UN POCO DE HISTORIA
José María Gómez de la Torre
A veces es entretenido dar un repaso a nuestra historia y ver de dónde venimos para tratar de intuir hacia dónde vamos.
Si bien es verdad que la historia está escrita por los vencedores que, en general, se olvidan de plasmar lo que fue de los vencidos, a veces, por otros caminos, se colige la historia que muestra la realidad de lo acontecido en esos tiempos que hemos dejado atrás.
Uno de los capítulos más desconocidos de nuestra historia es el reinado de Amadeo de Saboya. Fue elegido rey de España por las Cortes Generales en 1870 tras la deposición de Isabel II en 1868. Su reinado, de poco más de dos años de duración, estuvo marcado por la inestabilidad política. Los seis gabinetes que se sucedieron durante este período no fueron capaces de solucionar la crisis que había comenzado en 1868, agravada por el conflicto independentista en Cuba y la tercera Guerra Carlista, iniciada en 1872.
En 1873, después de dos años y tres meses en el trono, Amadeo I de Saboya no aguantó más ni a España ni a los españoles y presentó su renuncia al trono. Posiblemente, mientras hacía las maletas pensaría que «quién me mandaría a mí meterme en semejante berenjenal».
Tenía razón
España era un gran berenjenal y tanto sus gobernantes como los aspirantes a serlo, una pandilla de desquiciados que no sabían cómo ponerse de acuerdo para acabar con la crisis económica, institucional y social que vivía el país. Y no pactaban porque no les preocupaba tanto la situación de España como alcanzar el poder.
Es curioso. Después de casi siglo y medio nuestras clases dirigentes han aprendido muy poco y la frase anterior, con algún retoque para que no resulte ofensiva, (cambiemos lo de desquiciados por desatinados) se adapta totalmente a la situación actual en cualquiera de los ámbitos en que se mire, nacional, autonómico o municipal.
Estamos en un permanente estado electoral y no importa lo que haga el Gobierno nacional, autonómico o municipal, acertado o desacertado: la oposición se va a emplear a fondo resaltando los desaciertos hasta niveles astronómicos y convirtiendo los aciertos en desaciertos sin ofrecer alternativas válidas a los primeros ni aceptar los segundos.
El trabajo de la oposición es fácil: solo hay que estar en contra de todo y jugar a impedir que gobierne otro, conscientes o inconscientes de que ese juego no conduce ninguna parte. La discusión pública española está desbordada de melodrama y de gestos sobreactuados.
Hay veces que viendo a los parlamentarios y oyendo sus discursos uno piensa si los ponentes son adultos que están en el Parlamento o son críos en una escuela primaria riñendo porque el otro le quitó la pelota con la mano, cuando no, clientes de una inmunda taberna utilizando un lenguaje que no desmerezca de tal.
Lo triste es que esas formas de actuar llegan al pueblo llano, generando actitudes agresivas y, sin darnos cuenta, actuamos como ellos.
José María Gómez de la Torre
A veces es entretenido dar un repaso a nuestra historia y ver de dónde venimos para tratar de intuir hacia dónde vamos.
Si bien es verdad que la historia está escrita por los vencedores que, en general, se olvidan de plasmar lo que fue de los vencidos, a veces, por otros caminos, se colige la historia que muestra la realidad de lo acontecido en esos tiempos que hemos dejado atrás.
Uno de los capítulos más desconocidos de nuestra historia es el reinado de Amadeo de Saboya. Fue elegido rey de España por las Cortes Generales en 1870 tras la deposición de Isabel II en 1868. Su reinado, de poco más de dos años de duración, estuvo marcado por la inestabilidad política. Los seis gabinetes que se sucedieron durante este período no fueron capaces de solucionar la crisis que había comenzado en 1868, agravada por el conflicto independentista en Cuba y la tercera Guerra Carlista, iniciada en 1872.
En 1873, después de dos años y tres meses en el trono, Amadeo I de Saboya no aguantó más ni a España ni a los españoles y presentó su renuncia al trono. Posiblemente, mientras hacía las maletas pensaría que «quién me mandaría a mí meterme en semejante berenjenal».
Tenía razón
España era un gran berenjenal y tanto sus gobernantes como los aspirantes a serlo, una pandilla de desquiciados que no sabían cómo ponerse de acuerdo para acabar con la crisis económica, institucional y social que vivía el país. Y no pactaban porque no les preocupaba tanto la situación de España como alcanzar el poder.
Es curioso. Después de casi siglo y medio nuestras clases dirigentes han aprendido muy poco y la frase anterior, con algún retoque para que no resulte ofensiva, (cambiemos lo de desquiciados por desatinados) se adapta totalmente a la situación actual en cualquiera de los ámbitos en que se mire, nacional, autonómico o municipal.
Estamos en un permanente estado electoral y no importa lo que haga el Gobierno nacional, autonómico o municipal, acertado o desacertado: la oposición se va a emplear a fondo resaltando los desaciertos hasta niveles astronómicos y convirtiendo los aciertos en desaciertos sin ofrecer alternativas válidas a los primeros ni aceptar los segundos.
El trabajo de la oposición es fácil: solo hay que estar en contra de todo y jugar a impedir que gobierne otro, conscientes o inconscientes de que ese juego no conduce ninguna parte. La discusión pública española está desbordada de melodrama y de gestos sobreactuados.
Hay veces que viendo a los parlamentarios y oyendo sus discursos uno piensa si los ponentes son adultos que están en el Parlamento o son críos en una escuela primaria riñendo porque el otro le quitó la pelota con la mano, cuando no, clientes de una inmunda taberna utilizando un lenguaje que no desmerezca de tal.
Lo triste es que esas formas de actuar llegan al pueblo llano, generando actitudes agresivas y, sin darnos cuenta, actuamos como ellos.