De pequeño era bastante mal comedor. Con poca cosa ya estaba lleno. " El no crecerás" era una cantinela que me sabía de memoria y que oía más veces de las que quería. Sobre todo había una comida que no soportaba, y digo soportaba porque me provocaba el vómito, eran los queridos y abundantes fréjoles verdes que por desgracia en mi casa les gustaban a todos muchísimo. Sólos, con patatas, reogados, con pimentón y ajos, en cocido, con cecina de chivo...; todas las versiones eran posibles para mi desgracia. Una vez que mi padre se convenció que no era capricho de niño mimado, autorizó a mamá a hacerme pucherito aparte. Casi siempre arroz. Me gustaba en todas las versiones. Cuando era pucherito en exclusiva para mi, era con huevo duro o con chorizo y mucho amor de madre que era el mejor condimento.
Realmente debía de ser preocupante lo mal comedor que era, a modo de ejemplo, diré que comía las sopas de ajo con azúcar, ya sé que es raro, pero así las comía. La tortilla francesa también con azúcar. Las sopas de ajo con azúcar, cuando hoy lo recuerdo, me repugna un poco, pero el recuerdo de la tortilla francesa con azúcar es bastante agradable y algún día volveré a probar, no porque haya perdido el apetito, sino por el simple placer de recordar y comparar.
Un día de San Silvestre, a la hora de almorzar, estábamos en la cocina los hermanos y mamá esperando al padre con la pota de patatas sobre la mesa. Los hermanos ya estábos sentados en la mesa cubierta con un hule de cuadros azules y blancos. Recuerdo como si fuese hoy, sentado en un banco de madera de espaldas a la ventana por la que veía el nogal, el camino de la Fuente y los praos y tierra de la Espina y en un primer plano una gran pared de piedras grises colocadas regularmente, pintadas con líquenes de diferentes formas y colores y de tanto en tanto, rompiendo el equilibrio del gris, aparecía algún morrillo blanco. Tenía su postigo que daba acceso a la huerta de los Guindales. Aquel postigo le daba un aire de inquietud e intriga y provocaba el averiguar que se escondía detrás. Desde aquella ventana, que era mi torre de vigía, me imaginaba muchas historias con pocos personajes, claro. En el alféizar interior, de azulejos blancos había algún desconchado con diferentes formas que yo personalizaba. ¡Qué juego me daban! Varias personas del pueblo y algún animal estaban representadas en aquellas formas que el tiempo había cincelado en los blancos azulejos de mi lugar de obsevación preferido. Enfrente se sentaban mis hermanos, ya mozos; en la cabecera de la izquiera, de espaldas a la cocina se sentaba mamá y a mi lado papá que acababa de llegar de la cuadra de dar la ceba al ganado.
Con cara seria y una voz anunciadora de algo trascendente, mi padre empezó:
"Bueno, hoy es San Sivestre, se acaba el año y hay que ir a buscar amo. Así que Peña Valdevés, ya puedes almorzar bien porque yo aquí ya no te necesito y tienes que ir a buscar amo nuevo. Y vete tú a saber hasta que hora no lo encontrarás. Así que come bien". Se hizo silencio. Los hermanos dijeron que ellos con mi edad también habían tenido que buscar amo. Yo comí tres platos de patatas y hubiese seguido comiendo de no ser por mamá que dijo con un tono, que a mi me supo a coro celestial: "Dejad ya al niño que conseguiréis que se empache y se ponga malo". Las risas fueron abundantes. La cuchar cayó de mi mano en el plato de porcelana blanca y sentí el calor de la mano y el brazo de mi padre que me apretaban contra él.
Un abrazo.
Realmente debía de ser preocupante lo mal comedor que era, a modo de ejemplo, diré que comía las sopas de ajo con azúcar, ya sé que es raro, pero así las comía. La tortilla francesa también con azúcar. Las sopas de ajo con azúcar, cuando hoy lo recuerdo, me repugna un poco, pero el recuerdo de la tortilla francesa con azúcar es bastante agradable y algún día volveré a probar, no porque haya perdido el apetito, sino por el simple placer de recordar y comparar.
Un día de San Silvestre, a la hora de almorzar, estábamos en la cocina los hermanos y mamá esperando al padre con la pota de patatas sobre la mesa. Los hermanos ya estábos sentados en la mesa cubierta con un hule de cuadros azules y blancos. Recuerdo como si fuese hoy, sentado en un banco de madera de espaldas a la ventana por la que veía el nogal, el camino de la Fuente y los praos y tierra de la Espina y en un primer plano una gran pared de piedras grises colocadas regularmente, pintadas con líquenes de diferentes formas y colores y de tanto en tanto, rompiendo el equilibrio del gris, aparecía algún morrillo blanco. Tenía su postigo que daba acceso a la huerta de los Guindales. Aquel postigo le daba un aire de inquietud e intriga y provocaba el averiguar que se escondía detrás. Desde aquella ventana, que era mi torre de vigía, me imaginaba muchas historias con pocos personajes, claro. En el alféizar interior, de azulejos blancos había algún desconchado con diferentes formas que yo personalizaba. ¡Qué juego me daban! Varias personas del pueblo y algún animal estaban representadas en aquellas formas que el tiempo había cincelado en los blancos azulejos de mi lugar de obsevación preferido. Enfrente se sentaban mis hermanos, ya mozos; en la cabecera de la izquiera, de espaldas a la cocina se sentaba mamá y a mi lado papá que acababa de llegar de la cuadra de dar la ceba al ganado.
Con cara seria y una voz anunciadora de algo trascendente, mi padre empezó:
"Bueno, hoy es San Sivestre, se acaba el año y hay que ir a buscar amo. Así que Peña Valdevés, ya puedes almorzar bien porque yo aquí ya no te necesito y tienes que ir a buscar amo nuevo. Y vete tú a saber hasta que hora no lo encontrarás. Así que come bien". Se hizo silencio. Los hermanos dijeron que ellos con mi edad también habían tenido que buscar amo. Yo comí tres platos de patatas y hubiese seguido comiendo de no ser por mamá que dijo con un tono, que a mi me supo a coro celestial: "Dejad ya al niño que conseguiréis que se empache y se ponga malo". Las risas fueron abundantes. La cuchar cayó de mi mano en el plato de porcelana blanca y sentí el calor de la mano y el brazo de mi padre que me apretaban contra él.
Un abrazo.
El día de San Silvestre "el año acabeste". Tengo poco tiempo para escribir, pero leo todos los mensajes y las de Peña me dejan boquiabierta, ¿como es posible que mantengas vivos tantos recuerdos, al cabo de tantos años? ¡Que increible sensación, porque revivo momentos que no recordaba y tengo la impresión de que estoy ahí mismo porque la imaginación vuela y casi puedo oler algunas comidas y algunos lugares. En cuanto a la pared de la era de los Beltranes, los morrillos blancos los puso uno a uno mi difunto papá, le gustaban y pasaba los días colocando uno tras otro.
Un abrazo para todos los foreros.
Un abrazo para todos los foreros.