Cuando venías a
El Castillo y llamabas a la
puerta de tu tía Pilar con aquel enorme, dorado y limpísimo picaporte, dos almas se estremecián en el abrazo más entreñable, tierno e inmemso que uno se pueda imaginar. Yo contemplaba la sutil escena y un gozo indescriptible de niño ensimismado tomaba posesión de mi infantil e inquieto corazón.