Manocho, (Manuel Rabanal) escribió hace años este artículo publicado en el ABC sobre Marcones). Es genial.
AMOR Y PEDAGOGIA:
Marcos Guisoraga -el tio “Marcones”- era un vecino de mi pueblo leonés La Magdalena de Canales, que vivía pobremente junto a un arroyo que baja de la Pedrera, entre portalinas y establos para las vacas del barrio.
Nunca pasó hambre, eso no. Y nunca la pasó porque era hombre mañoso, que mojaba a la vez en los rudimentos de tres o cuatro artesanías: algo zapatero, algo silletero, algo leñador, algo barbero…..
Y además porque entre sus barbazas solemnes, hirsutas, de chivo o de sabio alejandrino, se abria la boca que daba acceso al estómago más resisitente del género humano. Casi todas las especies de la fauna rural sabían, después de muertas, lo que era la potencia gástrica de “ Marcones”. Principalmente la especie canina. Formarian legíón –o jauría- los perros de que dio buena cuenta el aparato digestivo del tio Marcos
En los últimos años de su vida, las células del viejo “canívoro” (comedor de canes) debían tener más de “perridad” que de humanidad. Hasta el punto de que, cuando atravesaba pacíficamente las calles del lugar, no había mastín, ni cazón, ni faldero, o gozquejo que no le ladrara desesperadamente, con el rabioso ulular de la bestia qie otea su sepulcro irremdiable.
Así era, sin género alguno de fantasia, la estampa del hombre que llevó la sarcofagia necrofágica hasta el límite de pre-homérico, sin parangón posible en los tiempos modernos.
Hay múltiples momentos en mi vida en que el recuerdo de “Marcones”, la imagen lugareña de los perros que ladraban a su paso, me asalta con un ímpetu que bordea la obsesión.
Yo, pedagogo por oficio y beneficio, he podido observar que en mis brazos, en mi simple presencia, suelen llorar todos los niños de teta.
Paréceme como si un hado perverso se empeñara en volver irreconciliable el duo unamuniano de “Amor y Pedagogia”, Parece como si un olorcillo especial delatara a las elementales antenas de los infantes mamoncillos mi, ya pasada, fama académica de
comerme “ a los niños crudos”.
No sé si mis compañeros –prolíficos y tenérrimos padres de familia algunos- les pasará lo mismo que a mí. Aunque así sea, mi desgracia no es pequeña.
Un estigma especial – el estigma quevedesco de los viejos dómines del Barroco –debemos de llevar en la frente los gramatistas, los didáscolos, los paldotribas, que nos vuelve instintivamente antipáticos a las más reciente e indefensa fase de la humanidad vegetativa.
¡A nosotros, que habíamos hecho del humanismo santo y seña…..!
AMOR Y PEDAGOGIA:
Marcos Guisoraga -el tio “Marcones”- era un vecino de mi pueblo leonés La Magdalena de Canales, que vivía pobremente junto a un arroyo que baja de la Pedrera, entre portalinas y establos para las vacas del barrio.
Nunca pasó hambre, eso no. Y nunca la pasó porque era hombre mañoso, que mojaba a la vez en los rudimentos de tres o cuatro artesanías: algo zapatero, algo silletero, algo leñador, algo barbero…..
Y además porque entre sus barbazas solemnes, hirsutas, de chivo o de sabio alejandrino, se abria la boca que daba acceso al estómago más resisitente del género humano. Casi todas las especies de la fauna rural sabían, después de muertas, lo que era la potencia gástrica de “ Marcones”. Principalmente la especie canina. Formarian legíón –o jauría- los perros de que dio buena cuenta el aparato digestivo del tio Marcos
En los últimos años de su vida, las células del viejo “canívoro” (comedor de canes) debían tener más de “perridad” que de humanidad. Hasta el punto de que, cuando atravesaba pacíficamente las calles del lugar, no había mastín, ni cazón, ni faldero, o gozquejo que no le ladrara desesperadamente, con el rabioso ulular de la bestia qie otea su sepulcro irremdiable.
Así era, sin género alguno de fantasia, la estampa del hombre que llevó la sarcofagia necrofágica hasta el límite de pre-homérico, sin parangón posible en los tiempos modernos.
Hay múltiples momentos en mi vida en que el recuerdo de “Marcones”, la imagen lugareña de los perros que ladraban a su paso, me asalta con un ímpetu que bordea la obsesión.
Yo, pedagogo por oficio y beneficio, he podido observar que en mis brazos, en mi simple presencia, suelen llorar todos los niños de teta.
Paréceme como si un hado perverso se empeñara en volver irreconciliable el duo unamuniano de “Amor y Pedagogia”, Parece como si un olorcillo especial delatara a las elementales antenas de los infantes mamoncillos mi, ya pasada, fama académica de
comerme “ a los niños crudos”.
No sé si mis compañeros –prolíficos y tenérrimos padres de familia algunos- les pasará lo mismo que a mí. Aunque así sea, mi desgracia no es pequeña.
Un estigma especial – el estigma quevedesco de los viejos dómines del Barroco –debemos de llevar en la frente los gramatistas, los didáscolos, los paldotribas, que nos vuelve instintivamente antipáticos a las más reciente e indefensa fase de la humanidad vegetativa.
¡A nosotros, que habíamos hecho del humanismo santo y seña…..!