Toma frase, jajajajajja
Yoly, yo no te dejo solita, hasta que llegue alguien, cuenta conmigo.
Tal para cual, pues bueno, yo ya cosí los bajos
Ahora voy a arreglarme para ir a currar.
Aunque debería planchar un poco, tengo un montón de ropa
Pero no tengo tiempo, jajaja, sobretodo si estoy aqui atizando.
vENGA, tESO, ECHA UNOS PALICOS AL FUEGO, ahí va, se me fueron mayúsculas, no si yo no tengo remedio,...
Pili, ¿ya empezaste con tus cursos o estás en ello?
Seguro que tus gatines te han echado de menos
Si, si, ya estoy recuperando a mis chufis, hoy le llevé comida a Rajoneta, al parque y allí estaba la pobre esperándome, no veas lo contenta que se puso.
Con el tema este de los gatos viene a a la memoria una anécdota que me recordó mi hermano este verano. Debajo de la amplia terraza el local que lo ocupaba estaba dividido en diferentes habitaciones. Una era el gallinero. Amplio, con un ventanal a poniente, donde vivían entre diez y doce gallinas como señoronas.
Sin gallo que les tocasen lo huevos (que ponían), terminaban sus días en pepitoria. Pero mientras tanto, como señoronas.
Otra habitación era la cocina de curar, con el motor para subir el agua desde el pozo al depósito en el desván, y otra, la carbonera.
El resto se utilizaba como trastero, para guardar las patatas y como esporádico lugar de juegos, sobre todo en tiempo lluvioso.
Había ratones. Cerca se tiraba la basura del cine. Más cerca la de la Parra y la de la consulta del médico, con lo que los roedores estaban suficientemente alimentados. Los métodos para exterminarlos como el veneno, (ya sabéis: con Muritón, ni una rata, ni un ratón) o la ratonera no eran muy eficaces.
Entonces mi hermano y yo pensamos que lo mejor para terminar con los indeseables inquilinos era un gato.
Alguien de la Romería nos regaló uno. No era el lindo gatito presto a crecer al lado de sus nuevos amos, era un señor gato, con todos los bigotes y bastante azorrado. Nos lo dieron metido en una caja que en su día había contenido un televisor. Así que, contentos e ilusionados con la solución que aportábamos, marchamos con aquella caja que sobresalía sobre nuestras cabezas. Como no podíamos con ella, la mejor solución fue llevarla a rastras. Imaginaros a aquellos dos chavales de cuatro y siete años, empujando una caja por aquel camino de hormigón rugoso que va desde la casa del cartero hasta el cine, con un gato enfurecido dentro danto bufidos y zarpazos al cartón. La gente pensaba que llevábamos una lavadora vieja con el programa de centrifugado desbocado. Tan contentos estábamos que ni pensábamos: en vez de rodear la casa, subimos las escaleras del cine haciendo rodar la caja, y bajamos las escaleras del otro lado de la misma manera y enfureciendo aún más al gato. Al llegar al local, cerramos la puerta para que el depredador no escapase y poco a poco fuimos abriendo la caja. En cuanto encontró un mínimo resquicio de escapatoria, salió bufando, repartió un par de zarpazos a cada uno de los dos chavales y trepando por la pared de la carbonera como una exhalación, escapó por el ventanuco sin cristales en el que no habíamos reparado.
Esa noche desde la cama oíamos las risotadas de los ratones. La caja nos sirvió para otras aventuras.
Sin gallo que les tocasen lo huevos (que ponían), terminaban sus días en pepitoria. Pero mientras tanto, como señoronas.
Otra habitación era la cocina de curar, con el motor para subir el agua desde el pozo al depósito en el desván, y otra, la carbonera.
El resto se utilizaba como trastero, para guardar las patatas y como esporádico lugar de juegos, sobre todo en tiempo lluvioso.
Había ratones. Cerca se tiraba la basura del cine. Más cerca la de la Parra y la de la consulta del médico, con lo que los roedores estaban suficientemente alimentados. Los métodos para exterminarlos como el veneno, (ya sabéis: con Muritón, ni una rata, ni un ratón) o la ratonera no eran muy eficaces.
Entonces mi hermano y yo pensamos que lo mejor para terminar con los indeseables inquilinos era un gato.
Alguien de la Romería nos regaló uno. No era el lindo gatito presto a crecer al lado de sus nuevos amos, era un señor gato, con todos los bigotes y bastante azorrado. Nos lo dieron metido en una caja que en su día había contenido un televisor. Así que, contentos e ilusionados con la solución que aportábamos, marchamos con aquella caja que sobresalía sobre nuestras cabezas. Como no podíamos con ella, la mejor solución fue llevarla a rastras. Imaginaros a aquellos dos chavales de cuatro y siete años, empujando una caja por aquel camino de hormigón rugoso que va desde la casa del cartero hasta el cine, con un gato enfurecido dentro danto bufidos y zarpazos al cartón. La gente pensaba que llevábamos una lavadora vieja con el programa de centrifugado desbocado. Tan contentos estábamos que ni pensábamos: en vez de rodear la casa, subimos las escaleras del cine haciendo rodar la caja, y bajamos las escaleras del otro lado de la misma manera y enfureciendo aún más al gato. Al llegar al local, cerramos la puerta para que el depredador no escapase y poco a poco fuimos abriendo la caja. En cuanto encontró un mínimo resquicio de escapatoria, salió bufando, repartió un par de zarpazos a cada uno de los dos chavales y trepando por la pared de la carbonera como una exhalación, escapó por el ventanuco sin cristales en el que no habíamos reparado.
Esa noche desde la cama oíamos las risotadas de los ratones. La caja nos sirvió para otras aventuras.
Gracias Juan por regalarnos este hermoso relato.