MUJERES OLVIDADAS
Todo es silencio en la madrugada de un día de noviembre. La claridad del cielo estrellado se proyecta sobre la helada, que cubre la superficie del pequeño pueblo que duerme entre montañas. Aunque es muy temprano, de algunas chimeneas sale una columna de humo avisando de que comienza un nuevo día.
María es una mujer madura. Cubre su menudo cuerpo con una bata heredada de alguien más grande que ella. Las comisuras de la boca se dibujan hacia abajo, señal de que hace tiempo que no sonríe. Los ojos, marrones, apagados, son atravesados por una chispa de dolor cuando se lleva una mano a la espalda para calmar el latigazo que recorre su cuerpo, mientras saca agua caliente de la caldera y la vierte sobre un balde de aluminio que descansa sobre la cocina recién encendida. La noche comenzó mal. Su madre se negó a cenar y, por más que ella insistió, solo consiguió alguna palabra malsonante y una marca en la muñeca, cuando su progenitora la asió con fuerza y con ojos de cólera le dijo: “Yo hago lo que quiero, nadie me manda”. Y allí terminó la conversación. Su madre siempre ha sido una mujer dominante, pero con los años esta forma de ser se va acrecentando cada día más. María era la única hembra en una casa de hombres, que, según se han hecho mayores, se han ido yendo, dejándola a ella al cuidado de los padres ya ancianos. A cambio, tendría la casa, que algún día sería suya. Nadie preguntó su opinión; se daba por supuesto que era su obligación de hija. Y así fueron pasando los años: haciendo de hija, de sirvienta, de enfermera y, últimamente, de madre, ya que la suya se comporta como una niña mimada. Esta noche se había superado cuando manchó la cama, negándose a hacer sus necesidades porque hacía mucho frío para salir. Cuando María la cogió en peso para asearla, sintió cómo crujía su espalda, que la hacía encorvar con un reguero de dolor. Ahora, mientras mete la ropa en agua caliente y va frotando las manchas con una pastilla de jabón, una lágrima resbala por su mejilla, y sus pensamientos van a aquel día lejano, cuando, por primera y única vez, una persona le dijo que la amaba. Fue a recogerla para llevarla a tierras lejanas, pero ella no tuvo el valor de romper con su vida y seguirle. María se limpia las lágrimas con el dorso de la mano y desecha esos recuerdos que no sirven para nada. El presente es el que importa. Y en cualquier momento tendrá que preparar el desayuno, cargarse de paciencia y dejar los sueños para cuando este dormida.
Lola se levanta sin hacer ruido, sale de la habitación cubriendo el cuerpo con una bata que tiene varios quemados a la altura de su barriga y algunos zurcidos en las mangas. Su pelo rubio cae sobre los hombros y sus ojos claros se ensombrecen cuando ve en la cocina los cacharos que la noche anterior no le dio tiempo a recoger. Sobre la mesa está su cesta de costura con un pantalón al que intenta sacarle todo el dobladillo para que aguante otra temporada. Piensa que lo primero será encender el fuego, que aún conserva unas tenues brasas. Echa unos palos finos para avivarlas y, cuando saca la ceniza, su mano roza el hierro candente, que le hace una pequeña señal en la piel. Algo a lo que ella no presta atención; tiene tantas cicatrices que no recuerda cuándo se las hizo. Se siente cansada, pero llena la lavadora de ropa, echa agua caliente y raspa sobre ella los trozos pequeños de jabón que le van quedando cuando tiene que frotarla a mano. Sabe que tardará bastante tiempo. Aunque se siente afortunada por tener esa máquina que le quita trabajo. Con movimientos lentos prepara un tazón de leche, manchada con café de un puchero que está sobre el fuego. Cuando se sienta, el estómago se le encoje y algo, que ella a duras penas puede contener, sube hasta su boca. Lleva la mano al vientre y, aunque no nota nada, en su interior sabe que algo está madurando dentro. Reposa la cabeza entre las manos y su vida desfila ante sus ojos cerrados: la añoranza de su casa y su gente, que abandonó sin saber dónde iba; la angustia de la espera, sabiendo que la persona que quiere puede que no regrese de su trabajo bajo tierra; los hijos, que han venido uno detrás de otro -ella no comulga con eso de “los que Dios quiera”, pero tampoco tiene a nadie con quien hablar de esos temas y es la única forma que tiene el matrimonio de sentir que están vivos-; los fines de mes, cuando no llega el dinero para subsistir; el cuidado de las dos cabras, que le dan leche, y de la pequeña huerta donde siembra unas patatas y algo de hortaliza para que no pasar hambre... Desecha esos pensamientos, que no la llevan a ningún lado. Se levanta con prontitud y piensa que se le hace tarde; aún tiene que levantar a los críos, prepararlos para ir a la escuela, poner la comida y sacar la ropa de la lavadora para terminar de lavarla a mano.
Luz se despereza y sale deprisa de la alcoba. Hasta ella llegan, atenuados, los ruidos que vienen de la cocina. Sabe que la lumbre ya estará encendida y que su marido andará preparando el ganado para más tarde sacarlo a que paste. Es una mujer madura, entrada en carnes, con el pelo moreno recogido en un moño apretado. Tiene una risa pronta y contagiosa, que los que la rodean agradecen. Su padre vive en la misma casa y es un hombre vital que siempre está haciendo cosas para ayudarles. Sus hijos hace tiempo que volaron a otros lugares y tienen familia propia. Ella, aunque no lo necesita para vivir, limpia una casa para tener algunos ahorrillos, que gasta con sus nietos a los que solo ve una vez al año. Mientras prepara el desayuno, que compartirá con su marido, le hace unos bocadillos que él llevará al monte para pasar el día. En su cabeza va dibujando las cosas que tiene que hacer hoy: dejar la comida preparada para que su padre la ponga al fuego, recoger las habitaciones y, más tarde, en la casa de los señores, dar una pasada rápida. Porque hoy toca colada y siempre tienen prendas delicadas que hay que lavar a mano. “Quizás tendría que llevar mi propia ropa”. Pero desecha esos pensamientos; no quiere que por alguna circunstancia se enteren los señores y se disgusten. Ya tendrá tiempo de hacer lo de su casa. Ahora, lo primero es desayunar con su marido, que acaba de entrar por la puerta.
La mañana va pasando lentamente; los rayos del sol, poco a poco, tiñen los prados, quemados por las heladas, de un color verde pardusco. Los árboles, desnudos, lloran gotas que resbalan sobre la tierra negra y dura. Las calles se pueblan de mujeres con delantales que barren las hojas de las puertas de sus casas o van a sus huertos a recoger la última verdura y alguna fruta que quedó olvidada debajo de los árboles. A muchas se las ve con calderos o baldes en carretillos, camino del arroyo. Es como una ley no escrita: “Hoy es día de colada”: una mañana para comentar los cotilleos de los famosos o la última radionovela; de soñar con otras vidas más interesantes y no con las suyas, tan cotidianas que no interesan a nadie.
María, Lola y Luz fueron mujeres normales; podríamos decir que como nuestras madres o abuelas. Además de hacer siempre lo que se esperaba de ellas, supieron inculcarnos el esfuerzo, el cariño y la necesidad de superación, valores que todos y todas llevamos dentro. Pero nadie les dedicará unas líneas en ningún libro. Son las heroínas anónimas, las mujeres olvidadas de la historia.
M. L: Blanco Melcón
Todo es silencio en la madrugada de un día de noviembre. La claridad del cielo estrellado se proyecta sobre la helada, que cubre la superficie del pequeño pueblo que duerme entre montañas. Aunque es muy temprano, de algunas chimeneas sale una columna de humo avisando de que comienza un nuevo día.
María es una mujer madura. Cubre su menudo cuerpo con una bata heredada de alguien más grande que ella. Las comisuras de la boca se dibujan hacia abajo, señal de que hace tiempo que no sonríe. Los ojos, marrones, apagados, son atravesados por una chispa de dolor cuando se lleva una mano a la espalda para calmar el latigazo que recorre su cuerpo, mientras saca agua caliente de la caldera y la vierte sobre un balde de aluminio que descansa sobre la cocina recién encendida. La noche comenzó mal. Su madre se negó a cenar y, por más que ella insistió, solo consiguió alguna palabra malsonante y una marca en la muñeca, cuando su progenitora la asió con fuerza y con ojos de cólera le dijo: “Yo hago lo que quiero, nadie me manda”. Y allí terminó la conversación. Su madre siempre ha sido una mujer dominante, pero con los años esta forma de ser se va acrecentando cada día más. María era la única hembra en una casa de hombres, que, según se han hecho mayores, se han ido yendo, dejándola a ella al cuidado de los padres ya ancianos. A cambio, tendría la casa, que algún día sería suya. Nadie preguntó su opinión; se daba por supuesto que era su obligación de hija. Y así fueron pasando los años: haciendo de hija, de sirvienta, de enfermera y, últimamente, de madre, ya que la suya se comporta como una niña mimada. Esta noche se había superado cuando manchó la cama, negándose a hacer sus necesidades porque hacía mucho frío para salir. Cuando María la cogió en peso para asearla, sintió cómo crujía su espalda, que la hacía encorvar con un reguero de dolor. Ahora, mientras mete la ropa en agua caliente y va frotando las manchas con una pastilla de jabón, una lágrima resbala por su mejilla, y sus pensamientos van a aquel día lejano, cuando, por primera y única vez, una persona le dijo que la amaba. Fue a recogerla para llevarla a tierras lejanas, pero ella no tuvo el valor de romper con su vida y seguirle. María se limpia las lágrimas con el dorso de la mano y desecha esos recuerdos que no sirven para nada. El presente es el que importa. Y en cualquier momento tendrá que preparar el desayuno, cargarse de paciencia y dejar los sueños para cuando este dormida.
Lola se levanta sin hacer ruido, sale de la habitación cubriendo el cuerpo con una bata que tiene varios quemados a la altura de su barriga y algunos zurcidos en las mangas. Su pelo rubio cae sobre los hombros y sus ojos claros se ensombrecen cuando ve en la cocina los cacharos que la noche anterior no le dio tiempo a recoger. Sobre la mesa está su cesta de costura con un pantalón al que intenta sacarle todo el dobladillo para que aguante otra temporada. Piensa que lo primero será encender el fuego, que aún conserva unas tenues brasas. Echa unos palos finos para avivarlas y, cuando saca la ceniza, su mano roza el hierro candente, que le hace una pequeña señal en la piel. Algo a lo que ella no presta atención; tiene tantas cicatrices que no recuerda cuándo se las hizo. Se siente cansada, pero llena la lavadora de ropa, echa agua caliente y raspa sobre ella los trozos pequeños de jabón que le van quedando cuando tiene que frotarla a mano. Sabe que tardará bastante tiempo. Aunque se siente afortunada por tener esa máquina que le quita trabajo. Con movimientos lentos prepara un tazón de leche, manchada con café de un puchero que está sobre el fuego. Cuando se sienta, el estómago se le encoje y algo, que ella a duras penas puede contener, sube hasta su boca. Lleva la mano al vientre y, aunque no nota nada, en su interior sabe que algo está madurando dentro. Reposa la cabeza entre las manos y su vida desfila ante sus ojos cerrados: la añoranza de su casa y su gente, que abandonó sin saber dónde iba; la angustia de la espera, sabiendo que la persona que quiere puede que no regrese de su trabajo bajo tierra; los hijos, que han venido uno detrás de otro -ella no comulga con eso de “los que Dios quiera”, pero tampoco tiene a nadie con quien hablar de esos temas y es la única forma que tiene el matrimonio de sentir que están vivos-; los fines de mes, cuando no llega el dinero para subsistir; el cuidado de las dos cabras, que le dan leche, y de la pequeña huerta donde siembra unas patatas y algo de hortaliza para que no pasar hambre... Desecha esos pensamientos, que no la llevan a ningún lado. Se levanta con prontitud y piensa que se le hace tarde; aún tiene que levantar a los críos, prepararlos para ir a la escuela, poner la comida y sacar la ropa de la lavadora para terminar de lavarla a mano.
Luz se despereza y sale deprisa de la alcoba. Hasta ella llegan, atenuados, los ruidos que vienen de la cocina. Sabe que la lumbre ya estará encendida y que su marido andará preparando el ganado para más tarde sacarlo a que paste. Es una mujer madura, entrada en carnes, con el pelo moreno recogido en un moño apretado. Tiene una risa pronta y contagiosa, que los que la rodean agradecen. Su padre vive en la misma casa y es un hombre vital que siempre está haciendo cosas para ayudarles. Sus hijos hace tiempo que volaron a otros lugares y tienen familia propia. Ella, aunque no lo necesita para vivir, limpia una casa para tener algunos ahorrillos, que gasta con sus nietos a los que solo ve una vez al año. Mientras prepara el desayuno, que compartirá con su marido, le hace unos bocadillos que él llevará al monte para pasar el día. En su cabeza va dibujando las cosas que tiene que hacer hoy: dejar la comida preparada para que su padre la ponga al fuego, recoger las habitaciones y, más tarde, en la casa de los señores, dar una pasada rápida. Porque hoy toca colada y siempre tienen prendas delicadas que hay que lavar a mano. “Quizás tendría que llevar mi propia ropa”. Pero desecha esos pensamientos; no quiere que por alguna circunstancia se enteren los señores y se disgusten. Ya tendrá tiempo de hacer lo de su casa. Ahora, lo primero es desayunar con su marido, que acaba de entrar por la puerta.
La mañana va pasando lentamente; los rayos del sol, poco a poco, tiñen los prados, quemados por las heladas, de un color verde pardusco. Los árboles, desnudos, lloran gotas que resbalan sobre la tierra negra y dura. Las calles se pueblan de mujeres con delantales que barren las hojas de las puertas de sus casas o van a sus huertos a recoger la última verdura y alguna fruta que quedó olvidada debajo de los árboles. A muchas se las ve con calderos o baldes en carretillos, camino del arroyo. Es como una ley no escrita: “Hoy es día de colada”: una mañana para comentar los cotilleos de los famosos o la última radionovela; de soñar con otras vidas más interesantes y no con las suyas, tan cotidianas que no interesan a nadie.
María, Lola y Luz fueron mujeres normales; podríamos decir que como nuestras madres o abuelas. Además de hacer siempre lo que se esperaba de ellas, supieron inculcarnos el esfuerzo, el cariño y la necesidad de superación, valores que todos y todas llevamos dentro. Pero nadie les dedicará unas líneas en ningún libro. Son las heroínas anónimas, las mujeres olvidadas de la historia.
M. L: Blanco Melcón
Maria Luisa, muchas gracias por hacersnos participes de este relato, me parece precioso. Te felicito por lo bien que sabes contar las cosas, es real como la vida misma... ¡que valor tienen todas esas mujeres!