Era un hombre con una bondad y honestidad infinitas. Maestro incomparable del arte de la pesca. Siempre alegre, ocurrente y de agudísima perspicacia innata. Estaba dotado y cargado de una paciencia proverbial para enseñárnos las habilidades y secretos de la caña. Gracias a él ganámos nuestro primer sueldo de 80 ptas el kgr de truchas que por aquellos tiempos vendíamos en Casa Sandalio y que Esther freía con jamón entreverado, haciéndo las delicias de los paladares más exquisitos, refinados y exigentes y convirtiéndo a El Castillo en el mejor sitio y más famoso lugar de esta suculencia culinaria. Había nacido en el vecino pueblo de Guisatecha siendo sus padres Luzdivina y un obrero portugués que trabajaba en la reparación de la carretera y del cual Doña Pilar me decía que era sumamente atractivo. Vivía sólo en una humíldisima y desvencijada casa preguntándose todo el mundo cómo podía superar entre aquellas ruínas el durísimo invierno Omañés. Me relataba que ya había nacido en el río porque su madre pescaba muy bién a mano incluso a punto de sobrevenírle el parto. No tenía enemigos porque su simpatía, amabilidad, educación y chispa le hacían querer por propios y extraños. Le gustaba el vino y afirmaba que le servía de comida, bebida y además le calentaba el cuerpo. Lo solía mezclar con bizcarbonato para contrarrestar los ardores de estómago que padecía. Se le conocía cómo "Pepe el Porto" aunque su verdadero nombre era José María Martinez Rabanal. Un día nos dejó pero su memoria de hombre de bién, acogedor, prudente y de enorme talento natural quedó muy perenne e imborrable entre todos los que le conocímos. Sus restos reposan en el cementerio de Guisatecha, situado en un altozano de la aldea, desde donde todavía nos sigue mirándo con sus verdes ojos, su corazón de oro y su sonrisa de florida primavera.