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CORNOMBRE: Evidentemente somos zona de transicion pero tambien...

REFLEXIONES DESEFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (5)

Aquel crédulo sacerdote ya no era párroco residente en Sosas, creo atendía a la feligresía de este pueblo desde su sede en Vegarienza, pueblo en el que el río Cumbral rinde sus aguas al padre Omafía.
Clero aparte, la primera persona de Sosas que conocí, fue un hermano de mi abuela paterna, cuya corpulencia justificaba que se le conociera como el tío Evaristón, fumador empedernido que con frecuencia acudía a Rodicol para que otra de sus hermanas, la tía Maruxina, vía estraperlo, le proveyera de aquellos legendarios cuarterones de tabaco, por los que se conocía como Estacalera a la monopolística Tabacalera. Tal era la necesidad de nicotina del tío Evaristón, que no dejó de acudir al suministro de su hermana, por mucho susto que en uno de sus viajes le dieron los rojos del monte; desvalijándole cuando cruzaba el arroyo de Retuerto. Conocí más tarde a todo el vecindario de Sosas, pero si alguien bulle con más fuerza y más afecto en mi recuerdo, fue Almudena, aquella tabernera en cuya casa me sentía feliz. No era sólo su bondad, eran los bailes con música de pandereta que nos permitía en su establecimiento. Bailes que fueron motivo de un escarceo amoroso, que naufragó a manos de un mocetón que sin duda atesoraba cualidades humanas muy superiores a las del desmedrado "rapazón de Rodicol".
De este somero bosquejo del recuerdo de Sosas, no excluiré aquellos ratos que escabulléndome de los bailes, en otro recinto de la cantina de Almudena, compartía filandón con José de Carmela, Amador, Gaspar, Alpidio y no recuerdo bien si también "filandoneaban" Germán y algún otro.
Después de este inciso en el discurrir orográfico de la cuenca del Ozeo, hora es de que venga a estas páginas el entorno de Sabugo, pueblo el más meridional del "chicano" valle, del que parece esconderse unos centenares de metros al borde de su riachuelo, poco antes de que este afluya al repetido Ozeo. La orografía de Sabugo es menos abrupta que la de Villabandin y Rodicol, apenas la Peña de los Cuetos, que comparte con Villabandin, rompe la altura media de sus tesos. Pero su orografía menos espectacular no le priva de la belleza del verdor de los prados que riega su pequeño río, de la campa de Valdemorente
que comparte con Rodicol, de las pétreas formas de Pementús, Peñaza la Grande, Peñaza la Pequeña y la joya de su Osedo, que alberga uno de los más bellos robledales de Omaña. Robledal, éste que en mi juventud cobijaba la única reserva de jabalíes del municipio de Murias, sin que estuviera ausente el corzo, mal que le pesara al lobo que por entonces merodeaba por aquellos pagos.
Cabe reseñar la Sierra del Potro, cruzada por la senda que llevaba a Villanueva de Omaña, que, normalmente cubierta de nieve, cruzábamos para acudir a la fiesta de San Antón en Villanueva, el 17 de Enero. Destacable la rica toponimia de Sabugo.
Aparte la ya enunciada, Peña de la Seita, compartida con Rodicol, como Valdelosiego, Queijo, Puente Vieja, etc.
Ultimado este incompleto periplo orográfico por la ruta del Ozeo, cabe dar unas leves pinceladas a su flora y su fauna. En el reino vegetal, nuestro valle se sitúa en el límite omañés donde el predominio del roble decae ante la irrupción del abedul, hermoso árbol que logra su mayor expansión en los abedulares de Murias, Montrondo y Fasgar, éste ya en el afortunado Valle Gordo. Acaso
mi admiración por este árbol se acreciente por cuanto era magnificado por los novelistas rusos del XIX, en sus descripciones de las estepas rusas, pero, además, este árbol, creo no ha merecido una pequeña consideración sobre la importancia económica que ha tenido. Su madera ligera y resistente, ha servido desde tiempo inmemorial para elaborar las madreñas que aún calzan los omañeses. De sus escasos troncos rectos se sacaban los mejores brazuelos de los carros y de las caprichosas curvas de sus troncos salían las mejores gargantas, pieza fundamental para la construcción del viejo arado romano, con el que hasta épocas recientes se arañaban, más que araban, las poco pródigas tierras de la comarca y aun de sus ramas más tiernas se elaboraban aquellos escobones conocidos como "valeos", utilizados en las eras durante las majas o para el barrido de los establos.
Aun hoy, pese a la despoblación, el abedul posee un cierto potencial económico, cual puede ser el atractivo turístico cuando en los albores del otoño sus hojas comienzan a tornasolear, al tiempo que lo hacen también otros árboles que suelen compartir su espacio, el capudo (serval), el avellano silvestre y los no menos asilvestrados como son los abrunos (ciruelos), manzanos o cerezos.
En las solanas de ríos y arroyos crecen la escoba (retama típica del país), el piorno y la urz (brezo). Estos tres arbustos durante parte de mayo y de junio, combinados con el verdor de prados y bosques o matorrales, nos obsequian con una sinfonía de colores de una belleza digna de ser cantada por plumas más avezadas que la mía. No se pueden olvidar los sabugueiros (saúcos) salgueras, olmos, álamos y chopos y por descontado dos tipos de espino, uno conocido como cambrión de afiladas púas y rojos frutos a modo de pequeñas cerezas (no comestibles) y otro semejante a un rosal silvestre que los conquistadores españoles aclimataron en la Patagonia argentina, donde le dan el nombre de rosa mosqueta, de cuya flor extraen la fragancia de un tipo de colonia. No se puede olvidar el rico fruto de las arandaneras que buscan su habitat en las zonas más altas, donde también crece la medicinal genciana y en lugar destacado, el hoy protegido acebo, que con sus hojas perennes sirve de alimento invernal a los corzos y que antaño se utilizaba para la manutención de conejos caseros.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (6)

Son hermosas las hojas del acebo, con su verde intenso y de un blanco inmaculado eran sus rectas y tiernas ramas, una vez devorada su corteza por los dientes de roedor de los conejos. Mis tiempos de escolar lo atestiguan, cuando nuestro maestro se servía de ellas para poner coto a nuestras travesuras de colegiales.
Eran otros tiempos en que los rapaces teníamos otra fibra y, seguramente por eso, los métodos de nuestro maestro no se consideraban maltrato infantil. Hasta los padres hacían suya aquella máxima de "la letra con sangre entra".
En la fauna del valle, aparte el ganado doméstico, abundaban lobos, zorros, liebres, garduñas, tejones y en número escaso se pueden citar al corzo y al jabalí, no mencionando otras especies menos importantes y más comunes en otras zonas del pais. Cabe destacar que ni en nuestro valle, ni en los otros dos de la alta Omaña, nunca se ha constatado la presencia del conejo silvestre, no sé si por culpa de pertinaz mixomatosis o porque hasta este roedor desdeña nuestra tierra. Al citar al lobo, preciso es detenerse un momento con este gran depredador, que "no llena los ojos antes que la panza". Es animal que mata y mata antes de comenzar a devorar sus presas. Por otra parte es difícil imaginarse el estremecimiento que produce oir su aullido nocturno en las proximidades de los pueblos, especialmente cuando coincide con esas lóbregas noches invernales en las que la nieve es arremolinada por el viento que parece acompasar su silbido con el inquietante grito de la fiera.
En el mundo volátil, planeaban en el cielo "chicano", águilas y milanos, abundaba la perdiz roja y su congénere de menor tamaño y habitando en las alturas, conocida como la perdiz pardina. Un pájaro característico era una especie de cuervo pequeño, conocido como "chouva", amante también de las alturas, de las que descendía para prevenir a los lugareños de que se acercaba la nevada. La ya citada cabra llouca, el cuco, el pájaro carpintero y una variada gama de pajarillos, alguno muy hernioso como el conocido como lavandera, por su permanente sobrevolar los ríos en busca de insectos acuáticos. Esta colonia de pájaros propiciaba el lúdico entretenimiento que con bárbara fruición practicaban los rapaces: baltar los neales (destruir los nidos).
Aunque mamífero, en el mundo alado no faltaba el murciélago, considerado como pájaro de mal agüero. E interrumpiendo el discurso lógico de este relato, a estas alturas del siglo XXI, puede resultar extraño la práctica no infrecuente, al menos hasta la mitad del siglo anterior, consistente en comer los humanos la carne de las ovejas "toscas" (locas). Estas ovejas padecían una enfermedad, que según los lugareños era producida por un "bicho" que anidaba en sus cerebros. Se detectaba la enfermedad porque la oveja pastaba en un reducido espacio alrededor del cual giraba sin cesar. En más de una juerga de los mozos, se les cortaba la cabeza y se comía sin mas preocupación. ¿Sería el “bichito” esa extraña proteína conocida como prion, que en fechas recientes llevó la enfermedad de las vacas locas a que estas muriesen y por contagio causaran la muerte también a los humanos?
Puede ser que los del Ozeo fuésemos gentes de poco alcance, que según se decía era el antídoto de la locura.
¿Qué decir de la extraordinaria calidad de las truchas del Ozeo? Era la única población piscícola del rio y de alguno de sus arroyos afluentes, acompañada alguna vez por la nutria. La exquisitez de la trucha del Ozeo, era conocida internacionalmente, como tuve ocasión de comprobar en 1962, leyendo una prestigiosa guía turística francesa. Pero el Ozeo y afluentes era pródigo en esa especie tan común como es la rana, que si merece aquí mención es por la inexplicable ausencia de ella en el repertorio gastronómico de la zona.
Decir que abundan culebra, lagarlos y lagartijas, no es añadir particularidad alguna; si lo es la existencia menos común de la sacavera (salamandra) que por tener un cierto parecido con la lagartija, las gentes creían que pertenecían a la misma familia de pequeños reptiles. Alguien versado en la materia, me saco de tan craso error, creo recordar que me informó de que la sacavera era un batracio urodelo en cuya piel segregaba un ¿alcaloide? Veneno, poco peligroso para el hombre y para la mujer, claro, que gustaba de los ambientes húmedos y de la nocturnidad.
Esta información me liberó del miedo al animal que se expresaba con el dicho aquel ”mordedura de sacavera, saca pan y cera”. El pan se supone, para las plañideras y la cera para los cirios que alumbraban el ataúd del envenenado. Mas se justificaba la mordedura de la víbora que también contaba con su refrán: “Mordedura de víbora, toca las campanas y llora”. Ignoro como el mordido podía tocar las campanas, a muerto, por supuesto y mucho menos llorar después de "estirar la pata y regañar el diente", también singular sinónimo de muerte. Y en las fúnebres creencias destacaba el odiado escorpión que asimismo contaba con su leyenda: "mordedura de escorpión, busca pala y azadón".
Debe tenerse en cuenta que en los camposantos "chícanos", como en tantos otros, no existían nichos ni mausoleos, ¿también manejaba el azadón el muerto?

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (7)

Y en este liviano repaso a la fauna, pese a su pequenez, no puede omitirse el mundo de esos minúsculos seres que no sabría que forma sería la más correcta de designarlos, artrópodos o simplemente insectos.
Por tratarse de un bichejo simpático, me referiré al grillo. ¿Quién no ha gozado de su alegre "cri-cri" en los atardeceres? Además proporcionaba una diversión a los rapaces que, con olfato de sabueso, descubrían sus minúsculas madrigueras en las que bastaba introducir una pajita para que saliera a la luz el grillo.
Curiosamente, los mismos que baltaban los nidos, no maltrataban al grillo, tal era el aprecio que le teníamos. Peor consideración merecían las cigarras que con tanto parecido se hacían sentir cuando el centeno estaba en sazón para ser segado. Peor calaña tenía una especie de mosca, llamada simplemente, mosca. Esta endiablada mosca, cuyo período de actividad era de aproximadamente un mes, a caballo de junio y julio. En ese lapso de tiempo, atacaba al ganado vacuno y era de ver como la vaca atacada, enhiesto el rabo, emprendía desenfrenada carrera, diríase que era como alma que lleva el diablo; de estas carreras decíase que las vacas moscaban. Pero indirectamente los efectos trascendían a los gañanes que habían de trabajar con las vacas.
Coincidía la mosca con la segunda vuelta o "bina" que se daba a las tierras centenales y para evitar el ataque del bichejo solo había una solución; comenzar a arar con la yunta con las primeras luces del alba, para suspender la actividad antes que el sol empezara a calentar, momento en el que la mosca iniciaba la jornada. La mosca no madrugaba pero los gañanes, sí. Antes de uncir la yunta tenían que apacentarla. Resultado, la noche en blanco y a la espera de que la siesta remediara un tanto el sueño.
Otro "simpático" parásito, lo constituía el escarabajo de la patata. Pero este aborto de la Naturaleza merece párrafo aparte.
Tradicionalmente los eiros "chícanos" y no sólo ellos, producían dos tipos de patata: la blanca y la colorada, ambas de calidad inigualable. Mas ocurrió que en nuestra posguerra civil y cuando aún las hordas hitlerianas señoreaban Europa, alguien tuvo la feliz idea de importar patatas de siembra de Alemania. Regocijo entre los lugareños, aquella patata doblaba en producción a las autóctonas, aunque, de piel más rugosa, su sabor distaba mucho del de la humilde patata omañesa. Supongo que cerdos y vacas no tendrían paladar tan fino, pero, hete aquí, que en las ramas de la planta comienzan a crecer unos bichejos rojos y diminutos que devoraban las hojas en pocos días. Habíamos importado el escarabajo y una nueva tarea se añadía a las ya pesadas que soportaban los habitantes de estas tierras, el sulfatado de los patatales. Eso sí, los maestros tenían un nuevo ejemplo práctico de lo que era la metamorfosis porque el bicho rojo cambiaba, ya adulto, a un insecto mayor, rayado y de aspecto desagradable.
Y con un nuevo inciso, hasta entonces la metamorfosis más conocida era la de la rana, que pasaba de renacuajo, de cuerpo más o menos redondo y larga cola, al animal adulto, sin cola, pero con patas. El proceso servía de distracción a los zagales viendo como los renacuajos, que abundaban en las charcas, sin perder su larga cola, mostraban ya unas patas incipientes, a manera de pequeños monstruos.
Y descendiendo en el tamaño de estos animalejos, no faltaba la presencia de piojos. Eran difíciles de combatir, aunque, paradojas de la vida, la aparición del escarabajo de la patata propició una terapia eficaz contra el piojo. El sulfato que exterminaba a aquellos, servía también para desterrar piojos y liendres. Pero, como una miseria más de las que siguen a las guerras, apareció un tipo de piojo que transmitía una enfermedad muy grave, conocida popularmente como "piojo amarillo" y cuyo nombre científico era el de tifus exantemático.
Las gentes agobiadas por tantas privaciones eran capaces de "poner al mal tiempo, buena cara "y así surgió una cancioncilla que comenzaba así: "Con la permanente y el caracolillo y debajo llevas el piojo amarillo" Olvidando al dichoso piojo, como no recordar a las saltarinas pulgas. Estas no gustaban de una permanencia larga en contacto con la anatomía humana pero, ¡como picaban las condenadas! Cuando se limpiaban las cortes (establos de cabras y ovejas), para el abono de las tierras en la sementera, era tan abundante la colonia pulguesca, que hasta se las veía saltar por las roderas transitadas por los carros que subían el abono. Pero en este estrafalario recuento de los seres vivos que tenían su hábitat por nuestras tierras, habíalos que el ojo humano era incapaz de advertir y que, sin embargo, eran capaces de acabar con la vida del más fornido omañés. De estas microscópicas formas de vida, destacaba el bacilo de Koch, que originaba la temida tuberculosis.
Esta funesta enfermedad que hallaba su caldo de cultivo en una alimentación deficiente, en la falta de higiene que ayudaba a su fácil contagio y a la ausencia de fármacos eficaces, llevó el luto a no pocas familias, hasta que un hijo de la odiada y rubia Albión, el doctor Fleming, con su descubrimiento de la penicilina, abrió la era de, los antibióticos, entre los cuales, creo recordar, fue la estreptomicina la que logró frenar primero y erradicar después, la temible tisis. Ironías de la vida o de la Historia, el país malvado que con Drake o Nelson, había humillado el orgullo hispano, habría de ser patria de aquel gran benefactor de la Humanidad, hispanos incluidos, de tal suerte que cuentan los cronistas que hasta los toreros le han erigido una estatua, dicen que junto a la plaza de toros de Madrid.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (8)

En este afán de dibujar atributos que dan personalidad al valle del Ozeo, he de reconocer que muy poco nos diferencia de nuestros opulentos "simétricos" del valle Gordo y muy poco de los del valle principal, si bien en Murias de Paredes nos aventajan en lo referente al reino animal. Al abrigo del manto capitalino, dos especies le son propias: la cigüeña y el caracol. Aquella no desdeña el valle "chicano" para cazar culebras o ratones en sus prados, pero volviendo siempre a su nido muriense. En cuanto al caracol, que misterioso impedimento le ha vedado llegar, pese a su lento desplazamiento, a lo largo de milenios a nuestro valle es enigma que escapa a mis entendederas. Ellos se lo pierden.
Repasada orografía, flora y fauna, hora es de ocuparse del "homo chicanus", de sus costumbres, de sus ancestrales herencias o de las pocas obras del hombre que han sobrevivido al paso de algún siglo.
Precisamente estas obras me llevan a una característica de las gentes del valle del Ozeo; su religiosidad, no exenta de alguna reminiscencia pagana. Cuando los de mi generación pudimos tener conciencia del medio en que nos había tocado vivir, pocos eran los escépticos pero éstos, unos por "no dar la nota" y otros, digamos que por "imperativo legal", acudían a los oficios religiosos, atendidos por el párroco de Senra, Don Remigio Carreño, sacerdote este, muy criticado por las comadres, que le acusaban de tener lo que en la Edad Media se conocía como
"barragana". Cierto o no, yo retengo buen recuerdo de él, pese a que en alguna ocasión llegamos a enfrentarnos. Haciendo una nueva digresión, D. Remigio merece unas líneas. Hombre culto, aunque no presumiera de ello, en los azarosos días de la guerra civil y en los inmediatos que le siguieron, prestó ayuda a proscritos políticos que ni siquiera eran feligreses suyos. Gran aficionado a la caza, deambulaba por los montes de la comarca, donde sabía se escondían los "huidos" republicanos, que lejos de atentar contra él, le "arreaban" las perdices. Lastimosamente, algún sacerdote de no muy lejanos pueblos, no habrían podid emularle; su mala conciencia lo impedía. En aquellos tiempos, todo el municipio de Murias, eclesiásticamente pertenecía al obispado de Oviedo y D. Remigio ostentaba el rango de arcipreste. Dotado de excelente oratoria, no prodigaba sus sermones más allá de lo mínimo que la liturgia católica exigía, pero había una excepción cierta: en la festividad de Nuestra Señora de la Encarnación, patrona de Rodicol y Sabugo, el día 25 de Marzo, en cuyo día celebraba la misa en la ermita de la Seita.
Gentes había que acudían solo a escuchar la oratoria de D. Remigio. Su parlamento era mitad sermón, mitad político, pero todo él, exhibición de galanura oratoria. A tal altura rayaba su buen decir, que se atrevió a intervenir, con éxito, en mítines políticos.
Tal fue el caso de un mitin celebrado en el omañés pueblo de Salce. No recuerdo exactamente, pero creo fue con ocasión de las elecciones legislativas de 1.934, durante la 2a República, que testigos presenciales me contaron la actuación de D. Remigio. La figura estelar del mitin pro-republicano, era Gordón Ordax, político leonés que gozaba de fama de buen orador parlamentario.
Cuando este hubo terminado su intervención mitinesca, puso el micrófono a disposición de quien deseara darle la réplica. Quién iba a atreverse, nadie de no haber asisitido el cura de Senra. Subió al estrado para rebatir a Gordón Ordax y lo hizo con tanto éxito que el político por encima de la discrepancia política, felicitó efusivamente a aquel cura osado que ejercía su sacerdocio en uno de los más perdidos rincones de la geografía leonesa. Nunca entendí como aquel hombre no había escalado cimas más altas en la jerarquía de la Iglesia.
Y hablando ahora de los templos en los que ejercía su apostolado, los tres pueblos de la cuenca del Ozeo, contaban con una iglesia, excepto Rodicol que contaba además con su ermita de la Seita, en terrenos próximos ya a los de Sabugo, por cuya razón las gentes de este pueblo no muy asiduo a los oficios disputaban la propiedad de la ermita, que más les pertenecía por el hecho de que ambos pueblos tradicionalmente habían constituido una única parroquia, que duró hasta la década de los 30, en que falleciera el último párroco, creo llamado D. Eduardo, que tenía su casa rectoral en Rodicol y de quien recibí yo las aguas bautismales.
Las iglesias y la ermita no descuellan por las esplendideces de los órdenes arquitectónicos del románico, gótico, plateresco o barroco, pero son bellas en su sencillez. Destacan la belleza sobria de sus espadañas, sus campanas o sus atrios. Ignoro su antigüedad, acaso la más antigua sea la ermita de la Seita, que la voluntariosa actuación de dos jóvenes sacerdotes logró fuera restaurada hacia 1980, pero habiendo cometido el error de cubrir con el enfoscado de sus paredes la venerable belleza de sus muros de piedra.
A propósito de esta ermita, circula más de una leyenda engendrada en otros pagos porque la conocida por los "chicanos", decía que había sido erigida por haberse aparecido la Virgen a un pastor junto a un espino que seguía creciendo junto a uno de los muros de su pequeño atrio, espino que no habían logrado erradicar sacrilegas manos. Otra leyenda piadosa nos contaban nuestros abuelos. Decían que en tiempos remotos, dos guardias conducían a un preso con sus muñecas sujetas por enormes esposas y que al llegar a la altura de la ermita había rogado a sus guardianes que le permitieran rezar una salve a la Virgen; aceptado su ruego, rezó devotamente el preso y milagrosamente las esposas cayeron al suelo ante lo cual los guardianes habían huido despavoridos. El devoto preso ya en libertad, ofreció las toscas y férreas esposas a la Virgen de la Seita. Nuestros abuelos daban por cierta la leyenda con el argumento de que dichas esposas se conservaban, y se conservan hoy, en el altar de la ermita. Las esposas son lo único que queda hoy de la abundante colección de exvotos que pendían de las paredes del pequeño templo. Los animosos curas restauradores, a mi juicio, se equivocaron quitando los exvotos, pues, desde la perspectiva de un profano, constituían el más logrado símbolo de la fe en el Más Allá.
Y dejo para el final la joya de la ermita, una talla de apariencia románica, de la virgen sedente y que en una mano sostiene una bola y con la otra sujeta al Niño Jesús sentado en su regazo. De esta imagen sentada, algunos deducen que proviene la palabra Seita con la que se conoce la Virgen. Desde el comienzo de la década de los 80 del pasado siglo, se celebra en este pequeño santuario una romería que atrae fieles de muchos pueblos de la comarca junto con los veraneantes que buscan un remanso de paz y frescor en las frescas tierras omañesas.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (9)

En este recorrido por los templos de nuestro valle, no se puede omitir el despojo llevado a cabo por un desaprensivo cura de nombre Celedonio, cuando yo ya había formado parte de la diáspora omañesa. So pretexto de que las arcas obispales estaban vacías, abusó de la ingenuidad o la pasividad de las gentes para desvalijar, al menos, las iglesias de Rodicol y Sabugo. De Rodicol sustrajo una tan artística como grande lámpara que pendía del techo en el centro de la iglesia. No se conformó y su rapiña alcanzó a numerosas imágenes mutiladas que se guardaban en la sacristía y que a buen seguro ávidos anticuarios habrán hecho buen negocio con ellas. Parece que su sucesor, cuyo nombre no recuerdo, le secundó eficazmente y el despojo llegó hasta la campana de la iglesia de Sabugo.
Una ironía más de la vida. Siendo considerado Sabugo el pueblo menos devoto del valle, fue, sin embargo donde uno de sus habitantes, estaca en ristre, quien frustró la última tropelía que pretendía hacer el cura en la iglesia de su pueblo. Lo extraño de todo esto es que no llegaran a oídos de las altas jerarquías de la Iglesia semejantes desmanes. Al citar la campana de Sabugo, acude a mi memoria la importancia del tañer de las campanas del valle. Había una forma para llamar a los fieles a los oficios religiosos, otra para convocar a los vecinos a concejo, otra para convocarlos a "caminos" y por último la menos deseada, el toque a fuego. Había especialistas manejando las campanas y quizá en este arte nadie sobrepasara al polifacético sacristán de Rodicol, Amador Calbón, cuyo repique a misa era digno de ser escuchado.
La asistencia a los oficios religiosos era ocasión para que los "chícanos" dejaran por un momento pantalones de pana o de dril y las mujeres sayas de recio paño, por pantalones de "corte" ellos y faldas de telas más livianas y modernas ellas, que también acudían con los pañuelos reservados para las fiestas. Al decir pañuelos me estoy refiriendo a los que cubrían la cabeza, al modo que hoy los "urbanitas" encuentran incomprensible en las martirizadas mujeres musulmanas.
Atávicamente, las gentes lucían sus mejores galas para acudir al templo, de tal suerte que hasta se limpiaba la muñica de las madreñas para ir a misa. Quien tenía madreñas "de fábrica", debajo del estiércol aparecían los colorines con los que el artesano las decoraba con el laudable propósito de cobrar unos reales más, pero los más calzábamos las indestructibles galochas, que un madreñero a domicilio conocido por Tuiza (nombre del pueblo asturiano donde había nacido) o las no menos resistentes que producía un madreñero cojo de Omañón a quien, con poca indulgencia, llamábamos el "Cagalera" (perdóneseme el palabro).
Visto desde la distancia, el uso de tan macizas madreñas contribuía eficazmente a fortalecer nuestras extremidades inferiores para trotar por las cuestas o huir ante algún peligro, que los había.
Como quiera que D. Remigio no podía atender debidamente a todos los pueblos bajo su magisterio, solo teníamos misa en domingos alternos. Este hueco espiritual trataba de llenarlo algún piadoso vecino del pueblo con el rezo del Rosario en la iglesia. A guisa de ejemplo, en Rodicol ejercía tan piadosa misión, mi abuelo, el tío Isidrín, de lento rezo y larga lista de advocaciones.
Mi abuelo, hombre piadoso que quizá solo cometió un pecado en su vida; expulsar de su casa a su nieto de 10 años, reciente aun, la orfandad de su padre, rezaba el rosario todos los días de Semana Santa, sometiéndonos a penitencia que jamás D. Remigio nos aplicara en descargo de nuestros pecados al cumplir con el sacramento de la penitencia. El tío Isidrín, también conocido como el. Vicario; en esta semana, arrodillados durante todo el acto, nos hacía girar, sin despegar nuestras doloridas rodillas del suelo, de cara a cada una de las capillas y el altar mayor, para escenificar cada una de las estaciones del Vía Crucis y tanto era el éxito de su acendrada fé, que los zagales en lo único que pensábamos era en que finalizara la liturgia, plena además del misterio insondable de las imágenes cubiertas con negros crespones. Ni el catecismo del padre Astete nos aclaraba el porqué se impedía que las imágenes sagradas contemplaran la penitencia de los fieles.
La vocación religiosa de las gentes hacia que, salvo los días en que actuaba el Isidro de turno, durante toda la cuaresma el rosario se rezara en los hogares, antes de la cena y en detrimento del tiempo del "calecho", pero esta manifestación de religiosidad, no impedía un rito ancestral, que acaso procediera del Neolítico, tiempo en que, según doctas opiniones, la colectividad se desprendía de aquellos de sus miembros que ya no eran útiles.
Este rito pagano incrustado en la Cuaresma, se conocía como "la
quema de la vieja" y consistía en prender una hoguera en un lugar visible desde todo el pueblo y al resplandor de las llamas, vociferar "ya se quema la tía X". Aparte su carácter pagano, el rito se teñía de clara expresión del machismo imperante porque jamás quemábamos al viejo. Esta práctica desataba la cólera momentánea de la más anciana de turno. Recuerdo una de mis primeras participaciones en el bárbaro rito, en el que tocó el turno a la tía Eduviges de mi pueblo, que en su enfado nos anatematizó con el fuego eterno en las calderas de Pedro Botero, popular referencia al infierno. Esta quema ocurría el día que mediaba la Cuaresma.
Reiterativo con el tema religioso, quédame aun algún aspecto digno de mención. Uno, como existía algún devoto que aviesamente interpretaba la doctrina de la Iglesia en su provecho, convencido de que podía "hacer la puñeta" al prójimo con total impunidad, bastándole que en confesión el sacerdote le absolvería de sus pecados. Otro, la existencia en Villabandín de, al menos un prado que piadoso moribundo había legado a las ánimas. Ignoro en que forma el Registro de la Propiedad recogía un bien que no pertenecía a una persona jurídica. Y por último, que el fervor, religioso, con su inmensa influencia en las almas "chicanas", fuera incapaz de erradicar el espíritu belicoso de las gentes.
A menudo, disputas banales terminaban dirimiéndose a puñetazo limpio, cuando no a estacazos y si de féminas se trataba, sin desdeñar la estaca, lo más común era arrancarse el moño. Si hemos de atender a lo que nos enseña la Historia, no cabe duda de que nuestro espíritu guerrero nos lo contagiaron nuestros vecinos astures que en los oscuros tiempos del comienzo de la Edad Media, se descolgaban de las montañas para matar a los moros infieles del llano, arrebatándoles sus bienes muebles con los que retornaban a sus guaridas de las montañas. Nuestros ancestros habrían aprendido a guerrear y a hacer compatibles su fe y su misión de limpiar de infieles las usurpadas tierras de la cristiandad.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (10)

Otra incrustación pagana en la catolicidad del valle, era la existencia, extraña si se quiere, del exorcismo que practicaba, a vía de ejemplo, la vieja tía Regina de Rodicol. Aquella venerable anciana, cuando los nubarrones veraniegos presagiaban la temida tormenta de pedrisco, encorvada y apoyándose en su cayado, salía de su casa y, mirando a las nubes, exclamaba: ¡Hala los riñoveiros, marchar para los altos "Peryneos"!. Por supuesto que nunca supe que eran los riñoveiros, pero intuyo que se trataría de genios del mal en los que creían nuestros ancestros antes de ser cristianizados; en cualquier caso, si existían hacían poco caso a los exorcismos de la tía Regina, que a menudo debía apresurarse a entrar en casa so pena de que sus riñoveiros la alcanzaran con la fuerza del pedrisco.
Había personajes curiosos en el valle, no solo la tía Regina, pero para empezar a citarlos debo referirme a una actividad muy peculiar de gente joven cuando en el otoño culminaban las tareas agrícolas. Aprovechando el elevado nivel cultural del valle, en los concejos asturianos cercanos a Cangas de Nancea, contrataban lo que genéricamente se llamaba, impropiamente, los maestros babianos. El trato se llevaba a cabo en una feria otoñal en la citada villa astur a la que acudían los ñiontañeses que vivían en dispersos caseríos y allí contrataban los servicios de los docentes, babianos u omañeses, por un espacio de tiempo coincidente con el que la nieve impedía las tareas agrícolas. En nuestro valle, resplandeció sobremanera como maestro amateur, Alpidio. de Villabandín, mozo maduro que no perdía un solo año para impartir sus conocimientos a los niños de las brañas asturianas.
Esta institución que llegó al menos hasta el año 1950, era una muestra palmaria del oscurantismo en que estaba sumida gran parte de la sociedad española. Puede parecer pura fantasía a quien no haya vivido aquella época lo de los maestros babianos, no lo es y añadiré más. En mi adolescencia en Rodicol, tuve ocasión de leer un librito cuyo título creo era algo así como "José Luís o la tragedia de un maestro nacional" y cuyo autor fue amigo y colega de un tío mío e incluso conocido por mi madre. El tema del libro era el siguiente: en tiempos de la 2a República, las autoridades educativas habían creado una escuela en la zona "civilizada" por los maestros babianos y a ella había sido destinado como maestro el joven autor del libro, que se encontró con la oposición airada de los lugareños, que por nada del mundo deseaban renunciar a la sapiencia de babianos y omañeses y a tales extremos llegó la oposición que pasó de las palabras a la agresión y determinó que el joven maestro tuviera que abandonar su flamante escuela.
La evocación de aquel maestro, en quien sus colegas veían una clara vocación literaria, me lleva a recordar otra tragedia superior que sufrió; fue fusilado. En su libro vi por vez primera, la denominación de maestros babianos que no he vuelto a verla como tema de cualquier libro de Historia o ensayo. Asturianos con estudios superiores me han negado la existencia del "babianismo" y uno en particular, hijo de la no muy alejada Teverga, encolerizado me repuso que todo era un invento cazurro.
Los cazurros también teníamos nuestro borrón en lo que un ilustre catedrático berciano llamó las Hurdes leonesas: La Cabrera. Escribió "Donde las Hurdes se llaman Cabrera".
Por el camino de la asociación de ideas, lugar de honor debían, ocupar en esta narración los responsables indirectos de que algún caserío de la montaña asturiana tuviera al menos su maestro babiano que peor hubiese sido no tener nada; me estoy refiriendo a los viejos maestros nacionales del valle. Acaparando por una vez a Lazado ¿cómo olvidar las figuras de D. Quintín y D. Cecilio?. El primero en Lazado y el segundo en Villabandín.
Creo que no se ha valorado en toda su magnitud la callada y eficaz labor de aquellos hombres qué luchando con escasez de útiles pedagógicos, con la alta inasistencia de los alumnos y remunerados míseramente, lograban que en el valle y en las generaciones que habían pasado por sus escuelas no hubiese traza de analfabetismo. Rodicol y Sabugo no contaron con maestros con tan larga trayectoria, pero no menos abnegados y eficaces y, aquí me permitiré rendir homenaje al maestro de mi pueblo, prematuramente fallecido, D. Luís González Ordax. Los maestros de aquel cuño, eran mucho más que maestros, eran autores de contratos, redactaban hasta testamentos e intervenían después en las "hijuelas" y, en definitiva, eran los consejeros que tenían a mano los aldeanos. Aldeanos que no siempre, sabían valorarlos.
Los maestros eran las figuras ilustradas pero ellos no empañaban la figura de personajes que no escaseaban en cada pueblo. Si comenzamos por Villabandín, acude a mi memoria aquel tío Pachín que prestaba dinero, no sé si con usura, pero que le permitía, a lomos de su burra, ir al rescate de sus dineros o más bien como pretexto para darse grandes comilonas. Proverbial una en Salce, donde se zampó el solito un cabrito. Casi vecina suya, había una distinguida estanquera que proporcionaba tabaco en función de la simpatía que sintiera por el adicto a la nicotina y no voy a referirme a su hermano Ladión, por ser el esposo de Dolsa, mi madrina y podría no ser objetivo, precisamente por el afecto que a esta mujer yo profesaba.
Y como siguiendo el curso del Ozeo, dejamos para otro lugar al herrero y llegamos a la tasca del pueblo, donde el polifacético Ovidio, lo mismo despachaba un pellejo de vino, un kilo de arroz, una copa de brandy o participaba en las timbas al tute en horas nocturnas (a las que yo acudí muchas veces). Ovidio y su mujer, Aurora, habían recogido a una anciana pariente a la que debían su fama culinaria. Aquella mujer preparaba lo que ella llamaba huevos escabechados y hacía el mejor café de "pote" que he saboreado. En casa de Ovidio comíamos los huevos que "afanábamos", a veces sisándolos cada uno de la casa del otro, las truchadas que clandestinamente pescábamos a mano o con el naso, y alguna vez, en la bárbara y ancestral rapiña de los quesos, si. alguno merecía los honores de ser rociado con los caldos de Ovidio.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (11)

Y hablando de quesos, Villabandín, contaba con la vieja tía Reyna que elaboraba los mejores quesos de la comarca. Y ha salido a la palestra una costumbre que se perdía en la oscuridad del tiempo: el robo de los quesos. Los mozos lo practicaban con no poca frecuencia y era de ver que las comadres cuyas "fresqueras" habían sido vaciadas, vociferaban al día siguiente pero, jamás por el robo de los quesos conocí una sola denuncia. ¿Procedía esta costumbre, también del hombre del Neolítico? ¿Sería imaginable hoy?.
En cuanto a personajes, posiblemente Rodicol destacara con uno de ellos, José Fernández, alias El Loco, que devolvía a la Guardia Civil la "leña" que le daban, que vendía frutales con la garantía de que todos prendían en la sabia tierra o en el purificador fuego o que osaba tener para los amigos los libros más prohibidos por la censura, etc. Pero la gloria de El Loco no puede oscurecer el pródigo humor de un Anibal Bardon, ni la importancia del herrero que pondré de manifiesto más adelante.
Y queda en este capítulo Sabugo con un personaje sobresaliente, Chamorro, que además de exhibir su condición de huésped, sin pagar, del lujoso hostal de San Marcos, anticipándose a que el ministro Fraga Iribarne constatara la restauración de esa maravilla plateresca de la que legítimamente presume la ciudad de León. Pero Chamorro no sólo honró con su presencia los vetustos muros de San Marcos, cuando dejó el hospedaje, se convirtió en un chalán que lo mismo írataba en vacas que en burros, caballos o cabras, sin desatender su función agropecuaria y todo sin abandonar jamás el más puro hablar "chicano". También en Sabuco, el viejo Evaristo, con su hijo Elisardo y Urbana, su mujer, en cuya casa tantas noches sintonizábamos en la radio aquella meliflua voz que decía: "Aquí Radio Andorra. Para Pepín, Aurorita, Jenarín y sus primitas, transmitimos "Angelitos Negros" de Antonio Machín, dedicado por X". A continuación en el dial iban apareciendo la BBC de Londres, la Radiodifusión Francesa de París, Radio Moscú y, como no, Radio España Independiente Estación Pirenaica, que ya se sabe lo proclives que somos los españoles a todo lo prohibido.
Pero antes de estas veladas radiofónicas, cuando yo contaba 13 años, había contemplado en la cantina-comercio del Peñín, en Omañón, como el circunspecto Evaristo aplaudía frenético la noticia que en primera plana de ABC aparecía, más o menos, en grandes titulares, recuerdo la noticia: "Tras heroica resistencia el VI Ejército de Von Paulus, capitula en Stalingrado". Evaristo intuía, con razón, que la carrera triunfal del militarismo germano había terminado. A propósito, aquel ABC que tan bien recuerdo, era mío. Ya era suscriptor del diario a los 13 años, lo que equivale a decir que en Rodicol ya había un bicho raro.
Mi propósito de dar personalidad a mi valle, ha desembocado en un aluvión de recuerdos que la pluma se empeña en trasladar al papel, con el posible resultado de hacer tediosa la lectura de esta narración, pero como al menos sirve para mi satisfacción, me permitiré redondear el mundo "chicano" de la mitad del siglo pasado, antes de dar unas pinceladas, a la toponimia más ligada a Murias de Paredes. En esta línea deseo referirme a la carencia de actividad fabril en el valle, lo que a la larga iba a dar alas a lo que he llamado la diáspora omañesa, que en definitiva ha llevado a la despoblación y a la nostalgia de los que vivimos otra época, aunque no fuese todo lo gratificante que hubiéramos deseado.
En rigor en la cuenca del Ozeo, a la entrada del río en Villabandin había un salto hidroeléctrico con un solo empleado.
Era toda la industria. El salto llevaba la energía eléctrica hasta Murias, quedando en Rodicol y Sabugo los prehistóricos candiles, hasta que años más tarde en sus molinos maquileros se instalaron sendas y elementales centralillas eléctricas. A falta de industria había una modesta actividad artesanal, encabezada por la fragua de Villabandin, regida por Higinio y la de Rodicol detentada por Segundo. En ambas se moldeaba el acero de las rejas de los arados romanos, las herraduras de caballos y vacas, de viejas guadañas salían magníficos cuchillos, etc. Pero además cumplían otra función, digamos social. Eran lugar de encuentro para tertulias o calechos. A veces ayudábamos al herrero a manejar las piezas candentes que salían del fogón, a golpe de maza. Sabugo no tenía este privilegio. Si la concurrencia a la fragua era masculina, las mujeres tenían su correlato en la lechería, a donde acudían por las mañanas a desnatar la leche o a mazar la mantequilla. Tenía importancia económica el hilado y tejido manuales de la lana de las ovejas de raza churra, que curiosamente permanecía pese a la presencia veraniega de la oveja merina, de mayor porte y protegida desde tiempo inmemorial por la Mesta. Es lo cierto que las mujeres del valle cardaban primero la lana, la hilaban después con la ayuda de rueca y "fuso", que quizá conociera ya la mujer de Atapuerca y por último tejían calcetines y medias, jerseis o rebecas y los refajos con los que ellas, vistiéndolos bajo sus faldas se protegían de los rigores invernales. Ni que decir tiene que otro destino de la lana eran aquellos colchones que parecían adoptar la forma del que buscaba el sueño sobre ellos. Otra artesanía, por mínima que fuese, aparecía cuando en el otoño estaban en sazón los mimbres de las salgueras, tiempo en que no había "chicano" que no se fabricase los cestos útiles para múltiples usos y también los nasos para la captura de las truchas.
¿Cuál era el ciclo de las tareas agropecuarias? Trataré de esquematizarlas. La producción agrícola más importante era el centeno, que se sembraba en las tierras de menor calidad y alejadas de la ribera del río. Estas tierras se agrupaban en dos zonas diferenciadas que servían a la práctica del barbecho. Los otros cultivos ocupaban' los llamados eiros, generalmente de regadío y tierras que, aun siendo de secano, permitían el cultivo anual. En unos y otras se practicaba la rotación anual de cultivos, generalmente, un año eran las patatas la especie cultivada y al siguiente sembrábanse cereales como trigo, cebada o seruendo, todos en pequeña proporción; o legumbres como garbanzos, lentejas, guisantes, arvejas o pedretes. Esta rotación se hacía de forma que hubiera cosecha de todas las especies cada año.
Añádase la siembra en reducidos espacios para fréjoles, berzas y remolacha y habremos agotado las especies cultivadas. El clima no permitía la siembra, por ejemplo, del tomate. Así dispuestos, los cultivos, toda la tierra con independencia de su cultivo, exigía tres aradas: ralva, bina y siembra o sementera, precedidas ésta, por el abonado, siempre con estiércol. En las tierras bajas, todas las labores se agrupaban en la primavera, excepto la recolección y en las altas culminaban a comienzos de septiembre con la sementera. Intercaladas había dos tareas, la siega y recogida de la hierba e igual tarea con el centeno, con la diferencia de que este se recogía en las eras mediante las facinas, que de forma cónica se alzaban de forma que la lluvia no pudiese mojar las espigas.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (12)

Venía después la maja con los típicos piértigos y en algún caso con máquinas majadoras. Recogido por un lado el grano, la paja, una vez separada la que podía servir para reparar techumbres de paja o "teitos", terminaba en los pajares. Existía otra actividad ejercida en "tiempos muertos". Era la corta de la leña que dispuesta en "treitas" quedaba lista para ser arrastrada en otoño a los caminos o roderas a los que podían acceder los carros.
Después de la sementera, venía la saca de las patatas y la corta de hoja para alimento invernal de ovejas y cabras. El arrastre y carga de la leña ponía punto final a las grandes tareas; en las pequeñas gastaban sus energías las mujeres con las labores del hogar, el ordeño, alimentación de los cerdos, y a menudo, empuñando la manguera del arado. Eran las grandes sacrificadas porque, además, la falta de educación sexual propiciaba las proles abundantes.
Omisión importante al referir las tareas femeninas, era el amasado de pan. La generalidad de las casas del valle contaban con su cocina del horno, donde se amasaba periódicamente el pan de centeno. La producción de trigo era tan escasa que se agotaba con la mezcla de su harina con la del centeno en pocas amasadas.
Pero antes de que las hogazas llegasen al horno, pasaba el grano por el molino del pueblo que carecía de dispositivo para separar el salvado de la harina. Esta operación se realizaba a mano y ya dispuesta la harina, en la masera se le añadía el agua necesaria y el "formiento" para lograr la masa, que tras un período de reposo, actuando la levadura, se troceaba para dar forma a las hogazas.
Calentado ya el horno con leña, se limpiaba de brasas con el cachaviello y con la pala se introducían para cocer las hogazas, todas estas fases del amasado las desempeñaban manos femeninas.
El horno, mejor dicho la cocina del horno, cumplía otro papel; Cual era el ahumado de la matanza, mediante fuego que se encendía en el piso de estas cocinas. Estos pisos eran de piedras llanas, las "llábanas" y no faltaba en aquellos recintos un escaño viejo para comodidad de quienes todos los días que exigía el curado de la chacina, pasaban varias horas alimentando el fuego con leña productora de abundante humo en su combustión.
También como faenas sin periodicidad predeterminada se contaba la limpieza de las presas para regar los prados y el propio riego que a menudo provocaba la "regatina", disputa por el agua que no siempre se desenvolvía en términos correctos; solía provocar disputas agrias, cuando no violentas. Y en esta falta de periodicidad se enmarcaba el arreglo de los caminos, el "ir a caminos", labor desarrollada comunitariamente por todos los vecinos, convocados al efecto por decisión del Concejo. Y así sale a la palestra una de las instituciones más típicas en Omaña: el Concejo. Creo que no es disparatado asignar al Concejo un origen medieval, residuo de los viejos concejos castellano-leoneses.
Consistía en una asamblea de vecinos convocada a toque de campana por el Presidente de la Junta vecinal o alcalde pedáneo, que se celebraba siempre en el mismo sitio y servía para tomar decisiones sobre temas relacionados con el buen gobierno del pueblo, dentro del campo de actuación que le dejaban las normas del Estado, la provincia o el municipio. El alcalde exponía el orden del día y las decisiones se tomaban por mayoría de los vecinos asistentes. En aquellos tiempos de férrea dictadura, subsistía un pequeño reducto de democracia, asamblearia y para merecer el calificativo de democracia, no faltaban casos en los que se habían de vencer las querencias caciquiles.
El toque de campana para la convocatoria constaba de nueve campanadas espaciadas en grupos de a tres.
Quedan numerosas tareas menores que omito por no hacer más prolijo este relato, pero salvo del olvido a una, que, si corta en su duración y esfuerzo, era de notoria importancia para conservar el vigor de los montañeses y para estimular las papilas gustativas de cualquier foráneo que apareciera por nuestro valle.
Me estoy refiriendo a la matanza. Tenía lugar ésta, hacia mitad de noviembre y constituía un acontecimiento celebrado con pantagruélica comilona, una vez que las mujeres terminaban el lavado de las tripas de los animales sacrificados en las ya heladoras aguas del río y de haberse reanimado con unos tragos de vino caliente con azúcar, espléndido antídoto contra el frío.
Según las posibilidades y necesidades de cada familia, caían bajo la cuchilla del matarife de turno, uno o dos gochos y una vaca o en su defecto caían castrones o carneros. Todo el mundo sabe que de los gochos o cerdos proceden los jamones y otras partes no menos sabrosas, que justifican el juicio de aquel "chungón" que decía: "del cerdo me gustan hasta los andares". No es tan universal el conocimiento de lo que se extrae de los rumiantes sacrificados, citaré solo la cecina y con ello creo basta. El ciclo de la matanza, ahorrando por desagradable, el momento del sacrificio y recogida de la sangre para elaborar la exquisita morcilla del país y después del ya citado lavado de tripas y colgadas ya las reses, venía el festín gastronómico, cuya sobremesa solía alargarse con el café y el inevitable orujo. Y aquí, mi vertiente sentimental, me obliga a recordar con profundo cariño al viejo matarife, el tío Sindo y con no menos fervor a su sucesor como matarife en nuestra casa, aquel tocayo mío de Villabandín, cuya vida muy joven todavía, segó un trágico accidente.
Pero siguiendo con la matanza, dos o tres días después del sacrificio de las reses, éstas se descuartizaban y se sometían a la salmuera^ duradera según el tipo de pieza y el ciclo, aparte la elaboración de chorizos, morcillas y lloscos u obtención de unto y sebo, concluíase con la curación al humo en la cocina del horno.
Ciertamente no era el ahumado el último paso, quedaba colgar las piezas en la gabitera que constituía la reserva que iría mermando a lo largo del año, a veces con dificultades para enlazar con la nueva matanza. Cabe resaltar la importancia que tradicionalmente tenía la matanza; era la base de una alimentación rica en exceso en proteínas y grasas y falta de muchos elementos para que la dieta de las gentes fuese equilibrada. Seguramente, por este desequilibrio alimenticio, muchos "chícanos" no alcanzamos una talla que nos acreditara como bizarros galanes. Si la gabitera fue secularmente la base de la alimentación, mucha mayor importancia adquirió en la época en que desenvuelvo estos recuerdos. Baste considerar que hasta aproximadamente el año 1951, los españoles sufríamos la escasez que las cartillas de racionamiento no podían remediar. Productos básicos como el aceite o el azúcar, los recibíamos por cuentagotas y había que recurrir al estraperlo, aquel mercado negro que merecería la atención de plumas más avezadas que la mía.

REFLEXIONES DESENFADADAS DE UN VIEJO CHICANO (13)

El problema era que los precios de los estraperlistas no estaban siempre al alcance de todas las economías. Visto el fenómeno del estraperlo desde la perspectiva que confieren los años, uno se pregunta por qué extraños cauces, se supone que ignorados por las autoridades, circulaban las mercancías para que en abundancia llegaran a los depósitos de los estraperlistas, que la verdad no se ocultaban en ignotos rincones. Una palabra define al fenómeno: corrupción. Numerosas fortunas surgieron como hongos, muchas de ellas heredadas por distinguidos patricios que aun viven en la actualidad. Por faltar, faltaba el jabón y las sufridas amas de casa, echando mano del sebo y de la sosa, lograban un jabón no muy espumoso pero que servía incluso para la higiene personal. Dejando atrás los recuerdos heroicos, llegado es el momento de referirse a dos instituciones, no privativas de nuestro valle, muy típicas y que llenaban las noches duras del invierno; el calecho y sobre todo el filaiidón. Ignoro el significado o la procedencia de la palabra calecho, pero si conozco en que consistía. Era una especie de tertulia, generalmente de gente joven, que comenzaba después de "cebar" las vacas, cabras y ovejas y finalizaba con la hora de la cena. A menudo el escenario era la fragua del pueblo o al abrigo de un corredor y más raramente se utilizaban las casas. Mucha más entidad tenía el filandón. Creo innecesario recurrir a un filólogo para afirmar que esta palabra está relacionada con la actividad de hilar que se prodigaba en los filandones y recurro a mi memoria que me retrotrae a la forma de hablar de mis abuelos; yo aún conocí el uso del verbo filar o de los nombres filo, ferreiro, fumo, etc. Por si esto fuera poco, alguna ortografía utilizaba como regla para el correcto uso de la "h" unas cuantas palabras del catalán, que más cercanas al tronco común de las lenguas romances, se escriben con "f', son faba, forn, fil y fill, equivalentes a las castellanas: haba, horno, hilo e hijo.
Sea como fuere, el filandón tenía lugar en aquellas espaciosas cocinas que eran a la vez, comedor y cuarto de estar y únicas estancias que con un buen fuego protegian de las bajas temperaturas. El hecho de que los filandones con "más sabor", fuesen los que tenían como escenario las arcaicas cocinas que aún subsistían en algunas casas de Rodicol y que no diferían de las descritas en las pallozas de origen celta, permite suponer el remoto origen de esta verdadera institución y correlativamente su nacimiento cuando aún el castellano antiguo no había sustituido en muchas palabras el uso de la "f' por la "h". Los filandones eran una reunión de vecinos en una casa y que comenzaba después de la cena, convirtiéndose en largas veladas que carecían de la premura de entregarse al sueño, porque la inactividad en el campo liberaba a los lugareños de los madrugones que exigían otras épocas del año con su frenética actividad. Se escogían casas con cocinas amplias, con escaños de gran capacidad, con la indispensable baraja y que hubiese una buena sintonía entre los concurrentes. Acudían amas de casa con sus maridos, pero el elemento principal eran los mozos y las mozas. Las amas de casa acudían con rueca y huso para hilar o agujas para tejer; los demás alternaban partidas de tute o brisca, con el juego de las prendas o se charlaba de lo divino y lo humano y no siempre con buena intención. El chiste verde o la anécdota verídica o inventada, estas últimas, si participaba algún cazador alcanzaba las más altas cimas de la fantasía. No faltaba algún viejo que contase historias de lobos o de cosas tan peregrinas como la guerra del Rif. De la más reciente guerra civil la desconfianza sellaba los labios, pero si era tema recurrente la conocida presencia de los "huidos" rojos que se presumía se escondían en la zona. Ni que decir tiene que en aquellas tertulias, se fraguaban citas entre parejas o se urdían trastadas y tampoco faltaba el pellizco furtivo a la moza sentada al lado. En fin, allí podría decirse que se permitían libertades que desdecían de la rígida moral que se predicaba, no solo desde los pulpitos. Como yo fui asiduo asistente al que seguramente era el más concurrido filandón del pueblo de Rodicol, describiré el marco en que tenía lugar. Era precisamente, en una de esas cocinas arcaicas a las que acabo de hacer mención. Una cocina espaciosa con sendos escaños y en medio, sobre amplia llábana, crepitaban los leños apoyados en la barra de hierro transversal de los morillos y colgando del techo las pregancias. Colgada del morillo, la badila para remover las brasas o colocar los leños y, a mano, siempre el fuelle para avivar el fuego cuando era preciso.
En lugar de cielo raso, cubría la estancia un entretejido de varas de avellano, ennegrecidas por años de humo colándose entre ellas.
El fuego en el suelo tiene su encanto, a mí al menos me subyugaba la contemplación del chisporroteo de la leña al arder.
Aquel fílandón tenía un animador en la persona del dueño de la casa, que habiendo sido emigrante en EE. UU, en su juventud, contaba y no acababa de sus peripecias en "Niu York" (sic) y en las minas de Pensilvania, sin olvidar sus proezas amatorias al otro lado del Atlántico y después ya en las hispanas tierras. Más o menos así era un filandón, pero sé que no hace muchos años, un escritor, cuyo nombre no recuerdo, publicó una obra dedicada a estas ancestrales veladas y es de suponer que lo describiría con todo el detalle merecido por tan venerable forma de entretener las largas veladas invernales. Bien pensado, me asalta la duda de si el adjetivo "venerable" cuadra bien al filandón, porque no todo en él era sana distracción, a veces se "cortaban trajes" y no eran precisamente de paño, pero esto no puede empañar el valor de aquellas reuniones que venían a suplir la falta, de cualquier otro medio de sacudir el aburrimiento en aldeas perdidas y dejadas de Dios……. y de los poderes públicos.
Hecho un repaso más o menos afortunado de mi valle, muchas de cuyas características comparte con los otros dos valles de lo que he llamado el "tridente", en un nuevo ejercicio de ignorancia, siento curiosidad por la toponimia de la alta Omaña, que sin duda ya habrá sido abordada y por tanto, cuánto reflexione sobre ella puede caer en el ridículo o constituir un disparate. Espero predomine esto último, quizá menos sonrojante.
Antes de abordar lo que más despierta mi curiosidad en materia de topónimos y aunque ya he recogido varios del valle chicano, me queda alguno más a los que voy a referirme. Me resultan claras las dos primeras sílabas de Villabandín, aunque suene raro que este pueblo haya merecido en el pasado la categoría de villa, pero ¿y el bandín? Misterio para mí. Si Villabandín lo entiendo a medias, ¿qué decir de Rodicol? Aunque forzando la imaginación, igual procede de un hortelano de nombre Rodrigo que cultivara coles, pero no; en mi pueblo solo nos habían legado el cultivo de berzas. No me presenta problemas Sabugo, que sin duda procede de Sabugueiro (sauco). Otra incógnita se me presenta, cuando, sin duda por ignorancia de etimologías, mi presunción de identificar la partícula "val" con valle, se derrumba ante los topónimos "Valdemorente", "Valtubierto" o "Valdescandray que son andurriales muy alejados de la idea de "valle". Renunció a considerar nombres como Pomarines, Bustiriega, Biforco, Cervienza, Morteixón, etc.. extraños nombres que, sin embargo, tienen para mí el encanto de una exótica sonoridad.

Gracias María (y pásaselas a Pío) por estos relatos. La palabra
"calecho" me parece que deriva de "calle". El relato indica que
"raramente se utilizaban las casas" para estas reuniones, lo que parece
concordar con la etimología de la palabra.

Me resulta curioso que en Omaña se use "calecho" en vez de caleyo/calello),
la "ch" esa me suena más a palluezo o asturiano; por otro lado, me imagino
que la comarca esta en plena zona de transicion linguistica...

Ana

Evidentemente somos zona de transicion pero tambien de inicio, con perdon de INITIUM.