Vamos a poner otra mas de las vivencias de Pío.
Él la ha titulado "El juicio del chorizo"
Él la ha titulado "El juicio del chorizo"
Antes de narrar un suceso que allá por el año 1.948 conmocionó a la aldea leonesa de Rodicol y que sirvió de diversión y chacota a las aldeas próximas, quizás convenga reflexionar un poco sobre la frase que da título a esta historieta.
Para los no versados en sutilezas gramaticales, es posible que el título resulte equívoco puesto que tanto puede entenderse que el chorizo tenía juicio, es decir, que era juicioso, como que el chorizo iba a ser sometido a un juicio presidido por un juez. De inmediato, el común de los mortales opinará que es un disparate lo que antecede. Pues no, y digamos por qué. Desde que la Iglesia elevara a los altares al Buen Ladrón que murió crucificado en el Gólgota al lado de Jesús de Nazaret, o desde que a los bandidos de Sierra Morena se les
considerara unos angelitos porque robaban a los ricos para dárselo a los pobres, o desde que un ilustre literato escribiera aquello de que "En los tiempos de las antiguas naciones - colgaban de las cruces a los ladrones - en los tiempos de las modernas naciones - penden las cruces - de los pechos de los ladrones", la palabra de ladrón referida a los amigos de lo ajeno, ha quedado un tanto difuminada.
Y ante esta realidad, el pueblo que, a despecho de los sesudos académicos de la Lengua, es quién crea el lenguaje, busca y halla una palabra rotunda para distinguir bien a esos amigos de lo ajeno y la palabra es CHORIZO. He aquí por qué el atribuir personalidad a un embutido no tiene porque ser un disparate. Pero demostrada la posibilidad del equívoco y abandonando disquisiciones lingüísticas, hora es de entrar en materia, no sin antes exponer los antecedentes del caso.
Hasta las comedias de opereta que menudeaban en zonas rurales olvidadas de la civilización, los antecedentes son como un árbol frondoso que hunde sus raíces en tiempos más o menos alejados y cuyas ramas han sido azotadas por los más diversos avatares. Y así esta historia tiene una causa lejana constituida por una decisión de las autoridades eclesiásticas del Obispado de Oviedo, cuando finalizaba el primer tercio del siglo XX. Nos explicaremos. Rodicol era una parroquia que contaba con una bella iglesia, una venerada ermita bajo la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación, y a mayor gloria, cubría su manto al vecino Sabugo, aldea que corroída por la envidia, llevaba mal que en lo eclesial fuesen subditos de Rodicol.
Regia la parroquia un venerado y venerable sacerdote, de nombre Don Eduardo, pero a fines de ese periodo quiso el Cielo llamarlo a su seno y entonces Rodicol quedó huérfano de su guía espiritual y junto al vacío en las almas de la grey de Don Eduardo, también quedó vacía la casa rectoral, porque la Santa Iglesia no designó un sustituto y Rodicol y Sabugo pasaron a ser meros apéndices de la parroquia de Senra, que era pastoreada por Don Remigio Carreña La Iglesia, pionera en tantas cosas, también se adelantó a su tiempo, poniendo en práctica lo que hoy, tantos años después, conocemos como "reajuste de plantillas". Pero este reajuste, sin duda, fue lesivo para las morigeradas costumbres que Don Eduardo había imbuido en sus fieles, porque Don Remigio hubo de atender a un crecido número de parroquianos a las que no podía ayudarles a discurrir por los caminos del bien. Acaso aquí estuviera el germen de la intolerancia que iba a presidir el infausto acontecimiento que será el tema de esta deshilvanada narración.
Para los no versados en sutilezas gramaticales, es posible que el título resulte equívoco puesto que tanto puede entenderse que el chorizo tenía juicio, es decir, que era juicioso, como que el chorizo iba a ser sometido a un juicio presidido por un juez. De inmediato, el común de los mortales opinará que es un disparate lo que antecede. Pues no, y digamos por qué. Desde que la Iglesia elevara a los altares al Buen Ladrón que murió crucificado en el Gólgota al lado de Jesús de Nazaret, o desde que a los bandidos de Sierra Morena se les
considerara unos angelitos porque robaban a los ricos para dárselo a los pobres, o desde que un ilustre literato escribiera aquello de que "En los tiempos de las antiguas naciones - colgaban de las cruces a los ladrones - en los tiempos de las modernas naciones - penden las cruces - de los pechos de los ladrones", la palabra de ladrón referida a los amigos de lo ajeno, ha quedado un tanto difuminada.
Y ante esta realidad, el pueblo que, a despecho de los sesudos académicos de la Lengua, es quién crea el lenguaje, busca y halla una palabra rotunda para distinguir bien a esos amigos de lo ajeno y la palabra es CHORIZO. He aquí por qué el atribuir personalidad a un embutido no tiene porque ser un disparate. Pero demostrada la posibilidad del equívoco y abandonando disquisiciones lingüísticas, hora es de entrar en materia, no sin antes exponer los antecedentes del caso.
Hasta las comedias de opereta que menudeaban en zonas rurales olvidadas de la civilización, los antecedentes son como un árbol frondoso que hunde sus raíces en tiempos más o menos alejados y cuyas ramas han sido azotadas por los más diversos avatares. Y así esta historia tiene una causa lejana constituida por una decisión de las autoridades eclesiásticas del Obispado de Oviedo, cuando finalizaba el primer tercio del siglo XX. Nos explicaremos. Rodicol era una parroquia que contaba con una bella iglesia, una venerada ermita bajo la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación, y a mayor gloria, cubría su manto al vecino Sabugo, aldea que corroída por la envidia, llevaba mal que en lo eclesial fuesen subditos de Rodicol.
Regia la parroquia un venerado y venerable sacerdote, de nombre Don Eduardo, pero a fines de ese periodo quiso el Cielo llamarlo a su seno y entonces Rodicol quedó huérfano de su guía espiritual y junto al vacío en las almas de la grey de Don Eduardo, también quedó vacía la casa rectoral, porque la Santa Iglesia no designó un sustituto y Rodicol y Sabugo pasaron a ser meros apéndices de la parroquia de Senra, que era pastoreada por Don Remigio Carreña La Iglesia, pionera en tantas cosas, también se adelantó a su tiempo, poniendo en práctica lo que hoy, tantos años después, conocemos como "reajuste de plantillas". Pero este reajuste, sin duda, fue lesivo para las morigeradas costumbres que Don Eduardo había imbuido en sus fieles, porque Don Remigio hubo de atender a un crecido número de parroquianos a las que no podía ayudarles a discurrir por los caminos del bien. Acaso aquí estuviera el germen de la intolerancia que iba a presidir el infausto acontecimiento que será el tema de esta deshilvanada narración.
El juicio del chorizo
Pasaron los años y la deshabitada casa rectoral fue pasto de la desidia, y vientos, lluvias, nieves y otros fenómenos meteorológicos, amenazaban con arruinarla. Piénsese además que ésta respondía al patrón arquitectónico del pueblo y que Don Eduardo era uno más de aquellos curas agropecuarios que complementaban sus ingresos por las tasas litúrgicas con alguna vaquita, un gocho, unas pocas gallinas y el consabido huerto.
No cuentan las crónicas hasta que punto nuestro cura se implicaba en faenas agrícolas, pero acaso no sea aventurado imaginarlo con la sotana anudada a la cintura, mostrando sus pantalones de menguadas perneras para impedir que asomaran por debajo de su traje talar. Pueden pecar de prolijos estos datos pero pueden resultar útiles para la comprensión por parte de las nuevas generaciones, no solo las del PP.
La estructura de la casa suponía una planta baja que albergaba a los animales y encima se situaba la morada del reverendo. Las dos plantas estaban separadas por un piso detablas mal ensambladas y de una madera tan frágil como la del chopo, tipo de madera que con solo el paso del tiempo y los efluvios de las deyecciones del ganado iban deteriorando también el interior de aquella sagrada casa, en la que largos años había morado el cura y su ama, que no barragana. La casa amenazando ruina y perdida toda esperanza de que Rodicol recobrara la gloria de ser cabeza de parroquia, ocurrióseles a los mozos del pueblo que bien podía restaurarse la casa y a falta de cura, destinarla a otro uso más profano; salón de baile.
Esta ocurrencia surgida al calor de una pródiga ingesta de alcohol, presentaba sus inconvenientes. En primer término, en aquellos tiempos en que, con olvido del sexo débil, se nos decía que "el hombre es portador de valores eternos", en realidad si alguien velaba por esos valores en Rodicol, eran las mujeres y éstas muy bien podían considerar un sacrilegio el que la danza hollara las santas dependencias rectorales y en segundo lugar, que diría Don Remigio, aquel cura tan serio como imponente. El primer obstáculo, pese a que alguna comadre tildó de judíos y herejes a los mozos, fue superado porque las mozas, ávidas de algún espectáculo lúdico que sacudiera la modorra rutinaria del pueblo, convencieron a sus mamas. Éstas a fin de cuentas también valoraron que con bailes en el pueblo crecía la posibilidad de algún noviazgo que tuviese como meta el juntar dos prados o dos eiros, porque se debe constatar que aquellas dignas matronas eran conscientes de los problemas que planteaba el minifundio que campaba en Rodicol.
En cuanto al cura, imprevisiblemente la dificultad fue menor. Don Remigio, por muchos denostado, era en el fondo una buena persona y por añadidura sumamente inteligente. Recibió a la comisión elegida por los mozos y aceptó la cesión a título temporal de la casa a cambio de que se restauraran suelos y techumbres, no sin antes sermonear paternalmente a los comisionados, haciéndoles ver que la extrema pobreza de la Iglesia le impedía atender a la conservación de algo tan emblemático como una casa rectoral. Por supuesto que autorizó el derribo de tabiques para lograr el espacio diáfano que precisarían los danzarines.
Pasaron los años y la deshabitada casa rectoral fue pasto de la desidia, y vientos, lluvias, nieves y otros fenómenos meteorológicos, amenazaban con arruinarla. Piénsese además que ésta respondía al patrón arquitectónico del pueblo y que Don Eduardo era uno más de aquellos curas agropecuarios que complementaban sus ingresos por las tasas litúrgicas con alguna vaquita, un gocho, unas pocas gallinas y el consabido huerto.
No cuentan las crónicas hasta que punto nuestro cura se implicaba en faenas agrícolas, pero acaso no sea aventurado imaginarlo con la sotana anudada a la cintura, mostrando sus pantalones de menguadas perneras para impedir que asomaran por debajo de su traje talar. Pueden pecar de prolijos estos datos pero pueden resultar útiles para la comprensión por parte de las nuevas generaciones, no solo las del PP.
La estructura de la casa suponía una planta baja que albergaba a los animales y encima se situaba la morada del reverendo. Las dos plantas estaban separadas por un piso detablas mal ensambladas y de una madera tan frágil como la del chopo, tipo de madera que con solo el paso del tiempo y los efluvios de las deyecciones del ganado iban deteriorando también el interior de aquella sagrada casa, en la que largos años había morado el cura y su ama, que no barragana. La casa amenazando ruina y perdida toda esperanza de que Rodicol recobrara la gloria de ser cabeza de parroquia, ocurrióseles a los mozos del pueblo que bien podía restaurarse la casa y a falta de cura, destinarla a otro uso más profano; salón de baile.
Esta ocurrencia surgida al calor de una pródiga ingesta de alcohol, presentaba sus inconvenientes. En primer término, en aquellos tiempos en que, con olvido del sexo débil, se nos decía que "el hombre es portador de valores eternos", en realidad si alguien velaba por esos valores en Rodicol, eran las mujeres y éstas muy bien podían considerar un sacrilegio el que la danza hollara las santas dependencias rectorales y en segundo lugar, que diría Don Remigio, aquel cura tan serio como imponente. El primer obstáculo, pese a que alguna comadre tildó de judíos y herejes a los mozos, fue superado porque las mozas, ávidas de algún espectáculo lúdico que sacudiera la modorra rutinaria del pueblo, convencieron a sus mamas. Éstas a fin de cuentas también valoraron que con bailes en el pueblo crecía la posibilidad de algún noviazgo que tuviese como meta el juntar dos prados o dos eiros, porque se debe constatar que aquellas dignas matronas eran conscientes de los problemas que planteaba el minifundio que campaba en Rodicol.
En cuanto al cura, imprevisiblemente la dificultad fue menor. Don Remigio, por muchos denostado, era en el fondo una buena persona y por añadidura sumamente inteligente. Recibió a la comisión elegida por los mozos y aceptó la cesión a título temporal de la casa a cambio de que se restauraran suelos y techumbres, no sin antes sermonear paternalmente a los comisionados, haciéndoles ver que la extrema pobreza de la Iglesia le impedía atender a la conservación de algo tan emblemático como una casa rectoral. Por supuesto que autorizó el derribo de tabiques para lograr el espacio diáfano que precisarían los danzarines.
El juicio del chorizo
Salvados los obstáculos iniciales, se programaron las obras y se llegó al convencimiento de que la habilidad manual de alguno de los mozos, hacía innecesaria la contratación de profesionales de la construcción y que bastaría con la aportación del trabajo de cada uno y la adquisición de algunos materiales.
En esta fase de la organización participaron también las mozas que prestaron su apoyo moral y prometieron que para la fiesta de inauguración, ellas aportarían el componente gastronómico de la fiesta. Parecía que todo marchaba viento en popa, cuando surgió un escollo. Por motivos que la memoria colectiva ha olvidado, los dos mozos con mayor prestancia, edad, dignidad y gobierno, llamados Pepe y Ricardo, estaban enemistados con el que les seguía en edad, el llamado Pío. Aquellos dejaron correr el bulo de que los trabajos ejecutados por Pío, los destrozarían ellos a machadazos (de machado, hacha).
Avala la tesis de que se tratara de un bulo, la evidencia que tanto Pepe como Ricardo tenían de que Pío era un manazas, incapaz de clavar un clavo en una tabla, pero, por si acaso, el resto de mozos se solidarizó con Pío, y convinieron con él, habida cuenta de que su hermano Benjamín iba a participar en los trabajos, que su aportación fuera monetaria, exonerándole de su participación en los trabajos. Pepe y Ricardo se habían autoexcluido y la hueste juvenil puso manos a la obra con una encomiable dedicación.
Todo marchaba sobre ruedas y ya, próxima, la terminación de las obras el elenco femenino acordó que su aportación sería la de unas 'tortas preñadas", nombre bárbaro que nuestro cultismo de hoy ha sustituido por el de "empanadas". Las tales tortas llevaban como "preñez" fundamentalmente, chorizos, acompañados de huevos (no se busque ninguna connotación fálica en este relleno). Véase ahora deshecho el equívoco del título, el chorizo no era un elemento amigo de lo ajeno. Tratábase solo de ese humilde embutido que como tantas cosas grandes no ha encontrado quien pregone a los cuatro vientos su exquisitez. Es lo cierto que las mozas, con sus chorizos y huevos acudieron a la panadería de Senra a hacer el encargo y dejando constancia de que los destinatarios eran los mozos de Rodicol. Y he aquí que aún iba a surgir un nuevo inconveniente.
Sucedió que ya encargadas las tortas, una de las mozas trató de excluir del ágape de fin de obra al ya citado Pío. La bruma del tiempo oxida las memorias, pero parece que el tal Pío, muy proclive entonces a enamoriscarse, galanteó a la moza en cuestión y quizás la ofendiera porque sería presuntuoso para el galán, suponer que el encono nacía en esa tenue línea que a veces separa el odio del amor, por aquello que cierto filósofo sentenció diciendo que el odio es una de las formas del amor. Seguramente sobran divagaciones porque es seguro que en aquel episodio jugó mucho más la honrilla de salirse cada uno con la suya. Pero fue el hecho que dicha moza encontró el apoyo, lógico, de su hermana y de otras dos hermanas-primas suyas y entre las cuatro trataron de imponer el veto a Pío.
No lo lograron porque el grupo restaurador se solidarizó con Pío, y éstos optaron por una solución tremendista, comisionando a tres de ellos, Florencio, Dulse y Benjamín para que se desplazaran a Senra y trataran de retirar las embarazadas tortas.
Así lo hicieron valiéndose de que las mozas habían dejado constancia del destino de las tan repetidas tortas; pagando su hechura, el panadero no tuvo inconveniente en entregárselas.
Llegados con su trofeo a Rodicol, se olvidó de que inauguración y festín coincidieran y movilizando a un viejo y divertido solterón, el gran Aníbal, todo el grupo, Pío incluido, fueron a degustar las tortas en la taberna de la aldea vecina, ya conocida como Sabugo.
Salvados los obstáculos iniciales, se programaron las obras y se llegó al convencimiento de que la habilidad manual de alguno de los mozos, hacía innecesaria la contratación de profesionales de la construcción y que bastaría con la aportación del trabajo de cada uno y la adquisición de algunos materiales.
En esta fase de la organización participaron también las mozas que prestaron su apoyo moral y prometieron que para la fiesta de inauguración, ellas aportarían el componente gastronómico de la fiesta. Parecía que todo marchaba viento en popa, cuando surgió un escollo. Por motivos que la memoria colectiva ha olvidado, los dos mozos con mayor prestancia, edad, dignidad y gobierno, llamados Pepe y Ricardo, estaban enemistados con el que les seguía en edad, el llamado Pío. Aquellos dejaron correr el bulo de que los trabajos ejecutados por Pío, los destrozarían ellos a machadazos (de machado, hacha).
Avala la tesis de que se tratara de un bulo, la evidencia que tanto Pepe como Ricardo tenían de que Pío era un manazas, incapaz de clavar un clavo en una tabla, pero, por si acaso, el resto de mozos se solidarizó con Pío, y convinieron con él, habida cuenta de que su hermano Benjamín iba a participar en los trabajos, que su aportación fuera monetaria, exonerándole de su participación en los trabajos. Pepe y Ricardo se habían autoexcluido y la hueste juvenil puso manos a la obra con una encomiable dedicación.
Todo marchaba sobre ruedas y ya, próxima, la terminación de las obras el elenco femenino acordó que su aportación sería la de unas 'tortas preñadas", nombre bárbaro que nuestro cultismo de hoy ha sustituido por el de "empanadas". Las tales tortas llevaban como "preñez" fundamentalmente, chorizos, acompañados de huevos (no se busque ninguna connotación fálica en este relleno). Véase ahora deshecho el equívoco del título, el chorizo no era un elemento amigo de lo ajeno. Tratábase solo de ese humilde embutido que como tantas cosas grandes no ha encontrado quien pregone a los cuatro vientos su exquisitez. Es lo cierto que las mozas, con sus chorizos y huevos acudieron a la panadería de Senra a hacer el encargo y dejando constancia de que los destinatarios eran los mozos de Rodicol. Y he aquí que aún iba a surgir un nuevo inconveniente.
Sucedió que ya encargadas las tortas, una de las mozas trató de excluir del ágape de fin de obra al ya citado Pío. La bruma del tiempo oxida las memorias, pero parece que el tal Pío, muy proclive entonces a enamoriscarse, galanteó a la moza en cuestión y quizás la ofendiera porque sería presuntuoso para el galán, suponer que el encono nacía en esa tenue línea que a veces separa el odio del amor, por aquello que cierto filósofo sentenció diciendo que el odio es una de las formas del amor. Seguramente sobran divagaciones porque es seguro que en aquel episodio jugó mucho más la honrilla de salirse cada uno con la suya. Pero fue el hecho que dicha moza encontró el apoyo, lógico, de su hermana y de otras dos hermanas-primas suyas y entre las cuatro trataron de imponer el veto a Pío.
No lo lograron porque el grupo restaurador se solidarizó con Pío, y éstos optaron por una solución tremendista, comisionando a tres de ellos, Florencio, Dulse y Benjamín para que se desplazaran a Senra y trataran de retirar las embarazadas tortas.
Así lo hicieron valiéndose de que las mozas habían dejado constancia del destino de las tan repetidas tortas; pagando su hechura, el panadero no tuvo inconveniente en entregárselas.
Llegados con su trofeo a Rodicol, se olvidó de que inauguración y festín coincidieran y movilizando a un viejo y divertido solterón, el gran Aníbal, todo el grupo, Pío incluido, fueron a degustar las tortas en la taberna de la aldea vecina, ya conocida como Sabugo.
El juicio del chorizo
Merece atención aparte el Aníbal. Padecía un defecto visual congénito que le restaba capacidad de visión diurna, pero en la oscuridad de la noche sus ojos adquirían una agudeza visual comparable a la de los gatos; era un hombre sumamente ocurrente, capaz por si solo de animar cualquier reunión y por reírse empezaba por reírse de el mismo, autocalificándose de mozo "forro" (el femenino forra, hacía referencia a las vacas no preñadas o estériles). Al finalizar, a altas horas de una noche estrellada, la farra y ahitos de torta y vino, en el camino de regreso a Rodicol, Aníbal, panza arriba, sacó a relucir su regocijante veta de astrónomo y le dio por identificar constelaciones con personajes que no era difícil prever como les iban a demostrar al día siguiente.
Los usurpadores de las tortas fueron ingratos con las mozas que les apoyaban y que, sin embargo, seguían apoyándoles. Y como era previsible, al siguiente día se armó la de San Quintín. Primero la bronca paterna o materna para los usurpadores y después los denuestos de la parte ofendida y poco después, los ofensores enteráronse de que el asunto estaba "para Murias" (expresión común de entonces para referirse a las denuncias), debido a que Murias de Paredes era cabeza de municipio y también de partido judicial y por ello, allí tenían su sede los juzgados a los que tenían que acudir los reos de las aldeas satélites.
Después de tantos años sería imposible calcular cuantos centímetros de chorizo o cuantos huevos les correspondían a las mozas agraviadas y mucho menos su valor pecuniario, pero no se iba tanto a juzgar un minúsculo hurto; no era por el huevo, sino por el fuero y nunca mejor dicho.
En definitiva, los progenitores de las ultrajadas, presentaron denuncia en el Juzgado Comarcal de Murías contra los autores materiales del hurto: Florencio, Dulse y Benjamín, y solo contra ellos porque a efectos legales no cabía proceder contra los coautores. Y ya en este punto es cuando toma cuerpo la "tragicomedia" que los regocijados vecinos de las aldeas que atraviesa la ruta de Rodicol a Murías, bautizaron como "El Juicio del Chorizo", ignorando por qué no citaron al huevo, si además en términos vulgares, la cosa iba precisamente de eso; de huevos o acaso de ovarios.
Merece atención aparte el Aníbal. Padecía un defecto visual congénito que le restaba capacidad de visión diurna, pero en la oscuridad de la noche sus ojos adquirían una agudeza visual comparable a la de los gatos; era un hombre sumamente ocurrente, capaz por si solo de animar cualquier reunión y por reírse empezaba por reírse de el mismo, autocalificándose de mozo "forro" (el femenino forra, hacía referencia a las vacas no preñadas o estériles). Al finalizar, a altas horas de una noche estrellada, la farra y ahitos de torta y vino, en el camino de regreso a Rodicol, Aníbal, panza arriba, sacó a relucir su regocijante veta de astrónomo y le dio por identificar constelaciones con personajes que no era difícil prever como les iban a demostrar al día siguiente.
Los usurpadores de las tortas fueron ingratos con las mozas que les apoyaban y que, sin embargo, seguían apoyándoles. Y como era previsible, al siguiente día se armó la de San Quintín. Primero la bronca paterna o materna para los usurpadores y después los denuestos de la parte ofendida y poco después, los ofensores enteráronse de que el asunto estaba "para Murias" (expresión común de entonces para referirse a las denuncias), debido a que Murias de Paredes era cabeza de municipio y también de partido judicial y por ello, allí tenían su sede los juzgados a los que tenían que acudir los reos de las aldeas satélites.
Después de tantos años sería imposible calcular cuantos centímetros de chorizo o cuantos huevos les correspondían a las mozas agraviadas y mucho menos su valor pecuniario, pero no se iba tanto a juzgar un minúsculo hurto; no era por el huevo, sino por el fuero y nunca mejor dicho.
En definitiva, los progenitores de las ultrajadas, presentaron denuncia en el Juzgado Comarcal de Murías contra los autores materiales del hurto: Florencio, Dulse y Benjamín, y solo contra ellos porque a efectos legales no cabía proceder contra los coautores. Y ya en este punto es cuando toma cuerpo la "tragicomedia" que los regocijados vecinos de las aldeas que atraviesa la ruta de Rodicol a Murías, bautizaron como "El Juicio del Chorizo", ignorando por qué no citaron al huevo, si además en términos vulgares, la cosa iba precisamente de eso; de huevos o acaso de ovarios.
El juicio del chorizo
Ya el asunto en el Juzgado, comienza la comedia. Tanto acusados, como ofendidos e igualmente los testigos, eran todos, menores de edad y ello motivó que más de la mitad de las gentes de Rodicol, desfilaran en singular procesión a través de Villabandin, Lazado, Senra, antes de rendir viaje en Murias. Y así hasta tres veces: a testificar, al juicio y a escuchar la sentencia. Ésta se daba por descontado sería condenatoria para el trío acusado. Tan claro parecía que otra vez el fuero dio a Pío la idea de buscar ayuda en los poderes "tácticos" que sabía tenia el alcalde pedáneo de Rodicol. Púsose este a su disposición, y en noche oscura, con nocturnidad pues, alevosía y premeditación, se entrevistaron con un funcionario judicial, hombre comprensivo y que pronto se mostró dispuesto a ayudar a una buena causa. Preguntóle Pío si convendría buscar un abogado defensor al tiempo que deslizaba sobre la mesa 50 duretes. Sin duda, el brillo de las monedas le iluminó para darles un buen consejo: no recomendaba acudir a un letrado, pero si la conveniencia de que los acusados leyeran en el juicio una especie de pliego de descargos y encarándose con Pío le preguntó si dándole las ideas básicas seria capaz de redactar el susodicho pliego, a lo que Pío, con la audacia de los ignorantes contestó afirmativamente. Se despidieron cordialmente del hombre y retornaron, también de noche, a Rodicol. El silencio de la noche lo rompía el berrido de la cabra llouca y el Babiano opinaba que era buen augurio.
Sin acostarse Pío redactó un pliego de descargos que a buen seguro no lo habría hecho tan mal el alguacil menos avispado. Al día siguiente era el juicio y a primera hora Pío se reunía con Dulse para que ensayara su lectura en el juicio. Inicióse éste y la parte demandante se presentó con su defensor que les apabulló con artículos y más artículos de no se recuerda de que códigos y terminó su catilinaria, solicitando a Su Señoría fuese reconocida la culpabilidad de los acusados, que, además deberían soportar las costas del juicio. Cuando el juez solicitó de los demandados, si tenían algo que alegar, se levantó Dulse y como un lorito leyó el ejercicio de redacción de Pío, ante la mirada entre burlona y sorprendida del defensor de la parte contraria. Seguidamente el juez pronunció la frase ritual: Visto para sentencia. Ésta llegaría días después absolviendo a los acusados y cargando las costas a los demandantes. ¿Se había producido un milagro o el milagro se llamaba 50 duros? Qui lo sa. Cada cual puede extraer su opinión.
Terminaron así las excursiones a golpe de madreña, las preocupaciones porque madreñas, sayas, pantalones y demás prendas de vestir no llevaran manchas de moñiga y que por debajo de los pañolones no asomaran las greñas de las mujeres, porque se iba a la capital a ver a todo un juez y no hubiera sido caso de llevar sayas de estameña o pantalones de dril.
Y así termino una historia que no fue otra cosa que tarascada de juventud y la dosis de orgullo mal entendido por ambas partes.
FIN
Ya el asunto en el Juzgado, comienza la comedia. Tanto acusados, como ofendidos e igualmente los testigos, eran todos, menores de edad y ello motivó que más de la mitad de las gentes de Rodicol, desfilaran en singular procesión a través de Villabandin, Lazado, Senra, antes de rendir viaje en Murias. Y así hasta tres veces: a testificar, al juicio y a escuchar la sentencia. Ésta se daba por descontado sería condenatoria para el trío acusado. Tan claro parecía que otra vez el fuero dio a Pío la idea de buscar ayuda en los poderes "tácticos" que sabía tenia el alcalde pedáneo de Rodicol. Púsose este a su disposición, y en noche oscura, con nocturnidad pues, alevosía y premeditación, se entrevistaron con un funcionario judicial, hombre comprensivo y que pronto se mostró dispuesto a ayudar a una buena causa. Preguntóle Pío si convendría buscar un abogado defensor al tiempo que deslizaba sobre la mesa 50 duretes. Sin duda, el brillo de las monedas le iluminó para darles un buen consejo: no recomendaba acudir a un letrado, pero si la conveniencia de que los acusados leyeran en el juicio una especie de pliego de descargos y encarándose con Pío le preguntó si dándole las ideas básicas seria capaz de redactar el susodicho pliego, a lo que Pío, con la audacia de los ignorantes contestó afirmativamente. Se despidieron cordialmente del hombre y retornaron, también de noche, a Rodicol. El silencio de la noche lo rompía el berrido de la cabra llouca y el Babiano opinaba que era buen augurio.
Sin acostarse Pío redactó un pliego de descargos que a buen seguro no lo habría hecho tan mal el alguacil menos avispado. Al día siguiente era el juicio y a primera hora Pío se reunía con Dulse para que ensayara su lectura en el juicio. Inicióse éste y la parte demandante se presentó con su defensor que les apabulló con artículos y más artículos de no se recuerda de que códigos y terminó su catilinaria, solicitando a Su Señoría fuese reconocida la culpabilidad de los acusados, que, además deberían soportar las costas del juicio. Cuando el juez solicitó de los demandados, si tenían algo que alegar, se levantó Dulse y como un lorito leyó el ejercicio de redacción de Pío, ante la mirada entre burlona y sorprendida del defensor de la parte contraria. Seguidamente el juez pronunció la frase ritual: Visto para sentencia. Ésta llegaría días después absolviendo a los acusados y cargando las costas a los demandantes. ¿Se había producido un milagro o el milagro se llamaba 50 duros? Qui lo sa. Cada cual puede extraer su opinión.
Terminaron así las excursiones a golpe de madreña, las preocupaciones porque madreñas, sayas, pantalones y demás prendas de vestir no llevaran manchas de moñiga y que por debajo de los pañolones no asomaran las greñas de las mujeres, porque se iba a la capital a ver a todo un juez y no hubiera sido caso de llevar sayas de estameña o pantalones de dril.
Y así termino una historia que no fue otra cosa que tarascada de juventud y la dosis de orgullo mal entendido por ambas partes.
FIN