleva 65 euros y a usted sólo le dejan conservar 35. De esos 65 que le quitan, a pensiones, educación y sanidad (la coartada) se destinan aproximadamente 27; los 38 restantes se destinan a mantener el tinglado, si me permiten resumirlo así. Ahora imagínense que no existiera más que un único impuesto, que no se practicara retención alguna y que el 30 de junio le exigieran al ciudadano el pago del 65% de todo lo que ganó el año anterior: ¿cuánto tardaría en producirse una revolución del contribuyente?
El Estado de Bienestar se ha convertido en un eufemismo totémico que nos va conduciendo inadvertidamente hacia un sistema despótico en el que una gigantesca burocracia política y administrativa arrebata al ciudadano una parte creciente de su propiedad privada con el pretexto de la prestación de servicios públicos “gratuitos”, mientras va reduciendo paulatinamente su grado de libertad hasta la linde de una servidumbre encubierta. Heredero subrepticio (por incruento) de los totalitarismos del s. XX, en el Estado de Bienestar el déspota (“soberano que gobierna sin sujeción a ley alguna (…) y abusa de su poder o autoridad”) no es un individuo, sino una oligarquía parasitaria que requiere para su subsistencia de un nivel creciente de recaudación.
Históricamente los Parlamentos nacieron para otorgar derechos a los ciudadanos-contribuyentes y defenderles, entre otras cosas, de una recaudación abusiva y arbitraria por parte del soberano. Así ocurrió en las Cortes de León de 1188 (las primeras cortes de la Historia) o en el Parlamento de Inglaterra en el s. XIII. Hoy en día, el Parlamento se ha convertido en un apéndice más del nuevo soberano, la oligarquía parasitaria, y aprueba constante y alegremente la creación de nuevos y excéntricos impuestos (o el aumento de éstos) despreciando al contribuyente y reduciéndolo a una total indefensión. De hecho, el contribuyente español del Estado de Bienestar del s. XXI tiene menos capacidad de decisión sobre la cuantía de los impuestos que paga que el que tenía el súbdito de las monarquías del s. XII, hace casi 900 años. Y luego dicen que estamos ante un avance de la civilización.
¿Sabe usted, querido lector, qué proporción de su renta, ganada con su esfuerzo, le es sustraída por el leviatán del Estado si sumamos todos los impuestos directos e indirectos que usted paga cada año?
El Estado de Bienestar sigue dos normas fundamentales: ocultar el nivel real de recaudación con el que esquilma al ciudadano-contribuyente y piropearse constantemente describiendo sus supuestos beneficios para la mayoría de votantes (mientras abandona a la intemperie a la minoría más desfavorecida, a la que tendría obligación grave de proteger, por carecer de interés electoral). Utilizando varios trucos, la oligarquía parasitaria (“organismo que vive a costa de otro, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo”), experta escamoteadora, logra que el nivel real de extracción coercitiva de la propiedad privada de los ciudadanos necesaria para costear el tinglado pase desapercibida.
El primer truco es no cobrar un único impuesto sino ir inventando una multitud de impuestos distintos, a ser posible cobrables por entidades administrativas diferentes (Estado, Autonomías, Ayuntamientos) y en distintos momentos del año, para mayor camuflaje. Hoy en día el ciudadano paga impuestos tres veces: por ganar dinero (impuestos directos como el IRPF), por gastarlo (impuestos indirectos como el IVA, impuesto de matriculación, o los impuestos especiales sobre hidrocarburos), y por conservar lo que le quede (IBI, Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica, Impuesto de Patrimonio, etc.). A éstos habría que añadir todo tipo de tasas e impuestos menores.
El segundo truco es la retención a cuenta. Los políticos, siempre tan arteros, pronto entendieron que ojos que no ven, corazón que no siente, y que era mucho más indoloro que el contribuyente recibiera su salario neto de impuestos que exigirle pagar después de haberle dejado saborear los frutos de su esfuerzo durante unos meses. Este truco ha sido tan exitoso que muchos contribuyentes se alegran porque su declaración de IRPF “sale a devolver”, sin tener en cuenta todo lo que Hacienda les ha sustraído previamente.
El tercer truco es clave para el Estado de Bienestar y consiste en llamar a uno de los principales impuestos “Seguridad Social”, que suena fenomenal. Mediante esta argucia se hace creer al contribuyente que de algún modo está ahorrando para su jubilación cuando, en realidad, sólo está financiando las pensiones actuales. Asimismo, se le hace creer que adquiere un derecho, o sea, que existe una obligación por parte del Estado de tener fondos suficientes para financiar su pensión futura cuando se jubile (“ ¡tenga usted la Seguridad!”). En realidad el contribuyente, incluyendo aquél que haya estado cotizando toda una vida, no tiene derecho legal alguno a percibir ni un céntimo del Estado cuando se jubile, sino que tan sólo cuenta con la vaga promesa (que yo no calificaría AAA) de un político que está de paso. Los pensionistas del futuro lo descubrirán cuando vean disminuir el poder adquisitivo de sus pensiones públicas hasta que no den más que para palomitas (ahora sin ironía, ¡tenga usted la seguridad!).
El cuarto truco se llama progresividad fiscal, que establece como norma sacrosanta la existencia de tipos de gravamen crecientes en función de la renta. Este truco resulta particularmente perverso porque se reviste engañosamente de justicia con la perogrullada de que es justo que pague más quien más tiene (o quien más gana). En realidad, ésta es precisamente la definición de proporcionalidad: con un tipo impositivo proporcional alguien que gane diez veces más que otro pagará diez veces más impuestos (la proporción es algo mayor si incluimos la justa exención de las rentas más bajas). En realidad la progresividad fiscal es la forma sibilina con la que los políticos del Estado de Bienestar aumentan brutalmente los impuestos al contribuyente medio utilizando el siempre poderoso sentimiento de la envidia. El contribuyente aceptará con mayor facilidad una subida de impuestos si cree que su vecino más rico pagará aún más: “No se me enfade, los ricos pagarán aún más”. “Oh, ya me siento mejor: súbame los impuestos, por favor”.
El último truco consiste en mantener deliberadamente desinformado al contribuyente sobre el destino de los impuestos. ¿Sabían que sólo para pagar a los casi tres millones de empleados del sector público (que, por cierto, cobran de media un 50% más que los empleados del sector privado) se requiere la suma de la totalidad de lo recaudado por IRPF y una gran parte del IVA?
Volvamos al comienzo: ¿cuánto cuesta de verdad el llamado Estado de Bienestar? Pues bien, si sumamos la recaudación de IRPF, IVA e impuestos indirectos, los tributos locales (IBI, IVTM, etc.) y las contribuciones a la Seguridad Social, deduciendo lo que aportan al erario público las clases pasivas y los empleados públicos (sometidos a la misma fiscalidad aberrante) para obtener sólo su coste neto, y dividimos la cantidad resultante entre la suma de salarios y demás rentas de los trabajadores del sector privado que sostienen a duras penas todo el tinglado, ¿cuál es el tipo impositivo medio que paga cada trabajador para financiar el Estado de Bienestar? Agárrense: de media, cada trabajador español paga cerca del 65% de su salario en impuestos. O sea: de cada 100 euros que usted gana cada año con su esfuerzo, querido lector, el Estado se lleva 65 euros y a usted sólo le dejan conservar 35. De esos 65 que le quitan, a pensiones, educación y sanidad (la coartada) se destinan aproximadamente 27; los 38 restantes se destinan a mantener el tinglado, si me permiten resumirlo así. Ahora imagínense que no existiera más que un único impuesto, que no se practicara retención alguna y que el 30 de junio le exigieran al ciudadano el pago del 65% de todo lo que ganó el año anterior: ¿cuánto tardaría en producirse una revolución del contribuyente?
El Estado de Bienestar se ha convertido en un eufemismo totémico que nos va conduciendo inadvertidamente hacia un sistema despótico en el que una gigantesca burocracia política y administrativa arrebata al ciudadano una parte creciente de su propiedad privada con el pretexto de la prestación de servicios públicos “gratuitos”, mientras va reduciendo paulatinamente su grado de libertad hasta la linde de una servidumbre encubierta. Heredero subrepticio (por incruento) de los totalitarismos del s. XX, en el Estado de Bienestar el déspota (“soberano que gobierna sin sujeción a ley alguna (…) y abusa de su poder o autoridad”) no es un individuo, sino una oligarquía parasitaria que requiere para su subsistencia de un nivel creciente de recaudación.
Históricamente los Parlamentos nacieron para otorgar derechos a los ciudadanos-contribuyentes y defenderles, entre otras cosas, de una recaudación abusiva y arbitraria por parte del soberano. Así ocurrió en las Cortes de León de 1188 (las primeras cortes de la Historia) o en el Parlamento de Inglaterra en el s. XIII. Hoy en día, el Parlamento se ha convertido en un apéndice más del nuevo soberano, la oligarquía parasitaria, y aprueba constante y alegremente la creación de nuevos y excéntricos impuestos (o el aumento de éstos) despreciando al contribuyente y reduciéndolo a una total indefensión. De hecho, el contribuyente español del Estado de Bienestar del s. XXI tiene menos capacidad de decisión sobre la cuantía de los impuestos que paga que el que tenía el súbdito de las monarquías del s. XII, hace casi 900 años. Y luego dicen que estamos ante un avance de la civilización.