EL MUELO
Rito solemne, con ceremonial especial y utensilios adecuados, requería el barrido de la era y el amontonamiento del muelo. Levantada la paja en operaciones anteriores, quedaba el tapín de la era alfombrado con el grano moreno, que iba empujando hacia el centro con granes rastros de madera y apilando en un único montón alargado y de una altura de poco más de vara y media. El varón más caracterizado, frecuentemente el dueño de la mies, trazaba con el rastro una cruz en la cumbre a todo lo largo del muelo e iniciaba un padrenuestro, contestado por todos los presentes. Era el momento supremo. Final de tantos afanes y angustias, aradas, sementeras, rogativas en petición de agua, oraciones a Santa Bárbara para alejar las tormentas, fatigosas labores de siega y acarreo y, sobre todo, entrañaba la esperanza de un invierno con pan y sin hambre.
LOS YANTARES
Después de amontonar el muelo, aunque tarde, llegaba la comida en las alforjas, a lomos de una borrica de cuyo ronzal tiraba la dueña de la era, muy peripuesta y con pañolón floreado a la cabeza. Los comensales, hombres y mujeres, se tendían en corro a la sombra e iban apareciendo las viandas en grandes y únicos cazolones y tarteras, adecuados para cada manjar. En ellos metían sus cucharas y pinchos, según de qué especie se tratase, uno por uno, los participantes. El menú tradicional consistía en sopa de fideos, garbanzos, ración de carne y chorizo cocido. La bebida usual la proporcionaba la bota del vino y el botijo del agua. Refrigerados ambos mediante trébol verde rezumando rocío. El postre era desconocido, como lo eran, asimismo, las infusiones y los licores. Ésta no era la comida principal, aunque se la bendecía solemnemente y se le daba comienzo con el rezo del ángelus. Era, más bien, el tentempié o aperitivo para reparar fuerzas y continuar las labores. Porque el fin de fiesta y el banquete se retrasaban hasta la anochecida.
DESPUÉS DEL GRANO, LA PAJA
Bien comidos y bebidos, ahítos de garbanzos, los hombres descabezaban una siesta. Comentaban las mujeres las incidencias y ayudaban a la dueña a recoger tarteras y relieves. Al fin, a la caída ya de la tarde, se completaban las operaciones de la maja con el atado, el acarreto y la entenada del bálago.
Revuelta y escolmada la era, entraba el carro, con su pareja de bueyes, a roderar el bálago; lo que se pretendía era triturar las cañas del centeno para su más fácil manipulado y utilización como pienso de los animales o mullido de los establos y hasta como cerramiento de presas y acequias.
Roderado el bálago, para que ni un solo grano de centeno se perdiese mezclado con la paja, se procedía al apaleamiento de ésta. Uno de los majadores con una forca de madera, iba lanzando al aire y hacia atrás, forcadas de paja, que otro majador, convenientemente situado, iba apaleando, al vuelo, con un varal.
El atado de los fejes del bálago era faena semierótica, cuasibatalla de sexos, mitad danza, mitad juego entre parejas. Principales protagonistas, los jóvenes, ellas y ellos. Todo consistía en que los majadores aguardaban en fila con los ramos, tendidos en ángulo recto, a las mujeres, para el atado de los haces, cargadas con brazadas de paja, que debían colocar sobre el ramo del majador. Nunca se sabía el porqué de las preferencias de cada una en servir paja a determinado majador, ni si el servicio conllevaba una insinuación o un castigo. Ello daba ocasión para que, al menor descuido, el majador tratase de atar, con el mismo ramo, paja y cuerpo de la oferente y cargar al hombro el feje mixto. Desde los hondo del haz emergían gritos de la empajada. A liberarla acudía todo el gremio femenino, que debía luchar, no diré a brazo partido, sino a abrazo apretado, con la hueste masculina, en trance de defender al compañero y a su presa.
La última brega era el acarreo del bálago al pajar. La operación se realizaba simultáneamente, utilizando para ello cuantos carros fueran necesarios, reclutados en la vecindad. La carga de los carros era todo un arte de precisión y elegancia, para levantar aquellas pirámides de paja. La caravana carreril se ponía en marcha. Llegada al pajar, se entenadaba el bálago, es decir, se apilaba en la tenada o triángulo formado por las vigas o burras de armante de la techumbre. Acarreo y entenadado eran tareas reservadas a los hombres.
FIN DE FIESTA
Oficialmente, la jornada terminaba con la cena-merienda de gala. En la estancia principal del piso superior, normalmente llamado “cuarto del medio”, se instalaba el comedor y se servía la cena: caldereta, fiambres, migas y frisuelos, rebozados con miel; vino de Toro por bebida y servido, no en bota, sino en jarras de Talavera. Ahora sí aparecía el postre o algo en su lugar: cuajada fresca, endulzada también con miel.
Si la fiesta de la maja se daba por oficialmente terminada con la cena, la juventud se encargaba de prolongarla con el baile en el corral y las rondas por las calles del pueblo.
Quedaba otro acto, más íntimo, en la liturgia de la maja: dormir el muelo. Uno de los hombres de la casa, quizá el más mozo, se trasladaba a la era, acomodaba unas pajas junto al montón del grano, y allí dormía cuantas noches fueran precisas, hasta que el aire en movimiento facilitase la limpia de granos y los costales de media carga o de ocho cuartales estuvieran a seguro en la panera. No tanto se trataba de un acto de vigilancia, cuanto de agradecimiento y compañía.
ANTONIO VIÑAYO GONZALEZ
Abad de la Real Colegiata de San Isidoro de León.
Rito solemne, con ceremonial especial y utensilios adecuados, requería el barrido de la era y el amontonamiento del muelo. Levantada la paja en operaciones anteriores, quedaba el tapín de la era alfombrado con el grano moreno, que iba empujando hacia el centro con granes rastros de madera y apilando en un único montón alargado y de una altura de poco más de vara y media. El varón más caracterizado, frecuentemente el dueño de la mies, trazaba con el rastro una cruz en la cumbre a todo lo largo del muelo e iniciaba un padrenuestro, contestado por todos los presentes. Era el momento supremo. Final de tantos afanes y angustias, aradas, sementeras, rogativas en petición de agua, oraciones a Santa Bárbara para alejar las tormentas, fatigosas labores de siega y acarreo y, sobre todo, entrañaba la esperanza de un invierno con pan y sin hambre.
LOS YANTARES
Después de amontonar el muelo, aunque tarde, llegaba la comida en las alforjas, a lomos de una borrica de cuyo ronzal tiraba la dueña de la era, muy peripuesta y con pañolón floreado a la cabeza. Los comensales, hombres y mujeres, se tendían en corro a la sombra e iban apareciendo las viandas en grandes y únicos cazolones y tarteras, adecuados para cada manjar. En ellos metían sus cucharas y pinchos, según de qué especie se tratase, uno por uno, los participantes. El menú tradicional consistía en sopa de fideos, garbanzos, ración de carne y chorizo cocido. La bebida usual la proporcionaba la bota del vino y el botijo del agua. Refrigerados ambos mediante trébol verde rezumando rocío. El postre era desconocido, como lo eran, asimismo, las infusiones y los licores. Ésta no era la comida principal, aunque se la bendecía solemnemente y se le daba comienzo con el rezo del ángelus. Era, más bien, el tentempié o aperitivo para reparar fuerzas y continuar las labores. Porque el fin de fiesta y el banquete se retrasaban hasta la anochecida.
DESPUÉS DEL GRANO, LA PAJA
Bien comidos y bebidos, ahítos de garbanzos, los hombres descabezaban una siesta. Comentaban las mujeres las incidencias y ayudaban a la dueña a recoger tarteras y relieves. Al fin, a la caída ya de la tarde, se completaban las operaciones de la maja con el atado, el acarreto y la entenada del bálago.
Revuelta y escolmada la era, entraba el carro, con su pareja de bueyes, a roderar el bálago; lo que se pretendía era triturar las cañas del centeno para su más fácil manipulado y utilización como pienso de los animales o mullido de los establos y hasta como cerramiento de presas y acequias.
Roderado el bálago, para que ni un solo grano de centeno se perdiese mezclado con la paja, se procedía al apaleamiento de ésta. Uno de los majadores con una forca de madera, iba lanzando al aire y hacia atrás, forcadas de paja, que otro majador, convenientemente situado, iba apaleando, al vuelo, con un varal.
El atado de los fejes del bálago era faena semierótica, cuasibatalla de sexos, mitad danza, mitad juego entre parejas. Principales protagonistas, los jóvenes, ellas y ellos. Todo consistía en que los majadores aguardaban en fila con los ramos, tendidos en ángulo recto, a las mujeres, para el atado de los haces, cargadas con brazadas de paja, que debían colocar sobre el ramo del majador. Nunca se sabía el porqué de las preferencias de cada una en servir paja a determinado majador, ni si el servicio conllevaba una insinuación o un castigo. Ello daba ocasión para que, al menor descuido, el majador tratase de atar, con el mismo ramo, paja y cuerpo de la oferente y cargar al hombro el feje mixto. Desde los hondo del haz emergían gritos de la empajada. A liberarla acudía todo el gremio femenino, que debía luchar, no diré a brazo partido, sino a abrazo apretado, con la hueste masculina, en trance de defender al compañero y a su presa.
La última brega era el acarreo del bálago al pajar. La operación se realizaba simultáneamente, utilizando para ello cuantos carros fueran necesarios, reclutados en la vecindad. La carga de los carros era todo un arte de precisión y elegancia, para levantar aquellas pirámides de paja. La caravana carreril se ponía en marcha. Llegada al pajar, se entenadaba el bálago, es decir, se apilaba en la tenada o triángulo formado por las vigas o burras de armante de la techumbre. Acarreo y entenadado eran tareas reservadas a los hombres.
FIN DE FIESTA
Oficialmente, la jornada terminaba con la cena-merienda de gala. En la estancia principal del piso superior, normalmente llamado “cuarto del medio”, se instalaba el comedor y se servía la cena: caldereta, fiambres, migas y frisuelos, rebozados con miel; vino de Toro por bebida y servido, no en bota, sino en jarras de Talavera. Ahora sí aparecía el postre o algo en su lugar: cuajada fresca, endulzada también con miel.
Si la fiesta de la maja se daba por oficialmente terminada con la cena, la juventud se encargaba de prolongarla con el baile en el corral y las rondas por las calles del pueblo.
Quedaba otro acto, más íntimo, en la liturgia de la maja: dormir el muelo. Uno de los hombres de la casa, quizá el más mozo, se trasladaba a la era, acomodaba unas pajas junto al montón del grano, y allí dormía cuantas noches fueran precisas, hasta que el aire en movimiento facilitase la limpia de granos y los costales de media carga o de ocho cuartales estuvieran a seguro en la panera. No tanto se trataba de un acto de vigilancia, cuanto de agradecimiento y compañía.
ANTONIO VIÑAYO GONZALEZ
Abad de la Real Colegiata de San Isidoro de León.