que lo lleven en una caja. Mi madre levanta la voz y dice que es lo último que hará por su amiga y, si es la única mujer que la acompaña, mejor, que así tendrán algo de qué hablar en el pueblo. Las voces se han callado, pero conociendo a mi madre, sé que él la acompañará a donde sea. Se abre la puerta y sale mi padre con cara de pocos amigos y detrás mi mamá, muy bonita; parece más joven: se ha dejado el pelo suelto y lo sujeta con sus guardadas horquillas de plata. Pasa por mi lado y me dice:
-Te vas a casa de tu amigo, y no andes por la calle hasta que yo vuelva.
Se agarra del brazo de mi padre, que alegra la cara y no parece ya enfadado, y se van los dos juntos.
Voy corriendo a casa de Toñín. Allí esta su madre con más vecinas. Cuando yo me acerco se callan y llama a mi amigo. Nos ponemos a jugar a los cartones, y le pregunto si sabe qué ha pasado. Me cuenta que ha escuchado a su madre que Manuela se ha muerto; que hacía días que sus ventanas estaban cerradas y alguien ha llamado a la guardia civil; que, cuando han abierto, la han encontrado acostada en la cama, vestida y arreglada como para ir a una fiesta; que se la veía muy guapa y joven, como si esperara a alguien.
-Pobrecita -le digo-. Para una vez que alguien la invita, va y se muere. Si es que hay personas con mala pata.
-Muy mala pata -contesta Toñin-. Pero ya era mayor, ¿verdad?
-No mucho; de la edad de mi madre.
Seguimos jugando y, cuando creo que ya es hora, me despido de mi amigo. Su madre y las demás vecinas siguen cuchicheando.
En mi casa, todo parece triste. Llevamos unas semanas en que mi mamá no habla, solo nos regaña, y algunas veces la veo llorar. Espero que no haga lo que la madre de Manoli, porque nosotros sí le hacemos caso y la queremos.
Hoy ha venido mi hermano con el pequeñajo y la casa parece otra, había risas y mi mamá le ha cantado una nana para dormirlo. No me gusta el renacuajo, que todo lo desordena, pero si mi mamá va estar feliz otra vez, lo aguantaré.
Las clases han comenzado. Nada parece lo mismo; paso por delante de la casa de la señorita Manoli, su jardín está seco y están creciendo los espinos. Las hojas muertas y los papeles se acumulan en el rincón y los hombres no están en la puerta del bar. Añoro sus risotadas y sus batas floreadas y su “Adiós rapaz, pórtate bien y quiere mucho a tu mamá”. Hoy se me escapó una lágrima de pena, o quizás fue que me entró polvo de la suciedad acumulada.
* * *
Va pasando, el otoño; después el invierno, más helado que otros años. O seré yo, que me hago mayor y noto más el frío. Hasta suspiro igual que mi madre, cuando paso por delante de la vieja y vacía casona. Esta mañana, a mi regreso de la escuela, he visto un enorme coche negro delante de la puerta, las ventanas de la casa abiertas, y un hombre grande y fuerte jugando con dos niñas morenas encima de los papeles y las hojas amontonadas. Muy formal, les he dado los buenos días. Me han sonreído y él, con un acento un poco extraño, me ha contestado:
-Buenos días, pibe, ¿y vos quién sois?
Con voz fría como la mañana y parecida a la de mi madre, le he contestado:
-El hijo de la única amiga de la señorita Manoli.
Y he seguido mi camino con la cabeza alta y la boca abierta, tragando el fresco aire y pensando que mi madre se sentiría orgullosa de mí.
M. BLANCO
-Te vas a casa de tu amigo, y no andes por la calle hasta que yo vuelva.
Se agarra del brazo de mi padre, que alegra la cara y no parece ya enfadado, y se van los dos juntos.
Voy corriendo a casa de Toñín. Allí esta su madre con más vecinas. Cuando yo me acerco se callan y llama a mi amigo. Nos ponemos a jugar a los cartones, y le pregunto si sabe qué ha pasado. Me cuenta que ha escuchado a su madre que Manuela se ha muerto; que hacía días que sus ventanas estaban cerradas y alguien ha llamado a la guardia civil; que, cuando han abierto, la han encontrado acostada en la cama, vestida y arreglada como para ir a una fiesta; que se la veía muy guapa y joven, como si esperara a alguien.
-Pobrecita -le digo-. Para una vez que alguien la invita, va y se muere. Si es que hay personas con mala pata.
-Muy mala pata -contesta Toñin-. Pero ya era mayor, ¿verdad?
-No mucho; de la edad de mi madre.
Seguimos jugando y, cuando creo que ya es hora, me despido de mi amigo. Su madre y las demás vecinas siguen cuchicheando.
En mi casa, todo parece triste. Llevamos unas semanas en que mi mamá no habla, solo nos regaña, y algunas veces la veo llorar. Espero que no haga lo que la madre de Manoli, porque nosotros sí le hacemos caso y la queremos.
Hoy ha venido mi hermano con el pequeñajo y la casa parece otra, había risas y mi mamá le ha cantado una nana para dormirlo. No me gusta el renacuajo, que todo lo desordena, pero si mi mamá va estar feliz otra vez, lo aguantaré.
Las clases han comenzado. Nada parece lo mismo; paso por delante de la casa de la señorita Manoli, su jardín está seco y están creciendo los espinos. Las hojas muertas y los papeles se acumulan en el rincón y los hombres no están en la puerta del bar. Añoro sus risotadas y sus batas floreadas y su “Adiós rapaz, pórtate bien y quiere mucho a tu mamá”. Hoy se me escapó una lágrima de pena, o quizás fue que me entró polvo de la suciedad acumulada.
* * *
Va pasando, el otoño; después el invierno, más helado que otros años. O seré yo, que me hago mayor y noto más el frío. Hasta suspiro igual que mi madre, cuando paso por delante de la vieja y vacía casona. Esta mañana, a mi regreso de la escuela, he visto un enorme coche negro delante de la puerta, las ventanas de la casa abiertas, y un hombre grande y fuerte jugando con dos niñas morenas encima de los papeles y las hojas amontonadas. Muy formal, les he dado los buenos días. Me han sonreído y él, con un acento un poco extraño, me ha contestado:
-Buenos días, pibe, ¿y vos quién sois?
Con voz fría como la mañana y parecida a la de mi madre, le he contestado:
-El hijo de la única amiga de la señorita Manoli.
Y he seguido mi camino con la cabeza alta y la boca abierta, tragando el fresco aire y pensando que mi madre se sentiría orgullosa de mí.
M. BLANCO