3. El parto.
Según los resultados de la encuesta, en casi todos los pueblos había una o varias mujeres qué hacían de partera y que ejercía esta profesión como algo sagrado.
El parto, un rasgo más del amplio complejo cultural que formaba el tabú sexual, era presenciado por la partera y por la madre y la suegra de la que iba a dar a luz. Estas personas, encerradas en la habitación matrimonial de la casa y a la luz de un candil de aceite la mayoría de las veces, atendían a la parturienta cuando llegaba su hora.
El parto se desarrollaba, poco más o menos, como nos lo narra una de las mujeres entrevistadas y perteneciente a la zona de Ribera: “Primeramente se preparaba a la que iba a dar a luz atándola un pañuelo por encima del vientre, que luego se iría corriendo hacia abajo para ayudar a la criatura a salir a la luz. Luego la partera, colocada en cuclillas sobre la cama y con sus rodillas a la altura de los riñones de la parturienta, la ayudaba a sacar al hijo del vientre. Terminado el parto, envolvía el vientre de la madre en un lienzo fuertemente ceñido y la colocaba la ropa que tenía puesta, ya que durante el parto seguía vestida con toda la ropa por miedo a que cogieses frío.
Por otra parte, al recién nacido le cortaba el ombligo con un cuchillo, se lo ataba con un trozo de tela y se lo untaba con aceite; luego, sin lavar, le enfundaba con un lienzo de pies a cabeza. De cuando en cuando le echaba serrín fino que servía de secante.”
En cuanto al trato de la recién parida, las diferencias que se registran en la provincia son mínimas. Así, por ejemplo, en la Ribera tenían costumbre de permanecer ocho días en cama después del parto. “Este tiempo lo pasaban a caldo de gallina, galletas y vino blanco”. En la Montaña el reposo “post partum” era de ocho a diez días y la dieta alimenticia era a base de vino, azúcar y algún caldo recomendado por la partera.
En general se puede decir que el permanecer en cama los ocho o diez días después del parto fue lo más común en todo León y que la alimentación era escasa. No obstante, se solían prodigar toda clase de cuidados a la que había dado a luz, excepto el de la higiene, que parece no entraba en la pautas de conducta de la cultura rural leonesa de aquel entonces.
En cuanto al niño, si nacía débil, le reanimaban con vino y si la madre no tenía suficiente leche para amamantarle, lo cual era relativamente frecuente, dados los largos periodos de lactancia, que duraban hasta dos años, y la continua procreación, le alimentaban con tila, con una especie de sopas de ajo sin pimiento, con agua azucarada, etc. También existió la costumbre de dárselo a alguna vecina del pueblo para que lo amamantase o amamantarlo a una cabra, a la que se dejaba en plena libertad por los campos para que pudiese apacentarse mejor.
Los días inmediatos después del parto, las vecinas iban a visitar a la madre y a su criatura, a quienes ofrecían la “visita”, que consistía en huevos, dulces, una gallina, etc. La “visita” solía ser mayor si el recién nacido era varón.
Fue costumbre también en nuestra provincia la observancia de la cuarentena. La madre permanecía en casa durante cuarenta días en absoluto aislamiento de la comunidad, y si por alguna urgente necesidad tenía que salir de casa, lo hacía con el mayor cuidado de no ser vista por ninguna de las personal del pueblo. También se había de cuidar de pasar por delante de la iglesia. Esta era una falta que la comunidad rural criticaba duramente: “a ninguna mujer le estaba permitido pasar por delante de la casa de Dios durante la cuarentena, antes de purificarse”.
4. El bautizo
Cuando nacía un niño en la familia, se encendía una lámpara o candil y no se apagaba hasta el día del bautizo. Esto se hacía para que las brujas y los malos espíritus no se acercasen al recién nacido mientras fuese moro, nombre que se daba al niño hasta el día de ser bautizado.
La fecha del bautismo solía ser entre los ocho y quince días después del nacimiento. En cuanto a los padrinos no había unas normas comunes: bien podían ser los que habían hecho de padrinos en la boda de los padres, principalmente en el caso del primogénito, bien los abuelos, los tíos, primos o hermanos mayores.
A la ceremonia del bautismo, celebrada en una lengua y con una serie de símbolos y signos ininteligibles para todos los presentes, solían asistir además de los padrinos, el padre y los abuelos del niño, pero nunca la madre, que debía permanecer en casa cumpliendo la cuarentena.
El nombre para el bautizado generalmente lo determinaban los padrinos y solía ser el de algún abuelo o familiar antepasado o también el del santo del día. También fue costumbre en alguna región de la provincia que el nombre lo diese el cura del pueblo, tomándolo del santoral romano. Este hecho hace que hoy aparezcan una serie de nombres poco usuales, que caracterizan determinadas regiones o comarcas. Así, en una región de la zona de Ribera, donde los sacerdotes tuvieron esta costumbre, hoy aparecen estos nombres entre otros: Aciscio, Capitulina, Cleominio, Epistulina, Erasto, Eresvita, Erótida, Fredesvinda, Fridoino, Fabriciano, Ulpiano, Procopio, Quinidio, Ripresina, Rolindes, etc.
5. La salida a misa o purificación.
Durante cuarenta días después del parto se consideraba a la que había dado a luz impura o contaminada por el hecho del parto. Pasados estos días, a imitación de la Virgen María, se celebraba la “salida a misa” o purificación que consistía en ir a la iglesia con el niño, acompañada de su madre o de la madrina del niño, y presentarse al sacerdote para recibir la bendición. La ceremonia consistía más o menos en el siguiente ritual: el sacerdote esperaba a la puerta de la iglesia y allí rociaba con agua bendita a la madre y al niño, después de rezar unos salmos y oraciones e imponer sobre ellos la estola. Una vez hechas estas primeras purificaciones, la madre o madrina, que acompañaba a la que iba a purificarse, tomaba agua bendita y les daba “la entrada” a ambos, madre e hijo, en la iglesia. La madre, con su hijo en brazos, permanecía toda la misa con una vela encendida en sus manos y al llegar el ofertorio presentaba al sacerdote una jarra de vino y un panecillo, llamado la “oblata”, en acción de gracias por el fruto de sus entrañas. Terminada la misa tendía a su hijo sobre el altar de San José si era niño o sobre el altar de la Virgen si era niña, y se lo ofrecía al santo, impetrando sobre él su protección.
Después de la purificación, la madre, de vuelta para casa, mostraba su hijo a las vecinas y se presentaba ella misma en público, pues ya estaba purificada.
En el caso de las madres solteras, también se daba la purificación, pero no podían llevar el cirio encendido y la entrada en la iglesia se la daba la mujer que las acompañaba, pero no salía el sacerdote a recibirlas ni a darlas la bendición.
Como el hecho de ser madre soltera era una de las faltas más graves ante la comunidad rural, la mujer soltera que salía a misa no podía mostrar su hijo a las vecinas y éstas procuraban no encontrarse con ella en las calles, ya que no podían felicitarla por su maternidad. No obstante, según anota alguna de las entrevistadas, detrás de cada puerta o al lado de las contraventanas de cada casa siempre había unos ojos que espiaban a la madre soltera en su salida a misa.
Según los resultados de la encuesta, en casi todos los pueblos había una o varias mujeres qué hacían de partera y que ejercía esta profesión como algo sagrado.
El parto, un rasgo más del amplio complejo cultural que formaba el tabú sexual, era presenciado por la partera y por la madre y la suegra de la que iba a dar a luz. Estas personas, encerradas en la habitación matrimonial de la casa y a la luz de un candil de aceite la mayoría de las veces, atendían a la parturienta cuando llegaba su hora.
El parto se desarrollaba, poco más o menos, como nos lo narra una de las mujeres entrevistadas y perteneciente a la zona de Ribera: “Primeramente se preparaba a la que iba a dar a luz atándola un pañuelo por encima del vientre, que luego se iría corriendo hacia abajo para ayudar a la criatura a salir a la luz. Luego la partera, colocada en cuclillas sobre la cama y con sus rodillas a la altura de los riñones de la parturienta, la ayudaba a sacar al hijo del vientre. Terminado el parto, envolvía el vientre de la madre en un lienzo fuertemente ceñido y la colocaba la ropa que tenía puesta, ya que durante el parto seguía vestida con toda la ropa por miedo a que cogieses frío.
Por otra parte, al recién nacido le cortaba el ombligo con un cuchillo, se lo ataba con un trozo de tela y se lo untaba con aceite; luego, sin lavar, le enfundaba con un lienzo de pies a cabeza. De cuando en cuando le echaba serrín fino que servía de secante.”
En cuanto al trato de la recién parida, las diferencias que se registran en la provincia son mínimas. Así, por ejemplo, en la Ribera tenían costumbre de permanecer ocho días en cama después del parto. “Este tiempo lo pasaban a caldo de gallina, galletas y vino blanco”. En la Montaña el reposo “post partum” era de ocho a diez días y la dieta alimenticia era a base de vino, azúcar y algún caldo recomendado por la partera.
En general se puede decir que el permanecer en cama los ocho o diez días después del parto fue lo más común en todo León y que la alimentación era escasa. No obstante, se solían prodigar toda clase de cuidados a la que había dado a luz, excepto el de la higiene, que parece no entraba en la pautas de conducta de la cultura rural leonesa de aquel entonces.
En cuanto al niño, si nacía débil, le reanimaban con vino y si la madre no tenía suficiente leche para amamantarle, lo cual era relativamente frecuente, dados los largos periodos de lactancia, que duraban hasta dos años, y la continua procreación, le alimentaban con tila, con una especie de sopas de ajo sin pimiento, con agua azucarada, etc. También existió la costumbre de dárselo a alguna vecina del pueblo para que lo amamantase o amamantarlo a una cabra, a la que se dejaba en plena libertad por los campos para que pudiese apacentarse mejor.
Los días inmediatos después del parto, las vecinas iban a visitar a la madre y a su criatura, a quienes ofrecían la “visita”, que consistía en huevos, dulces, una gallina, etc. La “visita” solía ser mayor si el recién nacido era varón.
Fue costumbre también en nuestra provincia la observancia de la cuarentena. La madre permanecía en casa durante cuarenta días en absoluto aislamiento de la comunidad, y si por alguna urgente necesidad tenía que salir de casa, lo hacía con el mayor cuidado de no ser vista por ninguna de las personal del pueblo. También se había de cuidar de pasar por delante de la iglesia. Esta era una falta que la comunidad rural criticaba duramente: “a ninguna mujer le estaba permitido pasar por delante de la casa de Dios durante la cuarentena, antes de purificarse”.
4. El bautizo
Cuando nacía un niño en la familia, se encendía una lámpara o candil y no se apagaba hasta el día del bautizo. Esto se hacía para que las brujas y los malos espíritus no se acercasen al recién nacido mientras fuese moro, nombre que se daba al niño hasta el día de ser bautizado.
La fecha del bautismo solía ser entre los ocho y quince días después del nacimiento. En cuanto a los padrinos no había unas normas comunes: bien podían ser los que habían hecho de padrinos en la boda de los padres, principalmente en el caso del primogénito, bien los abuelos, los tíos, primos o hermanos mayores.
A la ceremonia del bautismo, celebrada en una lengua y con una serie de símbolos y signos ininteligibles para todos los presentes, solían asistir además de los padrinos, el padre y los abuelos del niño, pero nunca la madre, que debía permanecer en casa cumpliendo la cuarentena.
El nombre para el bautizado generalmente lo determinaban los padrinos y solía ser el de algún abuelo o familiar antepasado o también el del santo del día. También fue costumbre en alguna región de la provincia que el nombre lo diese el cura del pueblo, tomándolo del santoral romano. Este hecho hace que hoy aparezcan una serie de nombres poco usuales, que caracterizan determinadas regiones o comarcas. Así, en una región de la zona de Ribera, donde los sacerdotes tuvieron esta costumbre, hoy aparecen estos nombres entre otros: Aciscio, Capitulina, Cleominio, Epistulina, Erasto, Eresvita, Erótida, Fredesvinda, Fridoino, Fabriciano, Ulpiano, Procopio, Quinidio, Ripresina, Rolindes, etc.
5. La salida a misa o purificación.
Durante cuarenta días después del parto se consideraba a la que había dado a luz impura o contaminada por el hecho del parto. Pasados estos días, a imitación de la Virgen María, se celebraba la “salida a misa” o purificación que consistía en ir a la iglesia con el niño, acompañada de su madre o de la madrina del niño, y presentarse al sacerdote para recibir la bendición. La ceremonia consistía más o menos en el siguiente ritual: el sacerdote esperaba a la puerta de la iglesia y allí rociaba con agua bendita a la madre y al niño, después de rezar unos salmos y oraciones e imponer sobre ellos la estola. Una vez hechas estas primeras purificaciones, la madre o madrina, que acompañaba a la que iba a purificarse, tomaba agua bendita y les daba “la entrada” a ambos, madre e hijo, en la iglesia. La madre, con su hijo en brazos, permanecía toda la misa con una vela encendida en sus manos y al llegar el ofertorio presentaba al sacerdote una jarra de vino y un panecillo, llamado la “oblata”, en acción de gracias por el fruto de sus entrañas. Terminada la misa tendía a su hijo sobre el altar de San José si era niño o sobre el altar de la Virgen si era niña, y se lo ofrecía al santo, impetrando sobre él su protección.
Después de la purificación, la madre, de vuelta para casa, mostraba su hijo a las vecinas y se presentaba ella misma en público, pues ya estaba purificada.
En el caso de las madres solteras, también se daba la purificación, pero no podían llevar el cirio encendido y la entrada en la iglesia se la daba la mujer que las acompañaba, pero no salía el sacerdote a recibirlas ni a darlas la bendición.
Como el hecho de ser madre soltera era una de las faltas más graves ante la comunidad rural, la mujer soltera que salía a misa no podía mostrar su hijo a las vecinas y éstas procuraban no encontrarse con ella en las calles, ya que no podían felicitarla por su maternidad. No obstante, según anota alguna de las entrevistadas, detrás de cada puerta o al lado de las contraventanas de cada casa siempre había unos ojos que espiaban a la madre soltera en su salida a misa.
Qué bonito poder leer estas líneas que nos retraen a tiempos pasados, a veces, no tan lejanos.