Adorábamos a nuestra abuela. Nos lo consentía todo y era una delicia disfrutar de aquellas manos tan llenas de cariño y de ternura. Los
veranos de "
El Castillo" en su compañía se convertían en el placer más codiciado del mundo. En el fondo de un arca blanca que había en el dormitorio de encima de la cocina, le descubrí un gran manojo de cartas primorasamente atadas con un lazo rojo. No pude reprimir la tentación de leerlas (a sabiendas de que lo que hacía no estaba bién). Eran de su hijo Antonio
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