Vivir o morir
Pablo esta nervioso: es su primer día de trabajo. Los hombres le gastan bromas y le llaman aprendiz de hombre. Cada vez le cuesta más comportarse como normalmente es: un muchacho un poco tímido, que tiene que empezar pronto a trabajar para poder vivir. Saca un cigarrillo, lo enciende y escucha un grito:
- ¡No! ¡No lo hagas!
¿Por qué le gritan? Él sólo ha prendido un cigarrillo...
- ¡Dios! ¿Qué ha ocurrido?
No lo entiende, a su joven cuerpo, le falta una mano, que está a dos metros de él. Pero ¿por qué le duele como si intentaran arrancársela por la fuerza? ¿Y los otros? No los puede distinguir. Su visión está borrosa; sólo alcanza a ver cuerpos mutilados y ningún signo de vida. Intenta moverse, pero es como si alguien tirara de su cuerpo para abajo. Grita con todo el terror que su garganta le permite; bañado de sudor, salta de la tierra y se abalanza hacia delante.
- ¡Oh! ¡Qué horrible sueño!
Siente en su cuerpo el dolor, en su boca el sabor de la tierra y ese olor tan penetrante del gas. Intenta dormir otra vez. Como no lo consigue, se levanta y va preparando un trozo de pan y un poco de chorizo hecho en rodajas, pues así llenará más pan. Esto le servirá de comida para todo el día. Dándose ánimos, se prepara para el primer día de trabajo.
Sale a la calle. Es una mañana de frío invierno. Pablo camina deprisa; con mano temblorosa estruja la pequeña chaqueta contra su pecho desgarbado de adolescente. Todo su cuerpo tirita por el frío de la calle o quizás por los nervios de su primer trabajo, piensa. Cuando entre en la mina, su cuerpo sentirá ese agradable calor que tantas veces ha escuchado contar a los mineros en la cantina del pueblo.
En la boca de la mina se encuentra a sus nuevos compañeros, todos hombres serios, con surcos negros en la cara y alrededor de los ojos; surcos que, por mucho que se laven, nunca desaparecen: forman parte del minero y dan a su mirada una dureza que nunca puede suavizar. Pero él sabe que esa dureza es sólo aparente, pues los conoce bien. Por eso aguanta sus bromas y chanzas, que todo pinche tiene que pasar.
Dentro se le ha pasado el frío, pero los nervios le siguen jugando una mala pasada. Su mano tiembla y no sabe cómo camuflarla para que sus compañeros acaben con las bromas. De pronto recuerda que la noche anterior había comprado una cajetilla de celtas; ahora que nadie le presta atención, pues todos están preparando sus utensilios, piensa fumarse uno para calmarse.
Pone el cigarrillo en sus labios y, con mano que tiembla y se niega a obedecer, lo enciende. De pronto escucha un grito:
- ¡No! ¡No lo hagas!
Y después, nada... Sólo una gran explosión y total oscuridad.
Uno de mis relatos cortos, para toda la gente minera que ellos entenderán
Pablo esta nervioso: es su primer día de trabajo. Los hombres le gastan bromas y le llaman aprendiz de hombre. Cada vez le cuesta más comportarse como normalmente es: un muchacho un poco tímido, que tiene que empezar pronto a trabajar para poder vivir. Saca un cigarrillo, lo enciende y escucha un grito:
- ¡No! ¡No lo hagas!
¿Por qué le gritan? Él sólo ha prendido un cigarrillo...
- ¡Dios! ¿Qué ha ocurrido?
No lo entiende, a su joven cuerpo, le falta una mano, que está a dos metros de él. Pero ¿por qué le duele como si intentaran arrancársela por la fuerza? ¿Y los otros? No los puede distinguir. Su visión está borrosa; sólo alcanza a ver cuerpos mutilados y ningún signo de vida. Intenta moverse, pero es como si alguien tirara de su cuerpo para abajo. Grita con todo el terror que su garganta le permite; bañado de sudor, salta de la tierra y se abalanza hacia delante.
- ¡Oh! ¡Qué horrible sueño!
Siente en su cuerpo el dolor, en su boca el sabor de la tierra y ese olor tan penetrante del gas. Intenta dormir otra vez. Como no lo consigue, se levanta y va preparando un trozo de pan y un poco de chorizo hecho en rodajas, pues así llenará más pan. Esto le servirá de comida para todo el día. Dándose ánimos, se prepara para el primer día de trabajo.
Sale a la calle. Es una mañana de frío invierno. Pablo camina deprisa; con mano temblorosa estruja la pequeña chaqueta contra su pecho desgarbado de adolescente. Todo su cuerpo tirita por el frío de la calle o quizás por los nervios de su primer trabajo, piensa. Cuando entre en la mina, su cuerpo sentirá ese agradable calor que tantas veces ha escuchado contar a los mineros en la cantina del pueblo.
En la boca de la mina se encuentra a sus nuevos compañeros, todos hombres serios, con surcos negros en la cara y alrededor de los ojos; surcos que, por mucho que se laven, nunca desaparecen: forman parte del minero y dan a su mirada una dureza que nunca puede suavizar. Pero él sabe que esa dureza es sólo aparente, pues los conoce bien. Por eso aguanta sus bromas y chanzas, que todo pinche tiene que pasar.
Dentro se le ha pasado el frío, pero los nervios le siguen jugando una mala pasada. Su mano tiembla y no sabe cómo camuflarla para que sus compañeros acaben con las bromas. De pronto recuerda que la noche anterior había comprado una cajetilla de celtas; ahora que nadie le presta atención, pues todos están preparando sus utensilios, piensa fumarse uno para calmarse.
Pone el cigarrillo en sus labios y, con mano que tiembla y se niega a obedecer, lo enciende. De pronto escucha un grito:
- ¡No! ¡No lo hagas!
Y después, nada... Sólo una gran explosión y total oscuridad.
Uno de mis relatos cortos, para toda la gente minera que ellos entenderán
Mari que bonito.... como me gustan tus relatos!