QUINCE MINUTOS
Por: Mari Blanco
A mitad de la larga entrada del hotel donde vivía pensó que debía de ser tarde; otra vez su holgazanería mañanera le había jugado una mala pasada, aunque hoy tenía una buena excusa: su despertador no había sonado.
Se apresuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez. Llegaría con tiempo sobrado donde iba. Su madre siempre le decía que esos quince minutos que ponía de más al despertador para gandulear eran una tontería; que siempre se levantaba tarde. Pero ahora que vivía solo seguía haciendo lo mismo y seguía llegando tarde. Sus amigos le gastaban bromas y llamaban a sus atrasos “los quince minutos de ilusión”.
Era raro, pero esta mañana, mientras conocía su motocicleta, ningún automovilista le insultaba, como de costumbre: “ ¡Cabrito, hijo de...! ¡Te vas a estrellar! ¡Lávate la cara, que no ves!” Estas lindezas y otras por el estilo era lo que escuchaba todas las mañanas. Pero hoy no tenía que sortear ningún coche: los semáforos estaban todos en verde; incluso tuvo aparcamiento cuando llegó, justo a las nueve. ¿A quién se le había ocurrido poner un funeral tan temprano? Hay gustos para todos.
Entró en la sala y se extrañó de que estuviera vacía. Sólo al fondo esperaba tranquilamente el difunto. Seguramente que este no tendría prisa nunca más.
Se acercó a la caja y contempló al muerto. Retrocedió unos pasos y soltó una carcajada que retumbó como un trueno en la sala vacía. Sus amigos tendrían que tragarse los reproches, cuando le decían: “Llegarás tarde a tu propio entierro”
Él era el único que estaba allí. Todos los demás estarían usando “los quince minutos de ilusión”.
* * *
Por: Mari Blanco
A mitad de la larga entrada del hotel donde vivía pensó que debía de ser tarde; otra vez su holgazanería mañanera le había jugado una mala pasada, aunque hoy tenía una buena excusa: su despertador no había sonado.
Se apresuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez. Llegaría con tiempo sobrado donde iba. Su madre siempre le decía que esos quince minutos que ponía de más al despertador para gandulear eran una tontería; que siempre se levantaba tarde. Pero ahora que vivía solo seguía haciendo lo mismo y seguía llegando tarde. Sus amigos le gastaban bromas y llamaban a sus atrasos “los quince minutos de ilusión”.
Era raro, pero esta mañana, mientras conocía su motocicleta, ningún automovilista le insultaba, como de costumbre: “ ¡Cabrito, hijo de...! ¡Te vas a estrellar! ¡Lávate la cara, que no ves!” Estas lindezas y otras por el estilo era lo que escuchaba todas las mañanas. Pero hoy no tenía que sortear ningún coche: los semáforos estaban todos en verde; incluso tuvo aparcamiento cuando llegó, justo a las nueve. ¿A quién se le había ocurrido poner un funeral tan temprano? Hay gustos para todos.
Entró en la sala y se extrañó de que estuviera vacía. Sólo al fondo esperaba tranquilamente el difunto. Seguramente que este no tendría prisa nunca más.
Se acercó a la caja y contempló al muerto. Retrocedió unos pasos y soltó una carcajada que retumbó como un trueno en la sala vacía. Sus amigos tendrían que tragarse los reproches, cuando le decían: “Llegarás tarde a tu propio entierro”
Él era el único que estaba allí. Todos los demás estarían usando “los quince minutos de ilusión”.
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