Como todo con cierta fama relacionado con la tierra, léase León, era venerado en mi casa. De Francisco de Quevedo, seguramente sólo se sabía el poema de un hombre a una nariz pegado y que había estado preso en San Marcos en León, por esto último, y que la causa hubiese sido por sus críticas al poder establecido, se le consideraba un personaje importante, pero el rasgo más destacado era su listeza.
Un perro, lanudo, pero no con lanas largas, eran unas lanas que le hacían ser más grande de lo que realmente era, pero no grañas; pinto, es decir, con manchas blancas y negras; orejas mo muy grandes, pero que aumentaban de tamaño cuando te prestaba atención; rabo enroscado con el que demostraba su contento y presumía caminando delante de ti o delante del caballo; y aquellos ojos entre negros y café que te enseñaban el agradecimiento después de darle alguna pelleja, la necesidad, cuando empezabas a comer la merienda, el atrevimiento cuando perseguíamos a algún gato y subíamos detrás de él a cualquier manazanal, la espera, la duda, la honradez y sobre todo la fideliad.
En aquella mirada tierna de agradecimiento, se podía leer: puedes contar conmigo para lo que sea.
Aquel perrín que resultó ser muy listo, que guardaba la casa con su constante atención y sus ladridos insistentes, que te traía las vacas, que te hacía compañía, te guardaba el caballo, no te comía la merienda y estaba dispuesto siempre a salir contigo se le puso el nombre de Quevedo.
Me hizo mucha compañía, me hizo de almohada cuando al abrigo de alguna peña, o a la sombra de algún roble, llenaba las largas horas con algún sueñecico.
Me hizo descubrir que las manchas blancas de sus cortas y aseadas lanas eran más frescas que las manchas negras. Y sobre todo me enseñó que en la mirada se pueden ver muchísimas cosas.
Mi perrín Quevedo cumplió muchos años, se hizo viejo y una aciaga noche de invierno, cuando la nieve lo cubre todo y el lobo se acerca sigiloso a las casas en busca del pan, no encontró sitera sino a mi valiente perrín que en un último acto de fidelidad, salió por la gatera de la puerta de la era a azuzar al enemigo y el lobo mas fuerte y necesitado se lo llevó. Un poco más allá de los Adiles, camino de la llama Redonda, aparecieron los restos de las pequeñas lanas de Quevedo.
Un abrazo.
Un perro, lanudo, pero no con lanas largas, eran unas lanas que le hacían ser más grande de lo que realmente era, pero no grañas; pinto, es decir, con manchas blancas y negras; orejas mo muy grandes, pero que aumentaban de tamaño cuando te prestaba atención; rabo enroscado con el que demostraba su contento y presumía caminando delante de ti o delante del caballo; y aquellos ojos entre negros y café que te enseñaban el agradecimiento después de darle alguna pelleja, la necesidad, cuando empezabas a comer la merienda, el atrevimiento cuando perseguíamos a algún gato y subíamos detrás de él a cualquier manazanal, la espera, la duda, la honradez y sobre todo la fideliad.
En aquella mirada tierna de agradecimiento, se podía leer: puedes contar conmigo para lo que sea.
Aquel perrín que resultó ser muy listo, que guardaba la casa con su constante atención y sus ladridos insistentes, que te traía las vacas, que te hacía compañía, te guardaba el caballo, no te comía la merienda y estaba dispuesto siempre a salir contigo se le puso el nombre de Quevedo.
Me hizo mucha compañía, me hizo de almohada cuando al abrigo de alguna peña, o a la sombra de algún roble, llenaba las largas horas con algún sueñecico.
Me hizo descubrir que las manchas blancas de sus cortas y aseadas lanas eran más frescas que las manchas negras. Y sobre todo me enseñó que en la mirada se pueden ver muchísimas cosas.
Mi perrín Quevedo cumplió muchos años, se hizo viejo y una aciaga noche de invierno, cuando la nieve lo cubre todo y el lobo se acerca sigiloso a las casas en busca del pan, no encontró sitera sino a mi valiente perrín que en un último acto de fidelidad, salió por la gatera de la puerta de la era a azuzar al enemigo y el lobo mas fuerte y necesitado se lo llevó. Un poco más allá de los Adiles, camino de la llama Redonda, aparecieron los restos de las pequeñas lanas de Quevedo.
Un abrazo.