Para LOLI, mi amiga de la infancia y de siempre.
AQUEL RECREO
Tengo un vago recuerdo de mis primeros años en la escuela, pero contando ocho años, vino una maestra nueva, muy seria, con el pelo recogido en un moño y con cara de cabo chusquero. Al mismo tiempo llegó un maestro a la escuela de los niños, trayendo un método nuevo de castigos: sacar a los alumnos a la calle con los brazos en cruz y un libro en cada mano. Así, todo el que pasaba por la carretera veía a los niños malos castigados. Mi maestra era mas benévola: reglazos en las manos y castigos de rodillas, con garbanzos debajo para que aprendiéramos a portarnos bien.
Siempre recordaré un castigo muy elaborado y malvado. Supongo que lo estuvo meditando al principio del invierno para ejecutarlo ya al final.
Llevaba nevando todo el mes. Por la noche helaba; por el día calentaba el sol y la nieve se ablandaba y quedaba ideal para cogerla y hacer figuras o bolas de nieve. Como no podíamos correr ni saltar la presa del río, por los peligros que entrañaba, decidimos hacer una guerra contra los niños, que estaban tan aburridos como nosotras. Comenzamos en la carretera, arrojándonos proyectiles blancos, pero como ellos los hacían más apretados y tenían mejor puntería, nos cobijamos en el portal de la escuela. Desde allí, protegidas por la puerta y las ventanas, les lanzábamos las bolas de nieve con mejor puntería que ellos, ya que las suyas se colaban por la puerta, pero no daban en el blanco. Así estuvimos todo el recreo, festejando que la batalla la estábamos ganando y no teníamos bajas, cuando salió la maestra como un vendaval, arrasando risas y festejos: los niños a su escuela y cinco de las guerreras a la mesa del general al mando. Esperábamos con miradas bajas el consiguiente castigo, preparando las manos o las rodillas para la ocasión.
Nos tuvo firmes un rato, mientras ella repasaba papeles, que colocaba una y otra vez, cuando de pronto se quitó las gafas y dijo que la acompañáramos. Fuimos detrás de ella en fila de una. Al llegar al pasillo, que estaba lleno de proyectiles de todos los tamaños, nos dijo que eligiéramos dos cada una y volviéramos a clase. Una vez allí, nos colocó al fondo, con los brazos en cruz y una bola en cada mano, mientras nos decía: “Quiero los brazos bien rectos y ni una palabra”.
Así quedamos, no sé cuánto tiempo, pero me pareció una eternidad, porque pasaba muy lentamente. Nosotras nos mirábamos de reojo, con cara de estar pasándolo mal. Con el calor la nieve se iba derritiendo y empapando las mangas de los jerséis de lana que todas usábamos. Llegó un momento en que, debajo de nuestras manos, rojas y tan heladas que ya no las sentíamos, se fue formando un charquito de agua, provocando risitas disimulas y comentarios bajitos, pues parecía que nos estábamos meando.
No sé cuánto tiempo hubiéramos aguantado en semejante situación, cuando la Jefa, apiadándose de nosotras o pensando que después habría que recoger toda el agua, nos levantó el castigo. Mandó que tiráramos la nieve a la calle, de una en una, y después calentáramos las manos en el agua. La escuela tenía en el centro una estufa de carbón y leña, con una lata llena de agua encima, siempre caliente, para lavarse las manos cuando echabas carbón y te las ensuciabas.
Muy contentas, pensando que, al fin, el castigo no había sido tan malo como pensábamos, sumergimos las manos en aquella agua, agradeciendo el calor que desprendía, cuando, al segundo, el dolor se hizo insoportable. Un latigazo recorrió manos y brazos, y unos lagrimones asomaron a nuestros ojos inocentes. Con la cabeza doblada, para que no nos viera llorar, nos fuimos cada una a nuestro banco.
Siempre tengo en la memoria aquel recreo y la lección que aprendí la puse siempre en práctica en mis años de batallas con la nieve. Cuando las manos se me quedaban heladas, las calentaba debajo del sobaco: el calor de mi cuerpo las desentumecía y les daban vida para comenzar una nueva ofensiva bélica.
Mª Blanco
AQUEL RECREO
Tengo un vago recuerdo de mis primeros años en la escuela, pero contando ocho años, vino una maestra nueva, muy seria, con el pelo recogido en un moño y con cara de cabo chusquero. Al mismo tiempo llegó un maestro a la escuela de los niños, trayendo un método nuevo de castigos: sacar a los alumnos a la calle con los brazos en cruz y un libro en cada mano. Así, todo el que pasaba por la carretera veía a los niños malos castigados. Mi maestra era mas benévola: reglazos en las manos y castigos de rodillas, con garbanzos debajo para que aprendiéramos a portarnos bien.
Siempre recordaré un castigo muy elaborado y malvado. Supongo que lo estuvo meditando al principio del invierno para ejecutarlo ya al final.
Llevaba nevando todo el mes. Por la noche helaba; por el día calentaba el sol y la nieve se ablandaba y quedaba ideal para cogerla y hacer figuras o bolas de nieve. Como no podíamos correr ni saltar la presa del río, por los peligros que entrañaba, decidimos hacer una guerra contra los niños, que estaban tan aburridos como nosotras. Comenzamos en la carretera, arrojándonos proyectiles blancos, pero como ellos los hacían más apretados y tenían mejor puntería, nos cobijamos en el portal de la escuela. Desde allí, protegidas por la puerta y las ventanas, les lanzábamos las bolas de nieve con mejor puntería que ellos, ya que las suyas se colaban por la puerta, pero no daban en el blanco. Así estuvimos todo el recreo, festejando que la batalla la estábamos ganando y no teníamos bajas, cuando salió la maestra como un vendaval, arrasando risas y festejos: los niños a su escuela y cinco de las guerreras a la mesa del general al mando. Esperábamos con miradas bajas el consiguiente castigo, preparando las manos o las rodillas para la ocasión.
Nos tuvo firmes un rato, mientras ella repasaba papeles, que colocaba una y otra vez, cuando de pronto se quitó las gafas y dijo que la acompañáramos. Fuimos detrás de ella en fila de una. Al llegar al pasillo, que estaba lleno de proyectiles de todos los tamaños, nos dijo que eligiéramos dos cada una y volviéramos a clase. Una vez allí, nos colocó al fondo, con los brazos en cruz y una bola en cada mano, mientras nos decía: “Quiero los brazos bien rectos y ni una palabra”.
Así quedamos, no sé cuánto tiempo, pero me pareció una eternidad, porque pasaba muy lentamente. Nosotras nos mirábamos de reojo, con cara de estar pasándolo mal. Con el calor la nieve se iba derritiendo y empapando las mangas de los jerséis de lana que todas usábamos. Llegó un momento en que, debajo de nuestras manos, rojas y tan heladas que ya no las sentíamos, se fue formando un charquito de agua, provocando risitas disimulas y comentarios bajitos, pues parecía que nos estábamos meando.
No sé cuánto tiempo hubiéramos aguantado en semejante situación, cuando la Jefa, apiadándose de nosotras o pensando que después habría que recoger toda el agua, nos levantó el castigo. Mandó que tiráramos la nieve a la calle, de una en una, y después calentáramos las manos en el agua. La escuela tenía en el centro una estufa de carbón y leña, con una lata llena de agua encima, siempre caliente, para lavarse las manos cuando echabas carbón y te las ensuciabas.
Muy contentas, pensando que, al fin, el castigo no había sido tan malo como pensábamos, sumergimos las manos en aquella agua, agradeciendo el calor que desprendía, cuando, al segundo, el dolor se hizo insoportable. Un latigazo recorrió manos y brazos, y unos lagrimones asomaron a nuestros ojos inocentes. Con la cabeza doblada, para que no nos viera llorar, nos fuimos cada una a nuestro banco.
Siempre tengo en la memoria aquel recreo y la lección que aprendí la puse siempre en práctica en mis años de batallas con la nieve. Cuando las manos se me quedaban heladas, las calentaba debajo del sobaco: el calor de mi cuerpo las desentumecía y les daban vida para comenzar una nueva ofensiva bélica.
Mª Blanco
Gracias por tú relato María Luisa, ya los echabamos de menos. Muy bonito, nos transporta a otros tiempos muy distintos a los actuales. Desgraciadamente existían maestros muy crueles, pero afortunadamente no lo eran todos. Yo recuerdo algunos con cariño y otros prefiero olvidarlos.