EL ANHELADO DESEO (relato corto)
Mi padre yacía en cama aquejado de una grave enfermedad. Allí en aquel pueblo de "El Castillo", nos encontrábamos aislados por la nieve, Ese manto blanco que tantas veces había sido motivo de disfrute y regocijo, se tornaba ahora un implacable y temible enemigo.
La casona del siglo XVL, que antaño había servido de posada de arrieros, lucía un hermoso escudo armero de los "Buelta" en su flanco occidental y un vetusto nogal lo adornaba con su sombra. El suave rumor del río "Santibañez", que a su vera corría, acariciaba nuestros oídos y estimulaba el sopor en las largas y cálidas tardes estivales.
Aunque mi difunta madre le había introducido reformas, nunca consintió que le modificaran su aire hidalgo y señorial de épocas pasadas y que le confería un innegable atractivo y una sintonía perfecta con el medio en que se encontraba.
Ahora albergaba a un pobre enfermo y a su hijo que, a duras penas, trataba de sosegarle el sufrimiento, practicamente sin medidos, con sólo las pocas cosas que gentilmente me traían del Centro de Salud.
Aquellas manos dulces, cálidas y seguras que tantas veces me habían acariciado y con las que aprendí las primeras letras, se tornaban ahora frías, temblorosas y vacilantes, buscando ansiosamente algún asidero invisible.
Una cruel afección renal le mantenía conectado a una bolsa de orina, a través de una nefrostronía percutánea, que yo lavaba y cuidaba periodicamente.
Mi doble condición de hijo y sanitario me impulsaba a prodigarle los cuidados más solícitos posibles, aunque sus quejidos lastimeros se clavaban en mi alma como auténticos puñales, restándome valor y coraje.
En los pocos momentos en que el veneno de la urea le dejaba estar consciente y orientado, manteníamos charlas, recordando buenos momentos del pasado.
Me decía:-" ¿Te acuerdas Tavines, cuando traduciamos a Homero y a Virgilio? ¡Que retorcidos se hacían algunos pasajes!".-Y yo le respondía:-"Me acuerdo perfectamente papá, y también de las acaloradas discusiones que teníamos sobre el verdadero significado de aquellos intrincados versos que tanto me enseñaron a pensar".-
Había recibido una sólida formación humanística en el Seminario. Un año le faltó para cantar misa y sus conocimientos de latín y griego eran envidiables. ¡Cuánto me había ayudado en el bachiller... y en la vida!. Siempre fue tenido por un hombre culto y de gran bondad que distribuía a raudales con toda clase de gente.
Más de una vez, se habían mofado de mí llamándome "hijo de cura", pero las pretendidas burlas y sarcasmos, lejos de ofenderme y causarme quebranto alguno, suponían para mí un honor y una distinción especial.
Yo volvía a insistirle:-Papá, tienes que convencerte de que estarías mejor atendido en el Complejo Hospitalario de León. Allí tienen más medios y yo estaría igualmente a tu lado".-
Pero él obstinada y tozudamente, volvía a las andadas manteniendo su férro e inquebrantable criterio;-"Hijo mío, no me llevas a ningún sitio. Tú me cuidarás tan bien como lo estas haciendo y yo me sentiré feliz, junto a tí, rodeado de estas cosas que me son tan queridas y entrañables. No me saques de aquí, por Dios te lo pido, déjame morir en la misma cama donde falleció mamá y donde tú naciste".-
- "Bueno, estate tranquilo".-Le respondí yo-"yo sólo haré lo que a tí más te guste... pero debes comprender que los hospitales modernos están para algo y lo que estamos haciendo pertenece al siglo pasado y no es lo mejor".-
Me acerqué al pequeño ventanuco de la habitación y divisé las ruinas del viejo castillo medieval, con su torreón altivo y soberbio que se erguía sobre aquel altozano. Una gran alegría me invadió, pues siempre que lo miraba, me parecía aún más bello, a pesar de sus terribles heridas, a las que estaba envuelto: el serpenteante río Omaña que lamía sus bordes y en cuyas aguas como espejo se miraba. El inmenso pradón de verdor purísimo y sempieterno. La Puebla, plagada de viejas escobas, de tesos y restos romanos. Los castros celtas. La ermita del Cristo Magdaleno, de azulísima cúpula, con su doliente huésped. Inspirando sufrimiento y compasión; y los inmensos e interminables montes de acebos y robles. Todo ello parecía ponerse de acuerdo animando y estimulando mi maltrecho estado de ánimo.
Josefa, nuestra vecina, nos traía la comida puntualmente y nos lavaba la ropa siempre y a debido tiempo. Era una mujer madura, amable y cariñosa, conocida de siempre, lo que se dice, alguien en quien confiar. Su tez sonrosada y curtida por la brisa omañesa, contrastaba con su pelo cano y abundante. Tenía un acento muy de la tierra, haciendo los infinitivos maravillosa y provervialmente largos. Nos quería de verdad y el gran calor humano del que hacía gala, ayudaba espléndidamente en aquella dificil situación. Sus grandes y todavía atractivos ojos exhibían un halo de honestidad y equilibrio, acordes con el aire puro y limpio de Omaña.
Mi padre empeoraba por momentos. La fiebre hacía mella en él y los antibióticos que le administraba, vía intravenosa, apenas surtían efecto.
El helicóptero del SACYL se había puesto a nuestra disposición en todo momento, pero nos comunicó que no podía trasladar a nadie en contra de sus voluntad; así es que, desisití del intento.
Pasó la expaladora y dejó expedita la carrertera. Inmediatamente detrás, venía el médico de Riello, D. "Wences", en un viejo y destartalado choche. Salí para recibirle. Su voluminoso corpachón en aquel minúsculo vehículo (al que llamaba Rocinante), daba al conjunto un aire grotesco y estrafalario.
A duras penas pudo salir del mismo, pues el abultado vientre pugnaba con la angosta portezuela, obligándole a lanzar una sonora y chirriante ventosidad. Su cabeza, despoblada de cabello, tropezó contra el borde superior de la salida y le hizo emitir un ténue quejido. Padecía una aparatosa y cruel cojera, fruto de un accidente de caza, y que yo imitaba magistralmente haciendo las delicias de mi padre. Ese defecto físico le avinagraba el caracter y hacía que junto a una gran valía profesional, conviviera un fuerte temperamento. Fumaba en cachimba y un ralo y descuidado bigote se desparramaba por su labio superior. Unos manojillos de pelos asomaban por los orificios nasales de un apéndice, más que sobrado de tamaño, sembrado de diminutas venas dilatadas.
Con voz aguardentosa y estridente me dijo:-" ¡Aquí está el galeno de los Bardón!"-Que era tanto como decir, el de Omaña entera, pues pocos son los que no llevan el citado apellido en esta bendita comarca.
Le hizo una exploración completísima y concluyó mandándome darle líquidos abundantes, calmantes a demanda e incrementarle la sueroterapia.
Realizó una mueca de disgusto que yo adiviné como mal presagio. Fue suficiente explicación. Se le veía muy triste y derrotado, pues siempre mantuvo una gran amistad con mi padre. Nos despedimos con un fuerte abrazo y noté como dos gruesos lagrimones se deslizaban por sus mejillas. Le fuí siguiendo con la mirada como se alejaba de mi, por aquel tramo de carretera rectilínea hasta desaparecer con su "rocín" por la curva de "La Murueca".
D. Nicodemes era el cura de Vegarienza. Disponía de una estampa alta y espigada, que hacía que su raída sotana dejara al descubierto una buena parte de sus pantalones. Una negra y casera bufanda se enroscaba a su garganta ocultando enteramente el alzacuellos. Su bien cuidado cabello cano lo llevaba cubierto con una boina muy destintada, que inclinaba con gracia hacía la izquierda.
Sentado a la cabecera de la cama, estrechaba sus manos entre las de mi padre, dándole aliento y consuelo con sus palabras:-"Te encuentro mejor que nunca, Enrique. Tienes un aspecto estupendo. En cuanto se serene el tiempo, vendré a por tí e iremos con las escopetas tras ese viejo lobo que ronda mi casa". Pero bien sabía que sus fuerzas le iban abandonando de forma sutil e irremediable.
A duras penas y con voz trémula y balbuceante, le contestaba:" ¡Ay! Nico, esto se apaga y extingue... como los velones de tu iglesia".-Al mosén le hizo gracias y le regaló una estimulante sonrisa de complicidad.
Y aquel día tan temido y tan odiado a la vez llegó. Noté como si me arrancaran violenta e injustamente una parte de mi ser. Sentí una amargura idescriptible y un desaliento infinito. Todo era desolación. Había conseguido su objetivo: morir en su casa. Rodeado de todo lo que amaba.
Su cuerpo inerte y frío, al que yo me aferraba sollozando sin consuelo, guardaba en su semblante un sosiego indescriptible. Una gran paz y serenidad se habían adueñado y buscado cobijo en él. Una maravillosa armonía le cubría con un velo invisible.
Querido padre: Hoy te he llevado unas rosas, aquellas de color aterciopelado que tanto le gustaban a mamá. Me han acompañado Josefa, D."Wences" y D. Nicomedes. Me sigue embargando una enorme pena, pero todo a mi alrededor evoca vuestro recuerdo y me hace la carga más ligera y soportable.
AUTOR OCTAVIO (TAVINES)
PRIMER PREMIO "CONCURSO RELATOS CORTOS" SANIDAD CASTILLA Y LEÓN 2004
Mi padre yacía en cama aquejado de una grave enfermedad. Allí en aquel pueblo de "El Castillo", nos encontrábamos aislados por la nieve, Ese manto blanco que tantas veces había sido motivo de disfrute y regocijo, se tornaba ahora un implacable y temible enemigo.
La casona del siglo XVL, que antaño había servido de posada de arrieros, lucía un hermoso escudo armero de los "Buelta" en su flanco occidental y un vetusto nogal lo adornaba con su sombra. El suave rumor del río "Santibañez", que a su vera corría, acariciaba nuestros oídos y estimulaba el sopor en las largas y cálidas tardes estivales.
Aunque mi difunta madre le había introducido reformas, nunca consintió que le modificaran su aire hidalgo y señorial de épocas pasadas y que le confería un innegable atractivo y una sintonía perfecta con el medio en que se encontraba.
Ahora albergaba a un pobre enfermo y a su hijo que, a duras penas, trataba de sosegarle el sufrimiento, practicamente sin medidos, con sólo las pocas cosas que gentilmente me traían del Centro de Salud.
Aquellas manos dulces, cálidas y seguras que tantas veces me habían acariciado y con las que aprendí las primeras letras, se tornaban ahora frías, temblorosas y vacilantes, buscando ansiosamente algún asidero invisible.
Una cruel afección renal le mantenía conectado a una bolsa de orina, a través de una nefrostronía percutánea, que yo lavaba y cuidaba periodicamente.
Mi doble condición de hijo y sanitario me impulsaba a prodigarle los cuidados más solícitos posibles, aunque sus quejidos lastimeros se clavaban en mi alma como auténticos puñales, restándome valor y coraje.
En los pocos momentos en que el veneno de la urea le dejaba estar consciente y orientado, manteníamos charlas, recordando buenos momentos del pasado.
Me decía:-" ¿Te acuerdas Tavines, cuando traduciamos a Homero y a Virgilio? ¡Que retorcidos se hacían algunos pasajes!".-Y yo le respondía:-"Me acuerdo perfectamente papá, y también de las acaloradas discusiones que teníamos sobre el verdadero significado de aquellos intrincados versos que tanto me enseñaron a pensar".-
Había recibido una sólida formación humanística en el Seminario. Un año le faltó para cantar misa y sus conocimientos de latín y griego eran envidiables. ¡Cuánto me había ayudado en el bachiller... y en la vida!. Siempre fue tenido por un hombre culto y de gran bondad que distribuía a raudales con toda clase de gente.
Más de una vez, se habían mofado de mí llamándome "hijo de cura", pero las pretendidas burlas y sarcasmos, lejos de ofenderme y causarme quebranto alguno, suponían para mí un honor y una distinción especial.
Yo volvía a insistirle:-Papá, tienes que convencerte de que estarías mejor atendido en el Complejo Hospitalario de León. Allí tienen más medios y yo estaría igualmente a tu lado".-
Pero él obstinada y tozudamente, volvía a las andadas manteniendo su férro e inquebrantable criterio;-"Hijo mío, no me llevas a ningún sitio. Tú me cuidarás tan bien como lo estas haciendo y yo me sentiré feliz, junto a tí, rodeado de estas cosas que me son tan queridas y entrañables. No me saques de aquí, por Dios te lo pido, déjame morir en la misma cama donde falleció mamá y donde tú naciste".-
- "Bueno, estate tranquilo".-Le respondí yo-"yo sólo haré lo que a tí más te guste... pero debes comprender que los hospitales modernos están para algo y lo que estamos haciendo pertenece al siglo pasado y no es lo mejor".-
Me acerqué al pequeño ventanuco de la habitación y divisé las ruinas del viejo castillo medieval, con su torreón altivo y soberbio que se erguía sobre aquel altozano. Una gran alegría me invadió, pues siempre que lo miraba, me parecía aún más bello, a pesar de sus terribles heridas, a las que estaba envuelto: el serpenteante río Omaña que lamía sus bordes y en cuyas aguas como espejo se miraba. El inmenso pradón de verdor purísimo y sempieterno. La Puebla, plagada de viejas escobas, de tesos y restos romanos. Los castros celtas. La ermita del Cristo Magdaleno, de azulísima cúpula, con su doliente huésped. Inspirando sufrimiento y compasión; y los inmensos e interminables montes de acebos y robles. Todo ello parecía ponerse de acuerdo animando y estimulando mi maltrecho estado de ánimo.
Josefa, nuestra vecina, nos traía la comida puntualmente y nos lavaba la ropa siempre y a debido tiempo. Era una mujer madura, amable y cariñosa, conocida de siempre, lo que se dice, alguien en quien confiar. Su tez sonrosada y curtida por la brisa omañesa, contrastaba con su pelo cano y abundante. Tenía un acento muy de la tierra, haciendo los infinitivos maravillosa y provervialmente largos. Nos quería de verdad y el gran calor humano del que hacía gala, ayudaba espléndidamente en aquella dificil situación. Sus grandes y todavía atractivos ojos exhibían un halo de honestidad y equilibrio, acordes con el aire puro y limpio de Omaña.
Mi padre empeoraba por momentos. La fiebre hacía mella en él y los antibióticos que le administraba, vía intravenosa, apenas surtían efecto.
El helicóptero del SACYL se había puesto a nuestra disposición en todo momento, pero nos comunicó que no podía trasladar a nadie en contra de sus voluntad; así es que, desisití del intento.
Pasó la expaladora y dejó expedita la carrertera. Inmediatamente detrás, venía el médico de Riello, D. "Wences", en un viejo y destartalado choche. Salí para recibirle. Su voluminoso corpachón en aquel minúsculo vehículo (al que llamaba Rocinante), daba al conjunto un aire grotesco y estrafalario.
A duras penas pudo salir del mismo, pues el abultado vientre pugnaba con la angosta portezuela, obligándole a lanzar una sonora y chirriante ventosidad. Su cabeza, despoblada de cabello, tropezó contra el borde superior de la salida y le hizo emitir un ténue quejido. Padecía una aparatosa y cruel cojera, fruto de un accidente de caza, y que yo imitaba magistralmente haciendo las delicias de mi padre. Ese defecto físico le avinagraba el caracter y hacía que junto a una gran valía profesional, conviviera un fuerte temperamento. Fumaba en cachimba y un ralo y descuidado bigote se desparramaba por su labio superior. Unos manojillos de pelos asomaban por los orificios nasales de un apéndice, más que sobrado de tamaño, sembrado de diminutas venas dilatadas.
Con voz aguardentosa y estridente me dijo:-" ¡Aquí está el galeno de los Bardón!"-Que era tanto como decir, el de Omaña entera, pues pocos son los que no llevan el citado apellido en esta bendita comarca.
Le hizo una exploración completísima y concluyó mandándome darle líquidos abundantes, calmantes a demanda e incrementarle la sueroterapia.
Realizó una mueca de disgusto que yo adiviné como mal presagio. Fue suficiente explicación. Se le veía muy triste y derrotado, pues siempre mantuvo una gran amistad con mi padre. Nos despedimos con un fuerte abrazo y noté como dos gruesos lagrimones se deslizaban por sus mejillas. Le fuí siguiendo con la mirada como se alejaba de mi, por aquel tramo de carretera rectilínea hasta desaparecer con su "rocín" por la curva de "La Murueca".
D. Nicodemes era el cura de Vegarienza. Disponía de una estampa alta y espigada, que hacía que su raída sotana dejara al descubierto una buena parte de sus pantalones. Una negra y casera bufanda se enroscaba a su garganta ocultando enteramente el alzacuellos. Su bien cuidado cabello cano lo llevaba cubierto con una boina muy destintada, que inclinaba con gracia hacía la izquierda.
Sentado a la cabecera de la cama, estrechaba sus manos entre las de mi padre, dándole aliento y consuelo con sus palabras:-"Te encuentro mejor que nunca, Enrique. Tienes un aspecto estupendo. En cuanto se serene el tiempo, vendré a por tí e iremos con las escopetas tras ese viejo lobo que ronda mi casa". Pero bien sabía que sus fuerzas le iban abandonando de forma sutil e irremediable.
A duras penas y con voz trémula y balbuceante, le contestaba:" ¡Ay! Nico, esto se apaga y extingue... como los velones de tu iglesia".-Al mosén le hizo gracias y le regaló una estimulante sonrisa de complicidad.
Y aquel día tan temido y tan odiado a la vez llegó. Noté como si me arrancaran violenta e injustamente una parte de mi ser. Sentí una amargura idescriptible y un desaliento infinito. Todo era desolación. Había conseguido su objetivo: morir en su casa. Rodeado de todo lo que amaba.
Su cuerpo inerte y frío, al que yo me aferraba sollozando sin consuelo, guardaba en su semblante un sosiego indescriptible. Una gran paz y serenidad se habían adueñado y buscado cobijo en él. Una maravillosa armonía le cubría con un velo invisible.
Querido padre: Hoy te he llevado unas rosas, aquellas de color aterciopelado que tanto le gustaban a mamá. Me han acompañado Josefa, D."Wences" y D. Nicomedes. Me sigue embargando una enorme pena, pero todo a mi alrededor evoca vuestro recuerdo y me hace la carga más ligera y soportable.
AUTOR OCTAVIO (TAVINES)
PRIMER PREMIO "CONCURSO RELATOS CORTOS" SANIDAD CASTILLA Y LEÓN 2004
Me encanto marilin
Felicidades Octavio, es precioso y lleno de amor y ternura
Felicidades Octavio, es precioso y lleno de amor y ternura