REFLEXIONES DESEFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (5)
Aquel crédulo sacerdote ya no era párroco residente en Sosas, creo atendía a la feligresía de este pueblo desde su sede en Vegarienza, pueblo en el que el río Cumbral rinde sus aguas al padre Omafía.
Clero aparte, la primera persona de Sosas que conocí, fue un hermano de mi abuela paterna, cuya corpulencia justificaba que se le conociera como el tío Evaristón, fumador empedernido que con frecuencia acudía a Rodicol para que otra de sus hermanas, la tía Maruxina, vía estraperlo, le proveyera de aquellos legendarios cuarterones de tabaco, por los que se conocía como Estacalera a la monopolística Tabacalera. Tal era la necesidad de nicotina del tío Evaristón, que no dejó de acudir al suministro de su hermana, por mucho susto que en uno de sus viajes le dieron los rojos del monte; desvalijándole cuando cruzaba el arroyo de Retuerto. Conocí más tarde a todo el vecindario de Sosas, pero si alguien bulle con más fuerza y más afecto en mi recuerdo, fue Almudena, aquella tabernera en cuya casa me sentía feliz. No era sólo su bondad, eran los bailes con música de pandereta que nos permitía en su establecimiento. Bailes que fueron motivo de un escarceo amoroso, que naufragó a manos de un mocetón que sin duda atesoraba cualidades humanas muy superiores a las del desmedrado "rapazón de Rodicol".
De este somero bosquejo del recuerdo de Sosas, no excluiré aquellos ratos que escabulléndome de los bailes, en otro recinto de la cantina de Almudena, compartía filandón con José de Carmela, Amador, Gaspar, Alpidio y no recuerdo bien si también "filandoneaban" Germán y algún otro.
Después de este inciso en el discurrir orográfico de la cuenca del Ozeo, hora es de que venga a estas páginas el entorno de Sabugo, pueblo el más meridional del "chicano" valle, del que parece esconderse unos centenares de metros al borde de su riachuelo, poco antes de que este afluya al repetido Ozeo. La orografía de Sabugo es menos abrupta que la de Villabandin y Rodicol, apenas la Peña de los Cuetos, que comparte con Villabandin, rompe la altura media de sus tesos. Pero su orografía menos espectacular no le priva de la belleza del verdor de los prados que riega su pequeño río, de la campa de Valdemorente
que comparte con Rodicol, de las pétreas formas de Pementús, Peñaza la Grande, Peñaza la Pequeña y la joya de su Osedo, que alberga uno de los más bellos robledales de Omaña. Robledal, éste que en mi juventud cobijaba la única reserva de jabalíes del municipio de Murias, sin que estuviera ausente el corzo, mal que le pesara al lobo que por entonces merodeaba por aquellos pagos.
Cabe reseñar la Sierra del Potro, cruzada por la senda que llevaba a Villanueva de Omaña, que, normalmente cubierta de nieve, cruzábamos para acudir a la fiesta de San Antón en Villanueva, el 17 de Enero. Destacable la rica toponimia de Sabugo.
Aparte la ya enunciada, Peña de la Seita, compartida con Rodicol, como Valdelosiego, Queijo, Puente Vieja, etc.
Ultimado este incompleto periplo orográfico por la ruta del Ozeo, cabe dar unas leves pinceladas a su flora y su fauna. En el reino vegetal, nuestro valle se sitúa en el límite omañés donde el predominio del roble decae ante la irrupción del abedul, hermoso árbol que logra su mayor expansión en los abedulares de Murias, Montrondo y Fasgar, éste ya en el afortunado Valle Gordo. Acaso
mi admiración por este árbol se acreciente por cuanto era magnificado por los novelistas rusos del XIX, en sus descripciones de las estepas rusas, pero, además, este árbol, creo no ha merecido una pequeña consideración sobre la importancia económica que ha tenido. Su madera ligera y resistente, ha servido desde tiempo inmemorial para elaborar las madreñas que aún calzan los omañeses. De sus escasos troncos rectos se sacaban los mejores brazuelos de los carros y de las caprichosas curvas de sus troncos salían las mejores gargantas, pieza fundamental para la construcción del viejo arado romano, con el que hasta épocas recientes se arañaban, más que araban, las poco pródigas tierras de la comarca y aun de sus ramas más tiernas se elaboraban aquellos escobones conocidos como "valeos", utilizados en las eras durante las majas o para el barrido de los establos.
Aun hoy, pese a la despoblación, el abedul posee un cierto potencial económico, cual puede ser el atractivo turístico cuando en los albores del otoño sus hojas comienzan a tornasolear, al tiempo que lo hacen también otros árboles que suelen compartir su espacio, el capudo (serval), el avellano silvestre y los no menos asilvestrados como son los abrunos (ciruelos), manzanos o cerezos.
En las solanas de ríos y arroyos crecen la escoba (retama típica del país), el piorno y la urz (brezo). Estos tres arbustos durante parte de mayo y de junio, combinados con el verdor de prados y bosques o matorrales, nos obsequian con una sinfonía de colores de una belleza digna de ser cantada por plumas más avezadas que la mía. No se pueden olvidar los sabugueiros (saúcos) salgueras, olmos, álamos y chopos y por descontado dos tipos de espino, uno conocido como cambrión de afiladas púas y rojos frutos a modo de pequeñas cerezas (no comestibles) y otro semejante a un rosal silvestre que los conquistadores españoles aclimataron en la Patagonia argentina, donde le dan el nombre de rosa mosqueta, de cuya flor extraen la fragancia de un tipo de colonia. No se puede olvidar el rico fruto de las arandaneras que buscan su habitat en las zonas más altas, donde también crece la medicinal genciana y en lugar destacado, el hoy protegido acebo, que con sus hojas perennes sirve de alimento invernal a los corzos y que antaño se utilizaba para la manutención de conejos caseros.
Aquel crédulo sacerdote ya no era párroco residente en Sosas, creo atendía a la feligresía de este pueblo desde su sede en Vegarienza, pueblo en el que el río Cumbral rinde sus aguas al padre Omafía.
Clero aparte, la primera persona de Sosas que conocí, fue un hermano de mi abuela paterna, cuya corpulencia justificaba que se le conociera como el tío Evaristón, fumador empedernido que con frecuencia acudía a Rodicol para que otra de sus hermanas, la tía Maruxina, vía estraperlo, le proveyera de aquellos legendarios cuarterones de tabaco, por los que se conocía como Estacalera a la monopolística Tabacalera. Tal era la necesidad de nicotina del tío Evaristón, que no dejó de acudir al suministro de su hermana, por mucho susto que en uno de sus viajes le dieron los rojos del monte; desvalijándole cuando cruzaba el arroyo de Retuerto. Conocí más tarde a todo el vecindario de Sosas, pero si alguien bulle con más fuerza y más afecto en mi recuerdo, fue Almudena, aquella tabernera en cuya casa me sentía feliz. No era sólo su bondad, eran los bailes con música de pandereta que nos permitía en su establecimiento. Bailes que fueron motivo de un escarceo amoroso, que naufragó a manos de un mocetón que sin duda atesoraba cualidades humanas muy superiores a las del desmedrado "rapazón de Rodicol".
De este somero bosquejo del recuerdo de Sosas, no excluiré aquellos ratos que escabulléndome de los bailes, en otro recinto de la cantina de Almudena, compartía filandón con José de Carmela, Amador, Gaspar, Alpidio y no recuerdo bien si también "filandoneaban" Germán y algún otro.
Después de este inciso en el discurrir orográfico de la cuenca del Ozeo, hora es de que venga a estas páginas el entorno de Sabugo, pueblo el más meridional del "chicano" valle, del que parece esconderse unos centenares de metros al borde de su riachuelo, poco antes de que este afluya al repetido Ozeo. La orografía de Sabugo es menos abrupta que la de Villabandin y Rodicol, apenas la Peña de los Cuetos, que comparte con Villabandin, rompe la altura media de sus tesos. Pero su orografía menos espectacular no le priva de la belleza del verdor de los prados que riega su pequeño río, de la campa de Valdemorente
que comparte con Rodicol, de las pétreas formas de Pementús, Peñaza la Grande, Peñaza la Pequeña y la joya de su Osedo, que alberga uno de los más bellos robledales de Omaña. Robledal, éste que en mi juventud cobijaba la única reserva de jabalíes del municipio de Murias, sin que estuviera ausente el corzo, mal que le pesara al lobo que por entonces merodeaba por aquellos pagos.
Cabe reseñar la Sierra del Potro, cruzada por la senda que llevaba a Villanueva de Omaña, que, normalmente cubierta de nieve, cruzábamos para acudir a la fiesta de San Antón en Villanueva, el 17 de Enero. Destacable la rica toponimia de Sabugo.
Aparte la ya enunciada, Peña de la Seita, compartida con Rodicol, como Valdelosiego, Queijo, Puente Vieja, etc.
Ultimado este incompleto periplo orográfico por la ruta del Ozeo, cabe dar unas leves pinceladas a su flora y su fauna. En el reino vegetal, nuestro valle se sitúa en el límite omañés donde el predominio del roble decae ante la irrupción del abedul, hermoso árbol que logra su mayor expansión en los abedulares de Murias, Montrondo y Fasgar, éste ya en el afortunado Valle Gordo. Acaso
mi admiración por este árbol se acreciente por cuanto era magnificado por los novelistas rusos del XIX, en sus descripciones de las estepas rusas, pero, además, este árbol, creo no ha merecido una pequeña consideración sobre la importancia económica que ha tenido. Su madera ligera y resistente, ha servido desde tiempo inmemorial para elaborar las madreñas que aún calzan los omañeses. De sus escasos troncos rectos se sacaban los mejores brazuelos de los carros y de las caprichosas curvas de sus troncos salían las mejores gargantas, pieza fundamental para la construcción del viejo arado romano, con el que hasta épocas recientes se arañaban, más que araban, las poco pródigas tierras de la comarca y aun de sus ramas más tiernas se elaboraban aquellos escobones conocidos como "valeos", utilizados en las eras durante las majas o para el barrido de los establos.
Aun hoy, pese a la despoblación, el abedul posee un cierto potencial económico, cual puede ser el atractivo turístico cuando en los albores del otoño sus hojas comienzan a tornasolear, al tiempo que lo hacen también otros árboles que suelen compartir su espacio, el capudo (serval), el avellano silvestre y los no menos asilvestrados como son los abrunos (ciruelos), manzanos o cerezos.
En las solanas de ríos y arroyos crecen la escoba (retama típica del país), el piorno y la urz (brezo). Estos tres arbustos durante parte de mayo y de junio, combinados con el verdor de prados y bosques o matorrales, nos obsequian con una sinfonía de colores de una belleza digna de ser cantada por plumas más avezadas que la mía. No se pueden olvidar los sabugueiros (saúcos) salgueras, olmos, álamos y chopos y por descontado dos tipos de espino, uno conocido como cambrión de afiladas púas y rojos frutos a modo de pequeñas cerezas (no comestibles) y otro semejante a un rosal silvestre que los conquistadores españoles aclimataron en la Patagonia argentina, donde le dan el nombre de rosa mosqueta, de cuya flor extraen la fragancia de un tipo de colonia. No se puede olvidar el rico fruto de las arandaneras que buscan su habitat en las zonas más altas, donde también crece la medicinal genciana y en lugar destacado, el hoy protegido acebo, que con sus hojas perennes sirve de alimento invernal a los corzos y que antaño se utilizaba para la manutención de conejos caseros.