LA ERA TENDIDA
Mientras las mujeres preparaban los ramos con la paja mojada del cuelmo para atar los fejes del bálago, los majadores tendían la era. La fegina iba dando los manojos, mostrando su vientre hueco al avance de la operación. Por fin, socavado el fundamento, se inclinaba, como si tratase de ocultar el desgarro. Por último, se derrumbaba y rodaban los manojos. Los majadores celebraban el derribo del coloso con ¡ijujús! Y brincos. No siempre era así. A veces el rito quedaba truncado, porque la fegina en su derrumbe había atrapado a algún descuidado mirón y forzoso era suspender la ceremonia para acudir en socorro del sepultado y en peligro de asfixia.
Los majadores al tender la era alfombraban el espacio útil del tapín con los manojos sueltos, esparcidas las gavillas en líneas regulares y sobrepuestas, de manera que siempre quedasen las espigas al descubierto.
Tendida la era, se la dejaba calentar al sol. También se tendían los majadores a la sombra del carro, preparado al efecto con retales, pendientes de las pernillas. Era la hora de tomar las diez: más que tentempié, anticipo copioso del yantar del mediodía, con abundancia de tortillas, frisuelos, fiambres y vino peleón de Toro. Era la última asamblea o consejo de operaciones, porque del corro, descalzos los pies y el manal al hombro, marchaban al apaleo de la era.
EL MANAL Y SU USO
El arma única del majador era el manal, que suele definirse como “instrumento para la trilla, compuesto de un palo que lleva en su extremo, pendiente de unas correas, otro palo corto con el que se golpea la mies” (Diccionario ideológico, de Julio Casares). Parecidos son los que nos muestran las pinturas antiguas y las medievales; así el mes de agosto en el calendario agrícola del Panteón de Reyes de la Colegiata de San Isidro de León, donde escribo y evoco estos recuerdos de mi infancia. Pero el manal de mi pueblo –algunos ejemplares quedan expuestos en estancias contiguas al Panteón- disponía los palitroques en sentido inverso; el grande – la pértiga- era el que machacaba la espiga; el corto – la manueca- servía de mango.
La pértiga era un garrote de roble de varios kilos de peso y una longitud que, desde el suelo, alcanzase el pecho del usuario. Se necesitaba tallo de planta, no servían los caños. Por imperativo ancestral forzoso era hacer la corta en menguante. Se le mondaba y tallaba a modo de columna dórica, con ensanchamiento en el medio, adelgazamiento en los extremos y protuberancia en la punta superior. Se endurecía cociéndolo enterrado, varios días, en el montón de abono. Con un hierro candente se horadaba el bulbo superior por donde había de pasar la correa que lo sujetaba, por la collera, a la manueca.
Se daba el nombre de manueca al mango del manal, que empuñaba, con ambas manos, el majador. De madera liviana y de fácil incisión, frecuentemente representaba una verdadera obra de arte popular, tallada a navaja. En uno de los extremos se le hundían cinco o seis tarjas para sujetar la collera.
Consistía la collera en un armazón de cuero, generalmente de piel de perro, doblado en forma de herradura. Unas correas, bien tensas, encajadas en las tarjas de la manueca, sujetaban a ésta la collera. Otra correa fuerte pasaba varias veces por el ojo de la pértiga y la curva de la collera. La ingeniosa mecánica del conjunto lograba que, al voltear el manal, la pértiga girase a cada vuelta, sin que se retorciese la correa de unión entre pértiga y manueca y, al fin, saltase, como nos ocurría a los rapaces cuando jugábamos a majadores con dos palos atados con una cuerda
COMIENZA LA MAJA
Colocábanse los majadores, pisando la era, en dos filas afrontadas; seis por cada banda, dejando una calle central, poco más ancha que el largo de la pértiga del manal, para que, al caer no alcanzase el pie desnudo del majador contrario. Las filas se dividían en tres cuaternas de dos individuos en cada fila. Para tal distribución se atendía a la tendencia o costumbre de cada majador de empuñar la manueca adelantando la mano izquierda o la derecha, al objeto de que los manales se izasen por la parte exterior de las parejas, que así podían majar, codo a codo, sin trabarse los palos.
Lo primero, santiguarse, como ha de hacerse “al comienzo de toda buena obra, tentación o peligro”. Después, un grito común, inicio de la batalla: “ ¡a ellas!”. Por fin, pértigas al aire, comenzando la fila que pisaba ya la mies. Acompasadamente suben y caen los palos. Saltan los granos. El majador adelantado de la fila interna señalaba la marcha y marcaba la calle que ocuparían, a la vuelta siguiente, los majadores de la segunda fila. El ritmo de la maja comenzaba lento, se aceleraba progresivamente, hasta llegar a carrera tendida, entre choche de pértigas e ¡ijujús! de majadores. El primer paso sobre cada calle era la ralba; a la vuelta, encima de la misma, llamaban bina. Cada tres o cuatro calles, descanso ritual al borde de la era, apoyados en el manal, hincado en tierra, y profundos tientos al gato con el vino de Toro.
Ralba y bina de toda la era debía concluirse en una sola embestida, sin otra interrupción que los señalados tragos de vino. El descanso llegaba al final de las ralbas y binas, cuando los majadores, exhaustos tras el esfuerzo de izar manales, el ardor del griterío y los vapores del vino, se tendían a la sombra de parapeto, formado por el carro y los colgajos de retales, pendientes de las pernillas.
El descanso de los majadores aprovechábalo el mujerío –juventud en traje dominical y veraniego-, los pies descalzos y pañolón a la cabeza, para dar vuelta a la era, función que sólo a las mujeres competía.
La segunda tanda era labor más liviana y a marcha más ligera; tratábase de hacer saltar los pocos granos que pudieran haber quedado prendidos en las espigas. La llamaban tercia.
Con la tercia cesaba ya el ruido de los manales y los ¡ijujús! de los majadores. Nuevamente entraban en acción las mujeres. Descalzas, sobre la paja ya majada, escolmaban, operación consistente en separar manos de paja, seleccionada por su largura y buen estado, para lograr los cuelmos o manojos, de gran utilidad en la casa del labriego, especialmente para la formación de los techos o cubierta de paja de cuadras y viviendas.
Mientras las mujeres preparaban los ramos con la paja mojada del cuelmo para atar los fejes del bálago, los majadores tendían la era. La fegina iba dando los manojos, mostrando su vientre hueco al avance de la operación. Por fin, socavado el fundamento, se inclinaba, como si tratase de ocultar el desgarro. Por último, se derrumbaba y rodaban los manojos. Los majadores celebraban el derribo del coloso con ¡ijujús! Y brincos. No siempre era así. A veces el rito quedaba truncado, porque la fegina en su derrumbe había atrapado a algún descuidado mirón y forzoso era suspender la ceremonia para acudir en socorro del sepultado y en peligro de asfixia.
Los majadores al tender la era alfombraban el espacio útil del tapín con los manojos sueltos, esparcidas las gavillas en líneas regulares y sobrepuestas, de manera que siempre quedasen las espigas al descubierto.
Tendida la era, se la dejaba calentar al sol. También se tendían los majadores a la sombra del carro, preparado al efecto con retales, pendientes de las pernillas. Era la hora de tomar las diez: más que tentempié, anticipo copioso del yantar del mediodía, con abundancia de tortillas, frisuelos, fiambres y vino peleón de Toro. Era la última asamblea o consejo de operaciones, porque del corro, descalzos los pies y el manal al hombro, marchaban al apaleo de la era.
EL MANAL Y SU USO
El arma única del majador era el manal, que suele definirse como “instrumento para la trilla, compuesto de un palo que lleva en su extremo, pendiente de unas correas, otro palo corto con el que se golpea la mies” (Diccionario ideológico, de Julio Casares). Parecidos son los que nos muestran las pinturas antiguas y las medievales; así el mes de agosto en el calendario agrícola del Panteón de Reyes de la Colegiata de San Isidro de León, donde escribo y evoco estos recuerdos de mi infancia. Pero el manal de mi pueblo –algunos ejemplares quedan expuestos en estancias contiguas al Panteón- disponía los palitroques en sentido inverso; el grande – la pértiga- era el que machacaba la espiga; el corto – la manueca- servía de mango.
La pértiga era un garrote de roble de varios kilos de peso y una longitud que, desde el suelo, alcanzase el pecho del usuario. Se necesitaba tallo de planta, no servían los caños. Por imperativo ancestral forzoso era hacer la corta en menguante. Se le mondaba y tallaba a modo de columna dórica, con ensanchamiento en el medio, adelgazamiento en los extremos y protuberancia en la punta superior. Se endurecía cociéndolo enterrado, varios días, en el montón de abono. Con un hierro candente se horadaba el bulbo superior por donde había de pasar la correa que lo sujetaba, por la collera, a la manueca.
Se daba el nombre de manueca al mango del manal, que empuñaba, con ambas manos, el majador. De madera liviana y de fácil incisión, frecuentemente representaba una verdadera obra de arte popular, tallada a navaja. En uno de los extremos se le hundían cinco o seis tarjas para sujetar la collera.
Consistía la collera en un armazón de cuero, generalmente de piel de perro, doblado en forma de herradura. Unas correas, bien tensas, encajadas en las tarjas de la manueca, sujetaban a ésta la collera. Otra correa fuerte pasaba varias veces por el ojo de la pértiga y la curva de la collera. La ingeniosa mecánica del conjunto lograba que, al voltear el manal, la pértiga girase a cada vuelta, sin que se retorciese la correa de unión entre pértiga y manueca y, al fin, saltase, como nos ocurría a los rapaces cuando jugábamos a majadores con dos palos atados con una cuerda
COMIENZA LA MAJA
Colocábanse los majadores, pisando la era, en dos filas afrontadas; seis por cada banda, dejando una calle central, poco más ancha que el largo de la pértiga del manal, para que, al caer no alcanzase el pie desnudo del majador contrario. Las filas se dividían en tres cuaternas de dos individuos en cada fila. Para tal distribución se atendía a la tendencia o costumbre de cada majador de empuñar la manueca adelantando la mano izquierda o la derecha, al objeto de que los manales se izasen por la parte exterior de las parejas, que así podían majar, codo a codo, sin trabarse los palos.
Lo primero, santiguarse, como ha de hacerse “al comienzo de toda buena obra, tentación o peligro”. Después, un grito común, inicio de la batalla: “ ¡a ellas!”. Por fin, pértigas al aire, comenzando la fila que pisaba ya la mies. Acompasadamente suben y caen los palos. Saltan los granos. El majador adelantado de la fila interna señalaba la marcha y marcaba la calle que ocuparían, a la vuelta siguiente, los majadores de la segunda fila. El ritmo de la maja comenzaba lento, se aceleraba progresivamente, hasta llegar a carrera tendida, entre choche de pértigas e ¡ijujús! de majadores. El primer paso sobre cada calle era la ralba; a la vuelta, encima de la misma, llamaban bina. Cada tres o cuatro calles, descanso ritual al borde de la era, apoyados en el manal, hincado en tierra, y profundos tientos al gato con el vino de Toro.
Ralba y bina de toda la era debía concluirse en una sola embestida, sin otra interrupción que los señalados tragos de vino. El descanso llegaba al final de las ralbas y binas, cuando los majadores, exhaustos tras el esfuerzo de izar manales, el ardor del griterío y los vapores del vino, se tendían a la sombra de parapeto, formado por el carro y los colgajos de retales, pendientes de las pernillas.
El descanso de los majadores aprovechábalo el mujerío –juventud en traje dominical y veraniego-, los pies descalzos y pañolón a la cabeza, para dar vuelta a la era, función que sólo a las mujeres competía.
La segunda tanda era labor más liviana y a marcha más ligera; tratábase de hacer saltar los pocos granos que pudieran haber quedado prendidos en las espigas. La llamaban tercia.
Con la tercia cesaba ya el ruido de los manales y los ¡ijujús! de los majadores. Nuevamente entraban en acción las mujeres. Descalzas, sobre la paja ya majada, escolmaban, operación consistente en separar manos de paja, seleccionada por su largura y buen estado, para lograr los cuelmos o manojos, de gran utilidad en la casa del labriego, especialmente para la formación de los techos o cubierta de paja de cuadras y viviendas.