AQUELLA NOCHE EN BELÉN
José María Gómez de la Torre
Había llegado la hora. Miriam lo sabía. Llevaba muchos meses preparándose para ello. Había viajado desde el norte, hasta Belén. Era allí donde debía ocurrir, tal y como estaba previsto.
Al comenzar la noche, cuando acompañada por Yusuf iba en busca del refugio donde cobijarse, había visto la luz que la seguía desde lo alto y había sentido vibrar su cuerpo por el sonido trepidante que la acompañaba. Se llenó de miedo. Dudó de su capacidad para llevar a cabo la misión que tenía encomendada. Sintió el impulso de salir corriendo, de ocultarse. Yusuf, al verla aterrada, la tomó del brazo y la obligó a parar. Se volvieron ambos hacia la luz, mostrando hacia el cielo sus manos vacías.
Arriba comprendieron su gesto y su miedo. La luz retrocedió tomando altura, dejando ver las estrellas de fría luz en la noche fría.
Después siguieron, despacio, por las intrincadas callejas de aquella zona de la población, camino del cobijo que alguien superior les había destinado.
Yusuf dejó adelantarse a Miriam que caminaba sujetando con las manos la carga de su vientre. La veía tan joven, tan llena de vida, que sentía en sus propias carnes el dolor de su destino. Y se rebelaba en su interior al sentirse cómplice del sacrificio de ella.
Cuando se enteró de lo planificado, aquello que por voluntad de Miriam era ya un camino sin retorno, había abandonado. Pero después le convencieron. Era un destino divino, serviría para la salvación de su pueblo, les liberaría de la opresión, llegaría la libertad que tanto ansiaban, acabaría el tiempo de destierro…
Y volvió. Desgarrado, dubitativo aún, pero volvió. Y aceptó su oscuro papel. Se dispuso a ser el guía, el sostén del plan, a pesar del dolor que aquello le producía.
¿Por qué él? ¿Por qué ella, tan joven, casi una niña, que aún no había vivido?
En la oscuridad, alumbrados por la luz de la luna, fueron saliendo de la población, acercándose al lugar donde descansarían aquella noche y donde permanecerían todo el día siguiente, para salir al anochecer hacia el lugar donde tendría lugar el acontecimiento, cumpliendo con lo escrito tanto tiempo atrás.
* * *
Al palacio de gobierno de Israel habían llegado confusas noticias de su llegada a Belén. No sabían quienes eran, ni su aspecto. En realidad ignoraban casi todo. Pero temían. Sus espías e informadores estaban alertados e investigaban cada rumor, cada pista, con visos o no de veracidad. No importaba. Detrás de cualquier mentira podía encontrarse algún camino que llevase al conocimiento de la verdad.
Cualquier forastero, cualquier extranjero que llegase a la zona era sospechoso. Tendieron sus redes, mintieron sobre sus intenciones, utilizaron todo el poder que les daba su posición.
Su guardia detenía a todo viajero que se acercaba por los caminos regulares y trataba de impedir el acceso de los que trataran de hacerlo campo a través.
Supieron de tres dignatarios extranjeros que habían partido de sus respectivos lugares de origen y se dirigían a Belén.
¿Tendrían relación con el acontecimiento que sospechaban que podía ocurrir y que anunciaban sus informadores? ¿Se conocían entre sí? ¿Formaban parte de aquello? Era tal el temor que les embargaba que llegaron a pensar que, por alguna razón que se les podía escapar, podrían ser los dirigentes y patrocinadores de todo. ¿Quién se podía fiar dadas las complicadas relaciones que existen entre los pueblos?
Por ello, a medida que iban llegando, eran conducidos al palacio, recibidos con honores y sutilmente interrogados en informales conversaciones fuera de protocolo. No se obtuvo ninguna información concreta. Solamente indicios confusos que poco o nada aclararon.
Debían adoptarse medidas radicales e inmediatas. No tembló el pulso del máximo jerarca al dictarlas. La orden fue clara y drástica: asesinatos selectivos. Si acababan con todos los sospechosos, entre ellos moriría el que buscaban.
* * *
Al iniciarse la noche, Ángel Gabriel se dirigió al lugar del nacimiento. Quería que aquella noche fuese especial. Hablaría a todos de paz, de amor, de hermandad entre los hombres. Y lo haría frente al pesebre, en el más humilde lugar donde hubiera podido nacer todo un Dios.
A la misma hora Yusuf salió del refugio. Tal como estaba previsto, encontró la borriquilla que les serviría para llegar al antiguo establo en un campo próximo al lugar donde se habían cobijado.
Volvió con ella a buscar a Miriam que le esperaba preparada, encerrada en sí misma, aparentemente decidida tras muchas horas de oración.
La besó en la frente antes de ayudarla a montar en la burrilla. Ella le sonrió agradecida por sus muestras de cariño. No le pasó desapercibido el temblor de sus manos cuando sentada en el lomo del animal le acarició las mejillas diciéndole: No pasa nada.
Tomó el ronzal y se adelantó para que ella no viera la angustia reflejada en su rostro.
Emprendieron el camino por las estrechas calles de Belén. Pronto encontraron un control de la guardia “herodiana” entre carros de combate. Su aspecto de pobres campesinos no les hacía particularmente sospechosos, así que les permitieron continuar casi sin revisar sus papeles al ver a la mujer embarazada.
Llegaron a la hora prevista. Pronto sería la media noche. A la entrada Yusuf ayudó a Miriam a bajar del pollino. Se despidieron con una simple mirada. Él se alejó con el animal. Ella subió la cuesta que llevaba a la entrada y se adentró en aquel Templo de la Natividad.
El peso de su vientre la hacía jadear. Avanzó hacia el viejo pesebre lleno de heno. A mitad del camino sintió agarrotarse sus piernas. Tuvo que detenerse a tomar aliento, con su corazón latiendo apresuradamente y con su respiración agitada. Sintió que la abandonaban las fuerzas.
Ángel Gabriel, ataviado con alba y casulla blancas, se volvió hacia la entrada y la miró. Vio su enervamiento, le pareció que iba a desmayarse, pero ella prosiguió su caminar con paso vacilante. Dos, tres pasos más. Cuando Miriam levantó sus brazos y echó hacia atrás su velo, Ángel Gabriel se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Solo tuvo tiempo de caer de rodillas y comenzar una oración antes de que ella tirase con decisión del cordón que ceñía su túnica parda mientras murmuraba un “Insha'Allah” de despedida o de saludo a su entrada al paraíso.
La explosión en el Templo de la Natividad en la noche de Navidad hizo retemblar Belén. Sus ecos harían retemblar al mundo.
Yusuf no miró hacia atrás. Mientras gruesas lágrimas caían de sus ojos se prometió a sí mismo alejarse de allí; olvidar Palestina y su intifada.
En Ramala dirigentes de Hamás y Hezbolá celebraron el éxito de la terrorista suicida.
José María Gómez de la Torre
Había llegado la hora. Miriam lo sabía. Llevaba muchos meses preparándose para ello. Había viajado desde el norte, hasta Belén. Era allí donde debía ocurrir, tal y como estaba previsto.
Al comenzar la noche, cuando acompañada por Yusuf iba en busca del refugio donde cobijarse, había visto la luz que la seguía desde lo alto y había sentido vibrar su cuerpo por el sonido trepidante que la acompañaba. Se llenó de miedo. Dudó de su capacidad para llevar a cabo la misión que tenía encomendada. Sintió el impulso de salir corriendo, de ocultarse. Yusuf, al verla aterrada, la tomó del brazo y la obligó a parar. Se volvieron ambos hacia la luz, mostrando hacia el cielo sus manos vacías.
Arriba comprendieron su gesto y su miedo. La luz retrocedió tomando altura, dejando ver las estrellas de fría luz en la noche fría.
Después siguieron, despacio, por las intrincadas callejas de aquella zona de la población, camino del cobijo que alguien superior les había destinado.
Yusuf dejó adelantarse a Miriam que caminaba sujetando con las manos la carga de su vientre. La veía tan joven, tan llena de vida, que sentía en sus propias carnes el dolor de su destino. Y se rebelaba en su interior al sentirse cómplice del sacrificio de ella.
Cuando se enteró de lo planificado, aquello que por voluntad de Miriam era ya un camino sin retorno, había abandonado. Pero después le convencieron. Era un destino divino, serviría para la salvación de su pueblo, les liberaría de la opresión, llegaría la libertad que tanto ansiaban, acabaría el tiempo de destierro…
Y volvió. Desgarrado, dubitativo aún, pero volvió. Y aceptó su oscuro papel. Se dispuso a ser el guía, el sostén del plan, a pesar del dolor que aquello le producía.
¿Por qué él? ¿Por qué ella, tan joven, casi una niña, que aún no había vivido?
En la oscuridad, alumbrados por la luz de la luna, fueron saliendo de la población, acercándose al lugar donde descansarían aquella noche y donde permanecerían todo el día siguiente, para salir al anochecer hacia el lugar donde tendría lugar el acontecimiento, cumpliendo con lo escrito tanto tiempo atrás.
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Al palacio de gobierno de Israel habían llegado confusas noticias de su llegada a Belén. No sabían quienes eran, ni su aspecto. En realidad ignoraban casi todo. Pero temían. Sus espías e informadores estaban alertados e investigaban cada rumor, cada pista, con visos o no de veracidad. No importaba. Detrás de cualquier mentira podía encontrarse algún camino que llevase al conocimiento de la verdad.
Cualquier forastero, cualquier extranjero que llegase a la zona era sospechoso. Tendieron sus redes, mintieron sobre sus intenciones, utilizaron todo el poder que les daba su posición.
Su guardia detenía a todo viajero que se acercaba por los caminos regulares y trataba de impedir el acceso de los que trataran de hacerlo campo a través.
Supieron de tres dignatarios extranjeros que habían partido de sus respectivos lugares de origen y se dirigían a Belén.
¿Tendrían relación con el acontecimiento que sospechaban que podía ocurrir y que anunciaban sus informadores? ¿Se conocían entre sí? ¿Formaban parte de aquello? Era tal el temor que les embargaba que llegaron a pensar que, por alguna razón que se les podía escapar, podrían ser los dirigentes y patrocinadores de todo. ¿Quién se podía fiar dadas las complicadas relaciones que existen entre los pueblos?
Por ello, a medida que iban llegando, eran conducidos al palacio, recibidos con honores y sutilmente interrogados en informales conversaciones fuera de protocolo. No se obtuvo ninguna información concreta. Solamente indicios confusos que poco o nada aclararon.
Debían adoptarse medidas radicales e inmediatas. No tembló el pulso del máximo jerarca al dictarlas. La orden fue clara y drástica: asesinatos selectivos. Si acababan con todos los sospechosos, entre ellos moriría el que buscaban.
* * *
Al iniciarse la noche, Ángel Gabriel se dirigió al lugar del nacimiento. Quería que aquella noche fuese especial. Hablaría a todos de paz, de amor, de hermandad entre los hombres. Y lo haría frente al pesebre, en el más humilde lugar donde hubiera podido nacer todo un Dios.
A la misma hora Yusuf salió del refugio. Tal como estaba previsto, encontró la borriquilla que les serviría para llegar al antiguo establo en un campo próximo al lugar donde se habían cobijado.
Volvió con ella a buscar a Miriam que le esperaba preparada, encerrada en sí misma, aparentemente decidida tras muchas horas de oración.
La besó en la frente antes de ayudarla a montar en la burrilla. Ella le sonrió agradecida por sus muestras de cariño. No le pasó desapercibido el temblor de sus manos cuando sentada en el lomo del animal le acarició las mejillas diciéndole: No pasa nada.
Tomó el ronzal y se adelantó para que ella no viera la angustia reflejada en su rostro.
Emprendieron el camino por las estrechas calles de Belén. Pronto encontraron un control de la guardia “herodiana” entre carros de combate. Su aspecto de pobres campesinos no les hacía particularmente sospechosos, así que les permitieron continuar casi sin revisar sus papeles al ver a la mujer embarazada.
Llegaron a la hora prevista. Pronto sería la media noche. A la entrada Yusuf ayudó a Miriam a bajar del pollino. Se despidieron con una simple mirada. Él se alejó con el animal. Ella subió la cuesta que llevaba a la entrada y se adentró en aquel Templo de la Natividad.
El peso de su vientre la hacía jadear. Avanzó hacia el viejo pesebre lleno de heno. A mitad del camino sintió agarrotarse sus piernas. Tuvo que detenerse a tomar aliento, con su corazón latiendo apresuradamente y con su respiración agitada. Sintió que la abandonaban las fuerzas.
Ángel Gabriel, ataviado con alba y casulla blancas, se volvió hacia la entrada y la miró. Vio su enervamiento, le pareció que iba a desmayarse, pero ella prosiguió su caminar con paso vacilante. Dos, tres pasos más. Cuando Miriam levantó sus brazos y echó hacia atrás su velo, Ángel Gabriel se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Solo tuvo tiempo de caer de rodillas y comenzar una oración antes de que ella tirase con decisión del cordón que ceñía su túnica parda mientras murmuraba un “Insha'Allah” de despedida o de saludo a su entrada al paraíso.
La explosión en el Templo de la Natividad en la noche de Navidad hizo retemblar Belén. Sus ecos harían retemblar al mundo.
Yusuf no miró hacia atrás. Mientras gruesas lágrimas caían de sus ojos se prometió a sí mismo alejarse de allí; olvidar Palestina y su intifada.
En Ramala dirigentes de Hamás y Hezbolá celebraron el éxito de la terrorista suicida.